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20 DE DICIEMBRE DE 2024
Roberto Follari, doctor en Psicología, epistemólogo y docente, reflexiona sobre la importancia de recuperar la palabra y su densidad, la razón y el argumento, la honestidad y el respeto.
Foto: Clarín
Toda la sociedad se rasgó las vestiduras ante el horrible crimen hecho a patadas y en grupo por un conjunto de rugbiers contra un joven en Villa Gesell, con dejos de racismo y de clasismo (“Negro de mierda”, se dice que le gritaron). La enorme cobertura de la golpiza, en horas y horas por televisión, como casi siempre, no ayudó a comprender nada. Es que se cree que con repetir imágenes una y mil veces está todo dicho. Y las imágenes, contra todo lo que suele creerse, no dicen. No son palabras. Y mucho menos explican.
La cobertura ha padecido del mismo mal que llevó a este desastre: la caída de lo simbólico. Es decir, la caída de la palabra, de la posibilidad de creer en ella, caída de la abstracción, del pensamiento y de los controles racionales de los actos. En términos del psicoanálisis lacaniano, es la victoria de lo real, del pase al acto y de lo imaginario, registro de las fantasías de omnipotencia personal, según las cuales somos cada uno el centro del mundo y lo/s demás está/n a nuestra disposición.
Hay diversas vetas de causalidad sobre esta afligente condición cultural: el eclipse de la figura de los padres, que ha llevado a una especie de pérdida de los límites y los mandatos; el hundimiento de las grandes ideologías, que ha hecho disiparse constelaciones de sentido y que lleva a una especie de eterno presente, de asunción fetichizada del instante; las redes sociales, con su posibilidad de ocultarse y desfigurarse, espacios donde la invectiva y el insulto han reemplazado al argumento; el periodismo –el nacional más que en otros países–, a menudo pervertido por el sensacionalismo, el servicio a las fake news y a la más burda toma de partido revestida de supuesta “independencia” (obviamente advertida como hipócrita aún por quienes le creen o fingen creerle); un Poder Judicial donde hay casos por completo politizados que ya no permiten confiar en la ecuanimidad, que no parece hoy ser otra cosa que una máscara. La educación que ya no puede proveer ni satisfacción cultural –está muy retrasada respecto de la cultura social y sus tecnologías– ni tampoco satisfacción laboral, pues ya no puede garantizar un cargo a la salida del curso final, siquiera de una carrera universitaria. Y así es seguro que pueden hallarse otras varias causales concurrentes.
Así no hay frenos. La hora apocalíptica del tango “Cambalache” parece haber llegado. En Villa Gesell se mató por gusto y por capricho. Pero pocos advirtieron cuánto millones de argentinos han colaborado con sus comentarios e insultos a que se mate sin piedad a alguien que –puesto en sus términos– no es plenamente una persona, sino “un negro de mierda”.
Hemos visto gentes en la Plaza de Mayo con dibujos de una horca para una expresidenta. Hay un golpe de Estado en Bolivia y muchos disimulan, aunque se haya llegado al hecho mundialmente inédito de que se haya detenido a personas asiladas a las que se había otorgado salvoconducto. No importa: muchos hablan de “gobierno de Bolivia”, como si fuera gobierno normal. Todo es igual, nada es mejor. Puede decirse cualquier cosa. Ahora hay quienes niegan que la enorme deuda se haya tomado en el gobierno macrista. También podría decirse que el exceso de calor es culpa de algún gobierno, o que es más importante hablar de la ropa de la primera dama que de la geopolítica mundial en momento planetario tan delicado. Todo vale, cualquier cosa se dice sin responsabilidad ni consecuencias.
Después sobrevienen los desastres y puede que arrecien y aumenten. Si queremos evitarlo, recuperemos la palabra y su densidad. Recuperemos la razón y el argumento. Recuperemos nociones no del todo olvidadas, como honestidad y respeto. Recuperemos la ética y la política, saquémoslas del fango de la chicana y la comidilla permanente.
De lo contrario, habrá nuevos crímenes como el brutal de Villa Gesell. Donde la cultura cede, queda solo el espacio para la violencia y la barbarie.
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