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04 DE NOVIEMBRE DE 2024
El historiador Osvaldo Gallardo, docente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNCUYO e investigador del Conicet en el Centro de Estudios de la Circulación del Conocimiento, compartió su análisis sobre el devenir de la actividad científica y la educación superior a lo largo de estos 40 años de democracia. ¿Cuáles son los desafíos?
Foto: Archivo UNCUYO
La universidad pública y el sistema científico de Argentina irrumpen con alguna regularidad en el debate público que denominamos nacional. A veces entran juntos a ese debate, a veces por separado. En algunas ocasiones, ese debate es disparado por avances significativos en el conocimiento científico o el desarrollo tecnológico o social en los que hay liderazgo o aporte de investigadores e investigadoras del país. En otros casos, el debate es disparado por actores externos a la universidad o al sistema científico, la mayoría de las veces para atacar a las instituciones o personas que en el país encarnan estas actividades.
Los 40 años de democracia que nuestro país está cumpliendo en estos días han conocido momentos de auge de estos debates, hoy revitalizados en medio de la campaña electoral. Parece importante, por lo tanto, reflexionar históricamente sobre cómo ha sido la relación entre la universidad y la ciencia, por un lado, y las múltiples dimensiones de la vida pública de una siempre compleja Argentina, por otro. No se trata, claro está, del aspecto más urgente en la vida de una sociedad, pero sí de un aspecto muy relevante cuando esa sociedad se piensa a futuro.
Sin pretender exhaustividad en un espacio como este, podríamos comenzar remontándonos al regreso democrático, cuando el gobierno de Alfonsín intentó revertir uno de los efectos más nocivos que tuvo la dictadura sobre el entramado institucional: la virtual separación entre las universidades y el resto del sistema científico. Las universidades fueron objeto de particular atención para las atrocidades de la dictadura. La represión fue más allá de la persecución directa de miles de personas y apuntó, como objetivo de mediano plazo, a la desarticulación de las universidades nacionales como espacio de sociabilidad, de construcción de identidades colectivas y, también, de investigación científica y tecnológica. Como ha señalado la investigadora de la UNCUYO y de Conicet, Fabiana Bekerman, en un libro editado por la EDIUNC, la dictadura transfirió recursos de las universidades al Conicet y a otras instituciones, buscando atomizar el sistema científico. Los efectos de esa hendidura institucional son visibles hasta la actualidad y no han podido ser revertidos del todo.
El gobierno de Alfonsín, inmerso en dificultades crecientes, no dio pasos en la dirección contraria que se mantuviesen en el tiempo. Se arribó así a la década menemista, donde buena parte de las instituciones públicas y sus trabajadores y trabajadoras fueron objeto de desprestigio público, muchas veces emanado desde el propio vértice del poder. Se llegó a discutir incluso la privatización del Conicet y el arancelamiento de las carreras de grado, puerta esta última que dejó abierta la Ley de Educación Superior sancionada en 1995. Las carreras de posgrado, por su lado, se mantienen por lo general aranceladas hasta la actualidad.
Hasta 2004, se vivieron años de penuria en un sistema científico y universitario que era -y sigue siendo- de los más relevantes de la región. Son conocidos los episodios sobre científicas y científicos mandados a “lavar los platos” o de docentes universitarios que manejaban un taxi. Por debajo, se consolidaron algunas tendencias que en épocas posteriores no se pudo o no se quiso modificar. Entre ellas, la muy baja oferta de financiamiento para investigación. No me refiero a los salarios -que es otra dimensión problemática- sino a los recursos necesarios para adquirir insumos y licencias, desarrollar trabajo de campo y experimentos. También se consolidó una tendencia a la ocupación múltiple de quienes son docentes e investigadores o investigadoras. Sigue siendo ínfima la cantidad de docentes universitarios, por ejemplo, que se sostienen únicamente con la docencia universitaria. Cuando lo hacen, usualmente están divididos o divididas en múltiples cargos y obligaciones. Un último problema que se puede mencionar, entre otros, es la escisión entre docencia, investigación y transferencia a la sociedad, vínculos virtuosos que fueron dejados a la voluntad individual y grupal, en ausencia de políticas claras y sostenidas en el tiempo.
No obstante, el sistema científico y las universidades demostraron una gran resiliencia y la maquinaria se mantuvo en funcionamiento. En 2004, con Néstor Kirchner en la presidencia, se comenzó un proceso de revitalización del sector. Por primera vez en mucho tiempo, el presupuesto y la cantidad de recursos humanos aumentaron, y el financiamiento y el direccionamiento de la investigación científica comenzaron a esbozarse como políticas de Estado. Pero, en mi opinión, se vivió durante el período kirchnerista una revitalización simbólica. El vértice del poder político, ahora, actuaba en la dirección inversa a la de la década menemista, y ciencia y universidad se volvieron tópicos imbuidos de valoración positiva.
Los resultados a largo de plazo del período que se cerró en 2015 con la derrota del peronismo han sido discutidos y se siguen debatiendo. En los últimos ocho años la ciencia volvió por momentos al centro del debate público. En el período del macrismo hubo desfinanciamiento, pero no se atacó materialmente a la ciencia ni a la universidad de manera decisiva. Sí hubo un despliegue simbólico, en ocasiones virulento, en contra de personas e instituciones, que se revirtió a partir de 2019. La pandemia iniciada en 2020 puso a la Argentina de lleno en las discusiones que ya circulaban con fuerza en otros países, y que incluyen una buena dosis de espíritu anticientífico.
En la última década, al lado de los muchos e innegables logros, la inercia que se arrastraba de años anteriores acentuó muchas tendencias nocivas. Las tres debilidades que mencioné antes se mantuvieron, obviamente con matices. Por ejemplo, se puso mucho más en discusión cuál es el sentido de la universidad y de la ciencia pública y cuál debe ser el tipo de relaciones que establezcan con distintos actores sociales. Pero no se lograron avances significativos en orientar el desarrollo científico hacia objetivos de largo plazo. En particular, es necesario todavía aumentar la gobernanza del sistema en su conjunto, propiciando la coordinación entre las universidades, el Conicet, el INTA y el resto de las instituciones científico-tecnológicas. Un primer paso relevante sería la generación de ámbitos de discusión democrática sobre el sentido -o los sentidos- que la actividad científica y la educación superior pueden tener en la encrucijada argentina.
Es preciso decirlo de manera clara: ni la universidad ni la investigación financiadas con fondos públicos van a resolver por sí mismos los acuciantes problemas que atraviesa el país. Y nunca ha sucedido de esa manera. Una innovación tecnológica no va a alivianar el peso de la deuda externa ni disminuirá el hambre infantil. La responsabilidad recae sobre cómo se construyen consensos sociales que orienten al país hacia unas direcciones y no hacia otras, es decir, sobre la política. Pero, sin socavar la libertad que es condición necesaria para el surgimiento de la innovación, la universidad y la ciencia públicas deben participar en la construcción de un horizonte más amplio para la sociedad en su conjunto. En esta decisiva coyuntura que coincide con los 40 años de la democracia, amplios sectores de la sociedad han abrazado un discurso contra las instituciones públicas de enseñanza e investigación científica. Una de nuestras tareas urgentes es, por lo tanto, tender canales de diálogo democráticos y producir transformaciones en nuestras instituciones que nos vuelvan parte imprescindible en la construcción de una Argentina más justa, sostenible e inclusiva.
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