Un ciclo, dos etapas

Martín Becerra es profesor e investigador de la UBA y del Conicet. Además de periodista, el doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona, opina sobre el escenario mediático en la Argentina.

Un ciclo, dos etapas

Prof. Martín Becerra - Foto: Web

Sociedad

Unidiversidad

Martín Becerra (ACTA)

Publicado el 09 DE MAYO DE 2013

En la política de medios e industrias culturales desplegada por el kirchnerismo entre 2003 y 2013 se distinguen dos etapas. Aunque hay ejes de continuidad en todo el ciclo, hay también diferencias sobresalientes entre las etapas.

El punto de ruptura se ubica tras la asunción de Cristina Fernández de Kirchner como presidenta, quien disolvió los buenos vínculos que su antecesor, Néstor Kirchner, cultivó con el Grupo Clarín durante el lapso 2003-2007.

Cuando Kirchner llegó a la presidencia en 2003, el sistema de medios había sufrido una importante transformación y modernización, pero estaba en quiebra. El sector se había concentrado en pocos grupos, nacionales y extranjeros, algunos de ellos asociados a capitales financieros; la concentración era de carácter conglomeral, es decir, que los grupos desbordaban en muchos casos su actividad inicial y se habían expandido a otros medios (multimedios) y también a otras áreas de la economía, lo que en varios mercados se traducía en actores dominantes; se había remozado tecnológicamente el parque productivo; la organización de los procesos de creación y edición había mutado por la tercerización de la producción de contenidos lo que, a su vez, había estimulado una dinámica base de productoras de diferente tamaño; se forjaron nuevos patrones estéticos tanto en la ficción televisiva como en los géneros periodísticos; había resucitado la industria cinematográfica por la Ley del Cine de 1994, y se había incrementado la centralización de la producción en Buenos Aires, algo que en su último gobierno Carlos Menem legalizó a través de la autorización para el funcionamiento de redes de radio y televisión.

Estructuralmente, la masificación de la televisión por cable de la década de 1990 cambió el mercado audiovisual, que es la principal forma de acceso a informaciones y entretenimientos. Señales de noticias, series y cine, deportes e infantiles se añadieron a la dieta comunicacional de los argentinos, en algunos casos a expensas de otros consumos. En lo económico, la TV por cable disputó a la TV abierta el cetro de la facturación, lo que atrajo la atención de grandes grupos.

La crisis de 2001 causó una importante retracción de los mercados pagos de industrias culturales (cayeron los abonos a la televisión por cable, la compra de diarios, revistas, libros y discos y las entradas de cine), redujo dramáticamente la inversión publicitaria y, en consecuencia, alteró todo el sistema. La televisión exhibió en sus pantallas envíos de bajo costo, talk-shows y envíos de formato periodístico.

Las empresas de medios, que en muchos casos habían contraído deudas en dólares en la década anterior, registraban ingresos menguantes y en pesos. Ello motivó al gobierno de Eduardo Duhalde para impulsar una ley aprobada luego en la gestión de Kirchner: la de Preservación de Bienes Culturales que, al establecer un tope del 30% de capital extranjero en las industrias culturales argentinas, impedía que acreedores externos reclamaran los activos de las empresas locales endeudadas como parte de pago y tuvieran que negociar quitas y planes de financiación del pasivo. La Ley de Bienes Culturales fue un salvataje estatal a las empresas de medios que impregnó, como lógica de intervención, la primera etapa del ciclo kirchnerista.

La renovación automática de las licencias televisivas más importantes de los dos principales grupos de medios, Clarín y Telefónica, en diciembre de 2004, y, sobre todo, la firma del Decreto 527 en 2005, mediante el cual Kirchner suspendió el cómputo de diez años para las licencias audiovisuales, constituyen indicadores explícitos (hay otros) de un Estado que socorrió a los magullados capitales de la comunicación. Mientras tanto, las organizaciones sin fines de lucro continuaban proscriptas del acceso a licencias audiovisuales, lo que contravenía el derecho a la comunicación.

El oficialismo justifica esa intervención en la débil legitimidad de origen del gobierno de Kirchner. La recomposición de la autoridad estatal a través de la designación de una Corte Suprema de Justicia independiente del gobierno, el impulso a los juicios por violaciones a los derechos humanos y la recuperación macroeconómica ampliaron el apoyo social y político al presidente. La justificación no basta, pues, para explicar que, tras las elecciones presidenciales de 2007, cuando Cristina Fernández fue electa con una diferencia de más de 20 puntos sobre sus adversarios, Kirchner autorizó en su último día de mandato la fusión entre Cablevisión y Multicanal (Grupo Clarín). El cable representa más del 75% de los ingresos del conglomerado conducido por Héctor Magnetto.

