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El escándalo de las elecciones mostró las entrañas de nuestros regímenes provinciales híbridos y, por lo mismo, contribuye a debilitarlos. Pero no olvidemos los menos visibles pero más hegemónicos regímenes que hoy dominan otros distritos.
Carlos Gervasoni para El Estadista
Publicado el 30 DE SEPTIEMBRE DE 2015
Tucumán no es Córdoba o Mendoza, pero tampoco Formosa o Santiago del Estero. En términos de régimen político, es claramente menos democrática que las primeras, pero no tan autoritaria como las segundas. El escándalo electoral de hace unas semanas hizo visible lo peor del oficialismo provincial. Pero que haya elecciones con algún viso de competitividad, miles de personas protestando en la calle y un límite a la reelección del gobernador, implica que –aún después de doce años de hegemonía política marcada por el nepotismo y el patrimonialismo– el exradical José Alperovich no alcanzó todos sus objetivos. Le faltó para igualar a Insfrán, los Rodríguez Saá o Kirchner, quienes como gobernadores aprobaron cláusulas de reelección indefinida en sus provincias y montaron sistemas tan hegemónicos que resultaba inimaginable que perdieran una elección (Gildo Insfrán las viene ganando desde 1995 con más del 70 % de los votos).
¿Por qué la evidente ambición hegemónica de Alperovich encuentra algún límite? En buena parte, porque Tucumán no es un estado subnacional rentístico en el mismo nivel que las mencionadas Formosa o Santiago del Estero, suerte de emiratos provinciales que en lugar de vivir del petróleo viven de las transferencias federales. En las provincias rentísticas, la economía y el Estado provincial son casi la misma cosa: el empleo es el empleo público, los ingresos de los medios son la pauta del Gobierno provincial y las ganancias de muchos empresarios provienen de los contratos gubernamentales. Tucumán tiene algo de esto, pero un Estado menos subsidiado desde Buenos Aires y un sector privado mayor y más autónomo.
La paradoja de que provincias pobres como Formosa puedan financiar tanto gasto público se resuelve vía transferencias federales: las que les corresponden legalmente gracias a nuestra irracional e injusta coparticipación federal, más otras que les han concedido discrecionalmente Néstor y Cristina Kirchner a cambio de apoyo político y legislativo.
Tucumán es menos favorecida por el federalismo fiscal que las provincias más pequeñas, y no goza de regalías (otra fuente de rentas) como Santa Cruz o Catamarca. Sí, en cambio, se ha beneficiado de las transferencias discrecionales y del sólido respaldo de los Kirchner. El régimen híbrido (“feudal”, dicen comentaristas no académicos) que tan claramente se reveló en estos días fue construido por Alperovich al calor del apoyo político y fiscal presidencial. Al igual que sus colegas Capitanich, Closs, Gioja y Das Neves (en sus años kirchneristas), el gobernador tucumano comprendió que en provincias algo (pero no muy) rentísticas, podía aspirarse a un dominio político y electoral si a los recursos del federalismo fiscal le sumaban un irrestricto alineamiento con los Kirchner. Así, Alperovich y sus colegas de Chaco, Misiones, San Juan y Chubut obtuvieron una o dos reelecciones con sorprendentes mayorías y dominaron la política de sus provincias por ocho o doce años. Pero no lograron empardar a Insfrán, que va por veinte y en octubre seguramente obtendrá cuatro más.
No es casual que desde 1983 Tucumán, Chaco, Chubut, Misiones y San Juan hayan tenido gobiernos de más de un color político y varias elecciones razonablemente competitivas (recordemos el triunfo de la Fuerza Republicana de Bussi en 1995 y su derrota en 1999). La rotación en el poder, en cambio, ha sido inexistente en Formosa, San Luis, Santiago del Estero y Santa Cruz (además de Jujuy, Neuquén, La Pampa y La Rioja). Hoy vemos una intensa competencia política en Tucumán (y una bastante competitiva elección provincial, especialmente si descontamos los efectos del fraude), pero es poco probable que veamos lo mismo en Formosa.
Claro, la agencia también cuenta. Allí donde Gioja o Closs fueron sobrios o simplemente discretos, Alperovich demostró hibris. Nombró familiares en todas partes, elevó a su esposa a una notoriedad que le jugó en contra cuando abrió la boca (por ejemplo para llamar “vago de miércoles” y “pedazo de animal” a un inundado que la increpó), defendió públicamente a su hijo Gabriel, investigado por el asesinato de la joven Paulina Lebbos, paseó en camello por Oriente Medio y restringió la venta en Tucumán de un libro que lo criticaba (El Zar Tucumano, de Nicolás Balinotti y José Sbrocco).
El escándalo de Tucumán muestra las entrañas de nuestros regímenes provinciales híbridos y, por lo mismo, contribuye a debilitarlos. Pero en algún sentido, Tucumán es como las imágenes de los refugiados que en estos días llegan desde Europa: nos preocupan porque sus sufrimientos aparecen todos los días en los medios, al tiempo que distraen nuestra atención de sufrimientos peores y más masivos que viven los millones de desplazados que aún permanecen en sus violentos países. Miremos, critiquemos y mejoremos la política tucumana, y aprovechemos la coyuntura para denunciar y desmontar los abusos del régimen de Alperovich. Pero no olvidemos los menos visibles pero más hegemónicos regímenes que hoy dominan provincias como Formosa, La Rioja, San Luis, Santa Cruz y Santiago del Estero, donde el fraude y la represión pueden ni siquiera ser necesarios.
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