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La tercera edición del Lollapalooza Chile, que ostentó una grilla “para el infarto” de melómanos, consolida a Latinoamérica como una plaza digna de recibir festivales de primera línea. Sobredosis de placer.
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Lollapalooza: “Algo inusual y extraordinario”. El altisonante término con que el estadounidense Perry Farrell bautizó al festival itinerante nacido en 1991 cobró máximo vigor el fin de semana en su última edición en Santiago de Chile, que fue vista, entre sábado y domingo, nada menos que por 130 mil filorrockeros, en su mayoría latinoamericanos.
Con la resistencia psicodélica y potente de Queens of the Stone Age (el primer día) y el minimalismo vintage de The Black Keys (el segundo) a la cabeza, por el festival pasaron 60 agrupaciones de Latinoamérica y más allá, que exhibieron cientos de las múltiples aristas musicales de la era. Hubo rock, contundente y para todos los gustos –claro, es el plato estrella del festival de sello noventoso–; electrónica de disímil manufactura –concentrada en el único escenario cerrado, que este año llevó por auspiciante, ergo, por nombre, Movistar Arena–, reggae y hasta un escenario para niños, el Kidzapalooza, pensado para los padres que no renuncian a su alma recitalera.
Pearl Jam y un toque hiperconvocante, que incluyó como invitados a Josh Homme de QOTSA –que antes también recibió en su escenario a Eddie Vedder– y al propio mentor Farrell; Hot Chip, The Hives, Franz Ferdinand, A Perfect Circle –tildados de “decepcionantes” por parte de varios periodistas locales por tocar “de memoria”– y el experimento disonante Tomahawk, liderado por el genial Mike Patton, engrosaron el imponente line up, que dejó a la no menos abultada audiencia hastiada de placer.
Un auténtico, excéntrico y diverso muestrario artístico, del lado de las 60 bandas que ofrecieron los shows, y sociológico, desde quienes los disfrutaron, se desplegó sobre el Parque O’Higgins. Y hay que decirlo: el público, sintonizado con el sol que encendió a tope la tercera edición del festival en el país trasandino –que fue mitigado por la organización con agua helada y espacios de descanso a la sombrita–, dejó anonadada con su calidez a cuanta banda primermundista se posó sobre alguno de los seis escenarios que ostentó el festival, al punto de que el comentario se convirtió en el cliché de las coberturas periodísticas.
A fuerza de una logística casi impoluta, una grilla que deja sin respiro a melómanos de todos los colores – y edades– y un espíritu que amplía las fronteras de la base grunge que signó sus inicios e incluso de la cultura rock, Lollapalooza Chile se reafirma hoy como una experiencia colectiva digna que llena el alma.
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