La presidencia de Kirchner respaldó la estructura de medios heredada, estimulando su estructura, en especial la concentración. Evitó habilitar el acceso a los medios por parte de sectores sociales no lucrativos, concibió un esquema de ayuda estatal a cambio de apoyo editorial, incentivó la mejora en la programación de Canal 7, creó la señal Encuentro. El sector se recompuso económicamente y experimentó una primavera exportadora de contenidos y formatos. A los periodistas les fastidiaba la desintermediación que Kirchner ejercitaba prescindiendo de conferencias de prensa y entrevistas, pero al no promover grandes cambios en el sector, convivió amablemente con los grandes grupos.

Cuando llevaba cuatro meses de mandato y en pleno inicio de la llamada “crisis del campo” de 2008, Cristina Fernández bosquejó una nueva política de comunicación cuyo denominador fue la ruptura con Clarín. A su vez, Clarín quebró lanzas a partir de una edición de la crisis sumamente agresiva con el Gobierno, lo que coronó un distanciamiento originado por negocios (ingreso al capital accionario de Telecom).

Si en 2008 el enfrentamiento fue verbal, a partir de 2009 pasó a la acción. Así, el Gobierno creó el programa Fútbol Para Todos y adoptó la norma japonesa-brasileña de televisión digital. En octubre de 2009 el Congreso sancionó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual tras un debate social inédito. Con ello, el Gobierno condujo la desarticulación del tabú que impedía hablar, en el espacio político, de los intereses de los medios y que alimentaba la ideología de la objetividad periodística. El siguiente paso fue cuestionar la sociedad entre el Estado, Clarín y La Nación en Papel Prensa, acusando a Magnetto de coparticipar con la Dictadura del delito de lesa humanidad en la desposesión de las acciones de los herederos de David Graiver (ex accionista mayoritario) en 1977.

El cambio en las políticas de comunicación es contemporáneo con la discusión instalada en varios países latinoamericanos sobre la regulación de los medios e industrias convergentes (telecomunicaciones, Internet). En el plano local, la derrota en las elecciones de medio término de 2009 precipitó, en este y en otros ámbitos, nuevos modos de intervención estatal. Desde entonces se incrementó la publicidad oficial con la que se premia a empresarios de medios afines y se castiga a díscolos. Es una lógica inherente a casi todo el arco político: gestiones disímiles como las de Mauricio Macri o Daniel Scioli replican el uso discrecional de recursos públicos con fines propagandísticos y se resisten a regularlo. Más recientemente, el Gobierno fue denunciado por presionar a anunciantes privados (supermercados y telefónicas –ambos actores concentrados con la venia gubernamental–) para que retiren sus anuncios de los diarios críticos al oficialismo.

El conflicto con Clarín marca el compás: desde fines de 2009 el Gobierno aplica en política de medios métodos excepcionales antes que adscriptos a la Ley Audiovisual. Varios indicadores lo demuestran: la resistencia a la plena integración del directorio de la autoridad de aplicación (Afsca) con las fuerzas de oposición (entre 2009 y 2011 la responsabilidad fue de la oposición, que evitó nominar directores de Afsca); el uso de los medios estatales para denostar posiciones no coincidentes con el oficialismo, lo que contradice su mandato de pluralismo; las señales otorgadas sin concurso en televisión digital; la falta de información respecto de quiénes son los licenciatarios y de información acerca de cuánta publicidad oficial reciben.

Además, lejos de concretar la entrega del 33% del espectro para actores sin fines de lucro, el 94% de los medios autorizados a funcionar tras la sanción de la ley son emisoras estatales. El Gobierno se excusa en la suspensión de algunos pocos (aunque centrales) artículos de la ley por parte de la Justicia, pero su atención al resto de la norma fue parca. Cuando quiso respetar la ley obtuvo magros resultados: el esfuerzo para fomentar la producción local de contenidos televisivos no suscitó, hasta ahora, el interés de las audiencias.

Por otra parte, el gobierno se resiste a cumplir el Decreto 1172/03 de Kirchner para garantizar el acceso a la información pública del Poder Ejecutivo, protagonizando litigios en los que defiende posiciones antitéticas de aquella medida (un caso emblemático es el del PAMI, en el que intervino la Corte Suprema en 2012).

En diez años, el ciclo kirchnerista promovió transformaciones sustanciales que conviven con una creciente convergencia tecnológica y con la mutación de hábitos de consumo cultural. Hay grupos privados en ascenso (como Vila-Manzano o Cristóbal López) y un Estado que emerge como emisor con potencia y como dinámico operador audiovisual, movimientos que representan novedades. Clarín, en cambio, ve acechado el dominio que ejerció durante décadas. El Gobierno y los grupos empresariales tradicionales pugnan por relaciones de fuerza distintas a las que expresó el campo mediático desde 1989 y hasta 2008.

La élite periodística recrea (con excepciones) la polarización a través de discursos endogámicos. En paralelo, las expectativas inclusivas alentadas por la ley audiovisual generaron un movimiento menos visible, pero de gran extensión territorial, de cooperativas, productoras pequeñas y medianas y actores sociales que no se resigna al archivo de los derechos por los que bregan desde antes de 2003.