Para la nueva jueza de la Suprema Corte, la paridad tiene que existir en las actividades pública y privada
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23 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Roberto Follari, doctor en Psicología, epistemólogo y docente de la UNCUYO.
Foto: Radio Mitre
La degradación de la discusión pública ha alcanzado, en los últimos años, niveles alarmantes. Al menos dos causas, en el caso argentino –que por cierto no es el único- se encadenan entre sí para esta realidad lamentable: 1) La existencia de las llamadas redes sociales (redes electrónicas de contacto), donde el argumento o los datos poco importan; 2) Las campañas orquestadas contra los gobiernos populares y contra sus miembros cuando son oposición, que han rebajado el periodismo hegemónico a los sótanos últimos de la decadencia moral y profesional.
Aunque muchos se hagan los distraídos, hemos visto de todo en los últimos años. Periodistas que declaran realizar “periodismo de guerra”; es decir, que operan y mienten sistemáticamente al servicio de una línea editorial (que es la del poder económico y geopolítico dominante a nivel planetario, obviamente). Hemos visto cómo el periodista Santoro es procesado por relaciones con el extorsionador D Alessio y sus actividades delictivas. Hemos visto a Majul llevar a un delincuente como Fariña a que se reúna con el ministro de Justicia y Derechos Humanos, Germán Garavano. Hemos visto al impresentable Fariña inventar la frase de “se robaron dos PBI”, y a múltiples periodistas repetirlo como si fuese la voz de Dios. Nos hemos cansado de los adjetivos, los ataques abiertos y furtivos, las noticias falsas nunca desmentidas, la parcialidad absoluta, sin límites y no confesada, un periodismo degradado hasta extremos jamás vistos, burdo, dedicado a la difamación permanente, orquestada, sistemática, interminable.
A ello se suma el “efecto redes”: desprecio por el argumento, apelación a la interjección, el insulto, la invectiva, el bloqueo del otro. Ninguna referencia a datos: las cosas son como yo quiero que sean. Y si no, basta con atacar a quien diga otra cosa, difamarlo, insultarlo. Nada importa la realidad, lo que importa es lo que yo quiero de ella. No es como en los medios, donde corro peligro si afecto malamente el honor de alguien: en las redes todo vale, y no se nos exige nada: no hay que estudiar, no hay que razonar, sólo basta con afirmar lo que se nos dé la gana.
La combinación sinérgica de estos dos factores ha dado como resultado una decadencia generalizada de la palabra pública en el país (y no sólo en él, por cierto). Se dice cualquier cosa. Y la decadencia de la razón, la apelación a la estupidez y la primariedad se han enseñoreado.
De un debate presidencial no es importante que el presidente haya mentido (dio datos falsos, por ej., sobre ciencia y técnica, donde dijo que la realidad es “espectacular”), sino “el dedito” del ahora presidente electo. En tiempos de la efímera fama de Cobos, lo importante era “ser bueno”: sonreir sin que se sepa a quién, mandar flores a todos los velorios –aún los de los apenas conocidos o nunca queridos-, no discutir jamás, no indignarse nunca. Parte del repertorio de la banalidad es que “es democrático nunca enojarse”. De tal modo, la transigencia con las peores bajezas y el disimulo cómplice ante el mal, son tomados como una destacable y prístina virtud.
Recuperemos la palabra, entonces. Viene un nuevo tiempo histórico, y debemos intentarlo. Recuperemos la exigencia cognitiva de datos, y el valor del razonamiento bien hilado: allí, por cierto que los universitarios tenemos bastante por aportar. Y terminemos así con la primariedad y el reino de lo trivial, que han transformado el debate público nacional en un triste carnaval de frivolidades e ignorancias.
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