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La mandataria brasileña, de un explosivo carácter, vivirá ahora exiliada en su propio palacio.
Foto publicada por ibtimes.co.uk
Unidiversidad / Antonio Jiménez Barca para El País de España
Publicado el 12 DE MAYO DE 2016
Hubo un último mitin, un último acto: el martes 10, un día antes de ser apartada de la presidencia, Dilma Rousseff acudió a una convención de políticas de mujeres en Brasilia. Allí, frente a cientos de mujeres llegadas de todos los rincones de este país inmenso, la aún jefa del Estado apareció sonriente aunque con aspecto cansado, en medio de una imponente ovación de apoyo. Las personas asistentes alzaron sus móviles para tener y guardar una fotografía de la aún presidenta mientras gritaban con toda su alma: "Dilma, guerreira, da patria brasileira".
Ella se levantó y comenzó a hablar: "No podría estar en ningún sitio mejor. Os diré que mi mandato no termina hasta el 30 de diciembre de 2018. Hasta ese día voy a luchar. No estoy cansada de luchar. Sólo estoy cansada de los traidores y de los desleales".
Hace unos meses, cuando el impeachment era una amenaza aún borrosa, muchos especialistas políticos aseguraban que en caso de que Rousseff fuera apartada del poder, ésta renunciaría, más pronto o más tarde, harta de sentirse derrotada. Hoy pocos dudan de que llegará hasta el final del juicio político, de que permanecerá los 180 días exiliada en su propio palacio con la intención última de regresar, con la certidumbre de que va a regresar. Es cuestión de carácter. Lo explicó un asesor cercano hace meses: "Dilma Rousseff se crece con la presión. Cuanto más la presionan, más tranquila y centrada se siente". Y añadió: "Es una cuestión de carácter".
Una tarde de abril de 2009, en Belo Horizonte (Minas Gerais), Rousseff, después de que un médico le avisase por teléfono de que padecía un cáncer –curable, pero cáncer–, se quedó mirando a su secretario y con una perfecta calma le dijo: "La vida no es fácil. Nunca lo ha sido".
Procede de una buena familia de Belo Horizonte. La recuerdan como una niña seria, estudiosa, tenaz y memoriosa. A los veinte años se unió a la formación clandestina de extrema izquierda Política Obrera. Fue entrenada para disparar y montar bombas. La temible policía brasileña de la dictadura la detuvo y torturó durante veinte días. Recibió tantos golpes en la cara que se le desencajó la mandíbula. Pero no reveló nunca la dirección de la casa que compartía con su compañera Celeste. Jamás habló. Se mantuvo firme. Hay una ficha de la Delegación de la Policía referente a esta detención. En ella aparece Rousseff, joven, con el pelo rizado, con gafas de pasta de miope, sosteniendo el número de su filiación. En uno de los apartados dice: "No está arrepentida". La vida no es fácil.
Pero esa misma personalidad férrea y ese carácter irreductible, terco, recto y poco dado a la improvisación ha sido determinante, tanto como la crisis económica o su creciente falta de popularidad, en el desarrollo del impeachment que hoy la aparta del poder, según varios expertos. "Ella es rigorista, no se sale del guión preciso, es una tecnócrata, no una política, se encierra en el Palacio, entre informes, no le gusta mucho el contacto con los diputados o los representantes de los movimientos sociales, y eso ha sido determinante para que al final el Congreso le dé la espalda", asegura el especialista político brasileño Ruda Ricci.
En la política brasileña, con casi treinta partidos diferentes en los que las ideologías se confunden muchas veces, formar una coalición estable de Gobierno es un puro ejercicio de malabarismo y de mano izquierda. Hay que saber dar, recibir, halagar y transigir. El predecesor en el cargo de Rousseff, su mentor y la persona que la eligió, Luiz Inácio Lula da Silva, sabía hacerlo mejor: fue un negociador hábil, capaz de encantar a la vez a sus seguidores y a los contrarios.
Le gusta leer, al contrario que a su mentor Lula, que no es muy amigo de los libros. Pero a diferencia de él, carece de carisma, se traba al hablar y se hace muchas veces líos con las palabras y con las cifras al hablar en público. En Brasil aseguran que existe el Dilmês, un lenguaje propio de la Presidenta que es difícil entender por el resto de la población.
Durante su segundo mandato, Brasil se ha hundido en la peor crisis económica de su historia moderna, la inflación ha vuelto a ser un problema para el país, el desempleo ha escalado hasta casi llegar al 10 % y las agencias de riesgo han rebajado su calificación a la de bono basura. Ella admite pocos errores y culpa, sobre todo, a las distintas circunstancias económicas mundiales para explicar el descalabro. No le gusta que la corrijan, ni que le digan que no tiene razón, ni que no se hagan las cosas a su modo. Las personas que trabajan para ella le temen por su irascibilidad: es capaz de arrojar una computadora de un colaborador contra la pared si no encuentra en él la respuesta exigida.
Enjuiciada por un Congreso y un Senado poblado de parlamentarios acusados de corrupción (más del 60 % de los diputados y senadores tienen cuentas pendientes con la Justicia), a Rousseff y a su familia nadie le ha encontrado nada turbio. En un país en el que el robo de las cuentas públicas es una costumbre tan extendida como la samba, la antigua guerrillera no se ha embolsado un real, que se sepa. Aunque los críticos recuerdan que fue ministra de Minas y Energía y presidenta del Consejo de Administración de Petrobras en los años en que se expolió a la petrolera a base de sobornos y que, o bien hizo la vista gorda, o bien no se enteró de nada.
Ahora vivirá una vida extraña, confinada en su propio palacio, sin acceso a su despacho ni a sus funciones de Presidenta, obligada a ver cómo su antiguo aliado y ahora su enemigo, Michel Temer, ejerce de presidente y ocupa sus oficinas. No va a ser fácil. Nunca lo fue.
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