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A los 94 años murió Isabel de Marinis, una referente en la lucha por la condena a los represores y asesinos de la dictadura genocida. Su hija Lidia desapareció en junio de 1976. Su testimonio fue uno de los más importantes en el juicio llevado a cabo el año pasado.
Alguien puede decir que la muerte nunca llega en el momento oportuno. Quizá otro deje entrever que nadie se muere antes de lo previsto.
Isabel ahora sabe que no es así. Seguro que no era el momento oportuno, porque no es oportuno que alguien se muera, y menos cuando a los 94 años todavía tenía mucho para enseñar.
Ejemplo de militancia, de compromiso, de perseverancia, Isabel de Marinis nunca dejó de buscar a su hija Lidia, secuestrada el 4 de junio de 1976. Recorrió incansable, como tantas otras, pasillos y oficinas pobladas de los esbirros de turno que se burlaban de su búsqueda.
“Esta señora viene a buscar a su hija que quién sabe dónde se habrá ido a bailar”, “esta señora viene a buscar a su hija como si nosotros supiéramos dónde se van las hijas”, eran algunas de las respuestas. Inclusive se topó frente a frente con el asesino Tamer Yapur, que le aseguró que “a lo mejor a su hija se la llevaron para Córdoba”.
Esa noche “golpearon la puerta con mucha fuerza y antes de que mi marido abriera, ellos entraron, nos llevaron a la cama, nos ataron, nos vendaron, golpearon a uno de mis hijos, mientras que insultaban y golpeaban a mi hija (…) Se la llevaron en camisón, solo la dejaron ponerse los zapatos”, recordó.
“Yo pude desatarme y vi por la ventana que la metían en un auto. Los insultaba con todas las fuerzas de mi corazón pero fue inútil”, fueron algunas de sus palabras al presentarse a declarar a los 92 años frente los jueces, contando quién fue su hija, reclamándoles a los represores que le digan dónde está su cuerpo, mirándolos a la cara, señalándolos como cobardes y pidiendo que se haga justicia.
Un día después del secuestro sonó el teléfono en el trabajo del padre de Lidia. Una voz extraña sólo le dijo que Lidia pedía que recordaran las vacunas para su hijo. Esa fue la última vez que se supo algo de la joven. Nunca nadie la vio en los centros de tortura. “Por conversaciones que tuve parece que la mataron rápidamente. Ojalá haya sido así, pobre hija mía”, expresó a pocas horas de conocerse la primer condena a represores en Mendoza.
Siempre estuvo allí. Durante todas las jornadas del largo primer juicio por delitos de lesa humanidad realizado en la capital de Mendoza, estuvo en la Sala. Llegaba a paso lento, con su bastón y el peso de 34 años de lucha en las espaldas. Algunos dirán que no pudo ver como se hacía justicia, porque en la mitad del juicio que se llevaba por la desaparición de Lidia, Tamer Yapur, el asesino, el que se había burlado de su búsqueda, fue declarado inimputable por demencia senil.
Eso no le importó. Su hija ya no era sólo su hija y ella no era sólo la madre de Lidia. En ese momento supo que era la madre de cientos de mendocinos y de miles de argentinos. Que a muchos jóvenes les había pasado lo mismo y que esos asesinos sentados en el banquillo eran los asesinos de todos sus hijos, incluida Lidia, y verlos condenados a cárcel común, era también obtener justica para ella.
“He tratado de ser fuerte y llegar hasta acá, tengo 92 años, no me quedan muchos más por vivir, pero creo que me voy a ir con la satisfacción que se haya hecho justicia”, aseguró en declaraciones poco después de conocida la sentencia a los asesinos.
Isabel de Marinis no murió antes de lo previsto. Inclusive pudo festejar junto a sus familiares su cumpleaños número 94, y para sus adentros brindar por la tranquilidad de saber que después de tanto tiempo, podía estar tranquila porque su búsqueda incansable de justicia había tenido algún resultado.
La vida, esa vida que le arrebató a su hija con sólo 26 años, esa vida que la empujó a una búsqueda que muchas veces parecía perdida, le concedió la posibilidad de ver a los asesinos en prisión.
Quizá estaba previsto que así fuera.
Gracias Isabel por tanto ejemplo de lucha.
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