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21 DE NOVIEMBRE DE 2024
Cómo combatir la desigual distribución de los puestos de empleo, que incluye la división de tareas en el hogar
Por María Florencia Linardelli, Becaria doctoral INCIHUSA-CONICET, miembro de IDEGEM UNCuyo.
Publicado el 11 DE MARZO DE 2019
Una nueva convocatoria al Paro Internacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans este 8 de marzo coloca en el centro de las reivindicaciones la problemática del trabajo. Entre las consignas convocantes resuena “vivas, libres y con trabajo digno nos queremos” lo que sitúa junto a la lucha contra las violencias patriarcales y por el derecho al aborto, el reclamo por las condiciones de trabajo de las mujeres y disidencias sexuales.
La cuestión del trabajo nos atraviesa desde principios del siglo XX, tal como nos recuerdan algunos hitos históricos: el “Levantamiento de las veinte mil”, una huelga de trabajadoras textiles en Nueva York que se extendió durante cinco meses durante 1909; la Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas de 1910, en la que se estableció el 8 de marzo como Día Internacional de la Mujer Trabajadora; y el incendio en el que murieron las huelguistas de la fábrica de camisas Triangle Waist Co. en Nueva York un año después. Recuperar la centralidad de las reivindicaciones laborales para el movimiento de mujeres y feministas, nos recuerda que en el mudo del trabajo hallamos una de las bases más sólidas que sostienen las desigualdades sexo-genéricas.
La posición subordinada de las mujeres en el mercado de trabajo puede explicarse mediante la noción de división sexual del trabajo. Este concepto señala dos fenómenos relacionados: por una parte, la división desigual del trabajo reproductivo entre los sexos y, por otra, la distribución diferencial de hombres y mujeres en oficios, profesiones y jerarquías laborales[ii]. El trabajo reproductivo refiere al complejo de actividades y relaciones gracias a las cuales nuestra vida y nuestra capacidad laboral se reconstruyen a diario. Incluye las actividades domésticas como cocinar, lavar y limpiar; las tareas de cuidado relativas a la crianza de niñas/es/os y la atención de personas dependientes, enfermas o ancianas; y las labores de gestión y planificación de las anteriores. Se trata de tareas fundamentales para la sobrevivencia y el bienestar físico y emocional de las personas, distintivas por la dimensión afectiva-relacional que invariablemente se crea durante su desempeño[iii].
Este trabajo históricamente ha sido pensado como un servicio personal de las mujeres en las familias, sustentado en supuestas cualidades innatas que derivarían linealmente de nuestra posibilidad de gestar y parir. La naturalización de la desigual distribución de las labores reproductivas nos delega una carga de trabajo desproporcionada e injusta. Resultados recientes de encuestas sobre el uso del tiempo realizadas en Argentina, coincidentes con datos internacionales, señalan que las mujeres dedicamos el doble de horas diarias que los varones a realizar las labores domésticas y de cuidado[iv]. Este cúmulo de tareas cotidianas garantiza una oferta de mano de obra subsidiada por el trabajo de las mujeres, que producimos a bajísimo costo múltiples bienes y servicios que de otro modo tendrían que ser provistos por el mercado o por el Estado. Vemos entonces que las mujeres no elegimos “amorosamente” trabajar el doble que los varones, sino que la asignación de estas tareas a nosotras descansa en profundas estructuras económicas.
Si consideramos que en las últimas décadas se produjo un ingreso masivo de mujeres al mundo del empleo remunerado, la carga exclusiva de labores reproductivas ha propiciado una doble jornada de trabajo[v], que avanza sobre el tiempo de ocio, las posibilidades de autocuidado y la participación social, afectando severamente nuestra autonomía. Además, la escasa implicación de los varones en lo doméstico provoca la delegación de estas obligaciones en otras mujeres. Son abuelas, hermanas o amigas las que contribuyen a sostener la doble jornada, pero también las trabajadoras precarizadas que realizan tareas domésticas a cambio de un salario. Aquellas mujeres con menores niveles de educación formal, de sectores populares, racializadas y migrantes resultan quienes sostienen gran parte de estas cargas por retribuciones económicas que escasamente las sostienen a ellas y a sus familias.
En un mercado laboral que se encuentra segmentado sexual, social y racialmente los puestos más precarizados se reservan a las mujeres, particularmente a aquellas sobre las que pesan distintas desigualdades: mujeres empobrecidas, trans y travestis, migrantes, campesinas e indígenas son llamadas a cubrir las labores más penosas y peor remuneradas. Además, en los actuales contextos de ajuste, las brechas salariales, el desempleo, el subempleo y la precariedad se enfocan especialmente sobre nosotras, no sólo porque existe el prejuicio de que nuestros salarios son complementarios al interior de los hogares, sino también por la mayor tolerancia social al desempleo femenino. Como vemos, sobran los motivos para parar.
¡Si nuestras vidas no valen, produzcan y reproduzcan sin nosotras!
[ii] Hirata, H., & Kergoat, D. (2007). Novas configurações da divisão sexual do trabalho. Cadernos de Pesquisa, 37(132), 595-609.
[iii] Federici, S. (2018). El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo. Madrid: Traficantes de Sueños.
[iv] INDEC (2013) Encuesta sobre trabajo no remunerado y uso del tiempo, Buenos Aires, Argentina.
[v] Balbo, L. (1994). La doble presencia. En C. Borderías, C. Carrasco, & C. Alemany, Las mujeres y el trabajo. Rupturas conceptuales (págs. 503-514). Barcelona: Icaria.
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