Setiembre
Cada año se renueva para mí la misma sensación cuando llega setiembre.
Mi hija Julia Agustina nació en setiembre, y otros hechos más me
llevaron a considerar este espacio del año como algo especial.
Por eso mismo yo quería que, al nacer mi otra hija, se llamara así,
pero las autoridades del Registro Civil planteaban algunas objeciones, y
por otra parte Miguel Rep había utilizado ese nombre para uno de los
mellizos bebés personajes de su tira diaria en la contratapa de
Página/12. Es así que Paula en lugar de llevar Setiembre como segundo
nombre, recibió el más breve y personal homenaje de llamarse Avril.
Setiembre es el mes de la primavera en el Sur, dato que
sirve más a los meteorólogos, a los románticos y a los bucólicos que a
mí.
Para mí setiembre es otra cosa.
En primer lugar, lo
escribo así, sin la tan sonora letra “pe”, que tantas dificultades me
trae a la hora de pronunciarla, y por otra parte me parece que queda más
elegante así nomás: setiembre.
Para mí también se relaciona con el mes de Chile y su historia y nuestra historia.
Los
11 de setiembre son días tristes para los chilenos, que veían la muerte
en su país desde una imagen tan vista pero que no deja de sorprenderme:
el humo sobre el palacio de La Moneda. Y la muerte de ese hombre
democrático que pacífica y legalmente había ganado su lugar en la
presidencia: Salvador Allende.
Eso es el 11 de setiembre. Y yo que quiero profundamente a los
chilenos, aunque a algunos no les guste, pienso en tantos amigos y
amigas que no alcanzarían todas estas páginas para nombrarlos. Gente
solidaria, gente de trabajo, gente culta, gente honesta, divertida, que
habla tan bonito.
Y pienso también en los que tienen que venir a nuestro país a
atenderse en nuestros hospitales de algunas dolencias o de parto, en los
que vienen a estudiar a nuestras universidades porque en su propio país
no es posible para algunos varios.
A lo mejor, digo, es lo que tenemos que hacer para entendernos, para aprender su cultura, para sacar lo mejor de ellos.
A
lo mejor es convidarles un poco de nuestra medicina, algunos remedios,
un espacio en las aulas, un poco de nuestro conocimiento.
A lo mejor es la forma con la que podemos demostrar la solidaridad
con las marchas estudiantiles en las calles, con madres y padres y
hermanos pidiendo por una educación gratuita y de calidad en ese país.
Y abrir los brazos a quienes vienen a estudiar con nosotros hasta que puedan arrebatarle ese derecho a su propia democracia.
Y tal vez allí nos inviten a aprender algunas cosas juntos.
¿O
no es acaso que los chilenos son modelos, como les gusta plantear a
algunos políticos en campaña y a algunos economistas entre ilusiones
especulativas?
Yo quiero setiembre por eso, por mi amigo Juan con el que trabajo
desde hace años, que extraña su país pero sufre con la camiseta de
Argentina en los partidos de fútbol.
Que extraña su pueblo y
recuerda con lágrimas cuando pasaba películas por las escuelas del sur,
junto a su padre, para llevar algo de dinero a la casa, mostrando el
cine hasta en la última islita del mapa alargado.
Eso es setiembre.
Y también hay otros setiembre.
Cuando cayeron las Torres Gemelas y el mundo cambió para siempre.
Hace diez años.
Y el mundo cambió para siempre. Ya los rascacielos no significarán lo mismo.
Ya la ciudad más misteriosa y atractiva por la diversidad de su gente, no será la misma.
Las caras de los paseantes no serán las mismas y nuestros sueños tampoco.
Setiembre es un mes distinto para mi.
Como casi ninguno.
Por estos y otros motivos personales que prefiero no contar.
Setiembre
también es un mes alegre, con sus calores, con el cambio paulatino de
estación, con las ropas más livianas, con los colores más vivos, con su
perfume a retamas, con los novios a los besos por las plazas y en las
paradas de colectivos.
Con la fiesta de la independencia de nuestros vecinos que vienen a llenar plazas y a comer y tomar rico.
Y con el recuerdo de los que no están y con la alegría de haberlos conocido.