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21 DE NOVIEMBRE DE 2024
El autor reflexiona sobre el peso de la heteronormatividad en la construcción la identidades de género, las intervenciones médicas de asignación sexual y las relaciones sexo-afectivas.
Durante un largo –larguísimo– período en la historia de occidente, parecía que había una triangulación unívoca en la sexualidad del ser humano. Si eras mujer tenías que ser femenina y heterosexual; si eras hombre, tu camino eran la heterosexualidad y el comportamiento masculino; pero estos conceptos que pareciera dan cuenta de lo natural y de lo normal han sido embestidos por otras formas de relacionarnos con nuestros pares y con nosotros mismos. Entonces, nos vamos dando cuenta de que el ser mujer no implica ser heterosexual ni femenina, y que un hombre no tiene que ser masculino ni heterosexual, porque estas combinaciones mujer-heterosexual-masculina, mujer-femenina-homosexual, hombre-masculino-homosexual, hombre-femenino-heterosexual, entre otras, han ido cuestionando esto que se nos muestra o impone como normal y/o natural. Lo masculino y lo femenino no son exclusivos de un sexo u otro, son características del ser humano.
Pero es justamente en este punto de lo normal y lo natural donde hay que poner atención, cuestionar esas reglas, ideas o conceptos que se nos presentan como ya dados, y que tendríamos que –según ciertas miradas– seguir al pie de la letra. Es entonces cuando nos preguntamos sobre el papel que jugamos en la sociedad y la forma en la que queremos –o no– llevar nuestra vida, muchas veces partiendo de una heteronormatividad que no nos da herramientas para pensar de otra forma nuestra identidad.
La heteronormatividad en palabras de Beatriz Gimeno (2004) es un término que “oculta de manera casi perfecta el armazón ideológico sobre el que se construye; cuanto menos evidentes sean los andamios sobre lo que se levanta cualquier construcción ideológica, más natural nos parece y, por tanto, más difícil nos resulta enfrentarnos a ella. El objetivo de esta construcción ideológica tiene como fin mantener un sistema de sometimiento de las mujeres, las lesbianas, los gays, las razas no blancas, las clases sociales, etc.; es, precisamente, parecer natural”.
Nos parecen naturales y/o normales el matrimonio, la monogamia, la rigidez identitaria al asumirnos como heterosexuales, homosexuales o bisexuales; el que los hombres deban de ser el sustento de la casa, así como la parte fuerte y elemental de la familia o la pareja; que las mujeres hagan las labores domésticas, que sean el lado emocional y comprensivo de la relación, o que su realización máxima sea la de ser madres; pero ¿es esto cierto? ¿Hasta dónde realmente funcionan todas estas categorías y formas de relacionarnos con los demás que han colonizado todas las esferas de nuestra vida? Lo natural o normal no existe, y estas categorías devienen en norma, concepto acunado por Judith Butler (2004): “Una norma no es lo mismo que una regla, y tampoco lo mismo que una ley. Una norma opera dentro de las prácticas sociales como el estándar implícito de la normalización (…) Las normas pueden ser explícitas; sin embargo, cuando funcionan como el principio normalizador de la práctica social, a menudo permanecen implícitas y son difíciles de leer".
Estas normas intervienen en todas las prácticas sociales y culturales de nuestras vidas, pero también, al darnos cuenta de lo que nos atraviesa como individuos, estaríamos teniendo una agencia que es la que nos permitirá visibilizar estas normas estructurantes de nuestra vida social, ya que a partir de la cultura y la estructura es como podemos explicar y encontrar respuestas a esta normalización de nuestras ideas, nuestros cuerpos, sexualidades, identidades.
No somos únicamente una esfera de nuestras vidas. Por ejemplo, la biología nos resuelve ciertos cuestionamientos, pero tampoco determina nuestra relación con los demás, ni la forma en la que abordamos nuestra vida o el devenir de nuestra identidad como seres humanos. Es entonces cuando hay otros campos como el amor, lo social, las prácticas sexuales, lo psicológico y lo político que se muestran como otros constituyentes de nuestra identidad, reafirman poco a poco las diferencias que hemos ido constituyendo en nuestra historia, siendo un elemento esencial la reivindicación de la diferencia como eje de una equidad en lo que también a derechos humanos y ciudadanos concierne.
Estamos de acuerdo en que es la esfera política y legal la que debería de garantizar esos derechos, pero nosotros también tenemos responsabilidades en la vida cotidiana, que es donde también se establecen jerarquías, prejuicios, paradigmas y estructuras que llevamos al trabajo, a la escuela; vamos, que somos testigos de cómo se van constituyendo ciertas prácticas de respeto, de amor, de igualdad, equidad, pero también prácticas de intolerancia, de odio, de desigualdad y discriminación. Es por eso que –de nuevo– hay que poner atención en lo que se nos presenta como natural y/o normal.
Debemos tener una postura frente a lo que nos concierne como personas y ciudadanos: que la sexualidad es un acto político; esto, entendido no como lo partidista, sino como esas prácticas que se llevan a cabo desde la cotidianidad y que tienen que ver con la forma en la que nos posicionamos en el mundo. Pareciera que en México, esencialmente habiéndose aprobado los matrimonios entre personas del mismo sexo, se resuelve una serie de deficiencias en el ámbito jurídico pero no es así. La lucha por darle una continuidad a nuestros derechos es larga, pues en todo el país aún no se pueden garantizar los derechos y beneficios del cónyuge, no nos garantizan la eliminación de los actos discriminatorios en todas las esferas de lo social, y el negar nuestra condición como seres humanos diferentes y distintos nos lleva a estancarnos en un discurso pobre, un discurso mentiroso, excluyente y que no nos hace pensar en la amplitud de la sexualidad humana, en la potenciación de nuestras identidades y, mucho menos, en la autorrealización amorosa, amistosa y sexual con nosotros mismos y con los demás.
