En noviembre, la canasta básica alimentaria registró una suba del 143% interanual
17 DE DICIEMBRE DE 2024
Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.
Encuentro de Milei con Trump. Foto: www.argentina.gob.ar
El triunfo de Trump reactualiza las preguntas que el campo progresista se plantea en todo el mundo, y de modo muy insistente en la Argentina que preside Milei. ¿Cómo puede tanta gente apoyar a la derecha extrema? ¿Cómo pueden votar muchos –esto es lo que se alega confusamente– en contra de sus propios intereses?
Los afrodescendientes votaron masivamente a favor de Harris: no cabe decir a brocha gorda cosas que los datos refutan. Pero sí es cierto que muchos latinos votaron por Trump. Algunos dicen: “Es que no quieren que lleguen nuevos latinos a competir con ellos”. Es cierto. Pero no es solo por ese mezquino interés: también es por creer que Trump representa algo mejor que los buenos propósitos, las buenas formas, los buenos modales hacia los inmigrantes que se operan desde los demócratas, e incluso desde el progresismo en general. Y que poco se trasuntan en políticas efectivas.
Nadie vota contra los que cree que son sus intereses. Puede votarse en contra de los propios “intereses objetivos”, como muchos podemos interpretar. Pero quien votó a Trump o a Milei no lo hizo a ciegas ni desavisado: lo hizo porque creyó que esa ha sido su mejor opción.
¿Y por qué lo creyó? Porque hoy la extrema derecha es lo “antisistema”, y gran parte de la izquierda aparece como el sistema, como el statu quo. Esa extrema derecha hasta hace poco era, efectivamente, ajena al sistema democrático. Hoy está dentro de él para llegar al gobierno, no porque crea en las instituciones de la democracia. De hecho, las petardea desde dentro con ataques a periodistas, faltas a las garantías personales e insultos permanentes a los opositores.
¿Por qué votar todo eso? Porque lo “políticamente correcto” fracasó. Porque, en nombre de los derechos y garantías, en Argentina no se diseñó durante el peronismo una suficiente política de seguridad. Porque, en la defensa de las minorías, por momentos se entró en colisión con los valores de las mayorías. Porque, de tanto remediar la falta de trabajo con planes, pareció que se abandonaba el valor del trabajo mismo. Porque, por ayudar a los más desventajados, se dejó de advertir que hay que reconocer a los más destacados.
Por supuesto que todo esto se hizo con matices, por necesidad o por compensación de malas situaciones previas. Es fácil hablar con el diario del lunes, pero se trata ahora de advertir cómo lo ve la población: ellos sienten que el sistema de representación no los tiene en cuenta. Y, como dijo Sanders, si el Partido Demócrata de EE.UU. abandonó al pueblo, no puede sorprender que el pueblo haya abandonado al Partido Demócrata. No basta con hablar de los derechos de los de abajo: hay que escucharlos, hay que ver cuál es su opinión, que no siempre coincide con nuestras ilustradas expectativas emancipatorias.
Tan absurdo es lo que ha venido a representar la izquierda que un gobierno progresista como el de España participa entusiastamente de la guerra de la OTAN contra Rusia en vez de resguardar los intereses específicos de Europa, ligados a la recepción del gas y del petróleo del país eslavo. ¿Quiénes proponen la paz en Ucrania? Orban y –del otro lado del Atlántico– Trump. La belicosa derecha busca la paz, mientras el progresismo y la democracia de Bruselas proponen la guerra. ¿Es raro que haya quienes prefieran la paz a la guerra?
El trumpismo les devuelve a los estadounidenses el orgullo nacional herido por la gradual caída económica frente a China. Difícil que resulte eficaz el tardío esfuerzo proteccionista de esta nueva derecha, pero su discurso sí da en el resentimiento de los votantes, esos que quieren que los fondos de contribuyentes queden dentro del país, que no haya más dilapidarse fuera del territorio.
Trump, un millonario enriquecido con el sistema, finge ser su adversario y lo logra. Logra que los resentidos por los privilegios de los burócratas de la costa Este sientan que son escuchados: una ilusión para granjeros y oscuros agricultores. Un sitio discursivo para los muchos que llevan años y años sin mejorar sus condiciones, y sueñan con que hay alguien “antisistema” que las promueve.
El caso argentino nos es familiar. Tras muchos años en los que la desocupación viene siendo débilmente compensada con ayuda social, campea cansancio de los planes (imprescindibles, por cierto, mientras no haya empleo que los reemplace). Hay demasiado trabajo informal y demasiado no/trabajo: no es raro que los expulsados a ese infierno de la exclusión social crean que los que tienen derechos asignados son “privilegiados", son “la casta”. Ellos no tienen jubilación, ni aguinaldo ni obra social. Los derechos no los atañen. Todo el lenguaje de derechos les resulta irrisorio, cuando no rechazable: ellos poco pueden obtener de la salud pública, poco también de la educación (en el plano del ascenso y de la movilidad social). Y ven con envidia y rabia a los trabajadores estatales, a los que es fácil estigmatizar con el estereotipo de Gasalla.
El resentimiento es la base motivacional de estas posturas de derecha: la izquierda sigue sin comprender que ese es un motor político excepcional. Y la democracia, de las instituciones, de las formalidades, del buen decir, son atropelladas y vituperadas por lo antisistema: la población no sólo no rechaza los insultos presidenciales, sino que en muchos casos los aplaude. Los toma por “gestos de sinceridad” contra a la hipocresía que a la que adscriben las modalidades discursivas indirectas tan propias de los políticos.
La perplejidad continúa en el progresismo: es como si un animal de especie desconocida se hubiera instalado en el cuarto y no se supiera si pica, muerde o salta. Si es venenoso o no. A ocho años del primer triunfo de Trump, a más de cinco del de Bolsonaro, todavía nos sorprende lo ya varias veces repetido. La academia camina lento frente a las urgencias.
La caída de representación de la democracia como efecto de la crisis capitalista llegó para quedarse. La nueva derecha, mientras aparezca como única alternativa antisistema ante esa crisis, también seguirá por rato largo. En Argentina, esa derecha abarca menos de lo que suele pensarse: no llega al 50 %, su capacidad de despliegue callejero es casi nula, y sus trolls huyen cada vez que alguien los confronta cuerpo a cuerpo. Hay resistencia en las calles: sindical, universitaria, de jubilados. No estamos ante una sinfonía gubernista. De todos modos, hay que decodificar la melodía de la ultraderecha y aprender a obrar en consecuencia. Si las alternativas a Milei siguen con las viejas recetas y consignas, con los repetidos estilos, personajes y repertorios, las elecciones de medio término pueden ser una pésima sorpresa. Y el futuro posterior, un abismo insondable.
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