Nos acercaremos a más realidades cuando pensemos en la pluralidad de mundos y construyamos relaciones sexo-afectivas basadas en equidad, comprensión y respeto, en las que la violencia tenga la menor cabida posible y el Otro no nos parezca ajeno, amenazador.
Desestabilizando el esquema binario
Javier Flores, en el libro Homofobia. El laberinto de la ignorancia, cuestiona la forma en la que se han construido determinadas identidades, la manera en la que concebimos nuestro cuerpo y nuestras prácticas sexuales; a su vez, propone plantear otras categorías que pudieran explicar de forma más convincente la amplia gama de combinaciones sexuales que se producen en los seres humanos, para abarcar tanto los datos surgidos de la investigación biomédica como los provenientes de las áreas sociales y psicológicas.
Flores nos acerca a las evidencias de que no hay hombres absolutos ni mujeres absolutas; esto, hablándonos desde la biología, ya que creemos que los órganos sexuales visibles o externos son lo que más importa y se les da una relevancia que los sobrevalora frente a otras características físicas; sin embargo, una parte es lo que podemos apreciar a simple vista y que no constituye determinantemente lo que es un hombre y una mujer, y por otra, la construcción de un género que deviene a lo largo de nuestra vida. No podemos negar la biología o la genética, pero eso no nos determina.
Los estudios de los que nos habla Steinach, por ejemplo, se abordan desde una sexualidad humana más amplia, que biológicamente no somos tan diferentes como nos lo han planteado y que los órganos sexuales externos no determinan lo que significa ser un hombre o una mujer, mucho menos una orientación sexual o una identidad de género, y lo más importante es que podemos ver rasgos de lo femenino y masculino en ambos sexos, por un lado como construcciones culturales, pero también como un abordaje desde la biología o la genética.
Un ejemplo reduccionista es la reasignación de sexo a través de la intervención quirúrgica, misma que tiene varias fisuras y sesgos; la principal es que, años más tarde después de haber intervenido quirúrgicamente, estas personas comenzaron a identificarse con su sexo-género contrario al asignado. En la última investigación de John/Joan, Diamond y Sigmunds observaron que en más de la mitad de los casos estudiados de infantes intersexuales, estas personas transitaron a varones a pesar de haber sido criados y sometidos a cirugías de asignación del sexo femenino. Esto prueba y reafirma que la concepción de la sexualidad humana no es únicamente binaria sino también sesgada. Esto implica que se le niegue a las personas –sobre todo intersexuales– una amplia y rica gama de posibilidades de realización personal.
La idea de una sexualidad continuada requiere pensar los fenómenos de la realidad fuera de la lógica de la dicotomía: orden o desorden, real o verdadero, hombre o mujer, normal o anormal/ambiguo. Por el contrario, debe estudiarse la complejidad que se establece en los procesos, tomando “proceso” aquí como una serie de hechos que llevan a otra serie de acontecimientos, y así sucesivamente. Es como si no existiera ni comienzo ni fin, pero sí un continuum. Bajo esta mirada, el objetivo consiste en desarrollar la habilidad para pensar fuera de la simplicidad y el reduccionismo que genera la lógica binaria.
Este continuum también se relaciona con la concepción de identidad que tiene Butler, misma a la que se refiere como un proceso inacabado, movible y con distintas tensiones a lo largo de nuestras vidas, en el que, si bien nos podemos identificar con una determinada orientación sexual o identidad de género, esta muchísimas veces no es tan rígida, es por eso que en determinados momentos de nuestra vida nos sentimos atraídas o atraídos por personas de nuestro mismo sexo, o del sexo opuesto. Ya nos había advertido Simone de Beauvoir hace unas décadas: “La heterosexualidad es igual de limitada que la homosexualidad”.
Si el discurso médico es importante en general para la condición humana, en la identidad transexual e intersexual se agudiza y toma preponderancia, no tanto como una solución ante estas identidades no hegemónicas, sino como una herramienta más para regular, violentar y normalizar los cuerpos. Sigue habiendo un gran esfuerzo por negar voz o agencia a quienes tendrían por antonomasia las decisiones, no sobre lo que son, sino sobre quiénes son pero, sobre todo, se le sigue negando voz a la infancia, a quienes desde temprana edad se les veda de cualquier decisión sobre ellxs mismxs. Esto representa no sólo un sesgo metodológico para el encasillamiento como niñas, niños, pubertos, jóvenes, adolescentes, etc., sino también por las contradicciones, paradojas, ironías y disensos que se generan en las personas ante un proceso post quirúrgico.
Las categorías y conceptos con las que referimos al mundo son también con las que nos pensamos a nosotros mismos y a nuestras relaciones con los demás. Es preciso ampliar la idea no solamente de hombre o mujer, sino también en la forma de construir parejas, de entablar prácticas sexuales, de reconocer afectos y motivos; esto, desde los límites también de cualquier violencia; no quiero decir que nos solucione todo, pero considerar alternativas puede que sea un paso a consolidar individual y colectivamente prácticas menos instauradas en un poder instrumental y normativo.
No estamos exentos de categorizar o encasillar identidades, pero si reconocemos que somos objeto y sujetos de violencia, de amor, de estudio y autorrealización, comenzaremos a pensar nuestras prácticas como un camino paralelo entre la vida íntima y social, sus repercusiones en nuestros círculos más cercanos y con los que erróneamente consideramos como ajenos; insisto, esto, como un primer paso para la apertura y consideración sobre otras identidades o cuerpos, así como la socialización y prácticas sexo-afectivas.
Bibliografía:
Sitios web:
Fuente: Hysteria
sexualidad, intersexualidad, transgeneridad,
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