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23 DE OCTUBRE DE 2024
Gustavo Bombini, especialista en temas vinculados a la lectura y la didáctica de la lengua, explica porqué sí se puede incluir y es un deber del Estado, involucrar desde temprano a los infantes con la literatura. El modelo noventista, las marcas que éste dejó y los desafíos a futuro.
Foto: deHijosyPadres.com
Gustavo Bombini es uno de los expertos de la Argentina en temas relacionados con la lectura, la literatura infantil y la didáctica de la lengua. Apasionado de los procesos de construcción de saberes que se dan en las aulas, defiende a capa y espada la escuela pública como un espacio donde es posible la inclusión.
En una entrevista que brindó al diario Página 12, el especialista responde sobre algunos temas que aún preocupan y asegura que la educación estatal, tanto en primaria como en secundario, sí puede involucrar a los chicos y adolescentes en el amor por la lectura.
¿Qué sucede con la enseñanza de la lengua y la literatura luego de la gran reforma educativa de la década del 90?
La reforma de los años noventa tuvo ese componente positivo de la actualización disciplinaria, pero se dio con una ausencia de didáctica, sin la pregunta acerca de cuáles son las necesidades de las aulas. Y esto tiene que ver con la formación de maestros, con cómo incorporan las nuevas teorías a su repertorio de saberes. En los años noventa se reforma el currículo, pero queda un saldo hacia adelante, que es lo que nos empezamos a preguntar por la relación entre las teorías y las prácticas. Se trata de pensar la lectura y la escritura como prácticas sociales, es decir, prácticas que ocurren y se enseñan en la escuela, pero que a la vez ocurren en contextos mayores. La escuela no está sola en su trabajo con la lectura, con la alfabetización, sino que hay una comunidad educativa en sentido amplio, que trabaja en relación con lo mismo, y que trabaja además a partir de las relaciones muy positivas, expectativas que tiene la sociedad respecto de que los chicos se alfabeticen, de que sean lectores, de que lleguen con buenos resultados a las zonas de pasajes entre los diferentes niveles educativos. Todas estas cuestiones se actualizan durante la década pasada en términos de inclusión. Entonces, pensar la idea de inclusión tiene que ver con recuperar cierta idea de que “la escuela puede”, que es el título de un libro de (la pedagoga) Berta Braslavsky. Yo tomaría esa idea de que la escuela puede, y también la idea de que los chicos pueden, y agregaría que los maestros también pueden.
Esta idea parece ir a contracorriente de ciertos discursos que se han acentuado en el último año muy fuertemente en relación a la estigmatización de los estudiantes y los maestros, como por ejemplo desacreditando la escuela pública con evaluaciones internacionales estandarizadas, como el Informe PISA.
Ahí tenemos un embestida muy parecida a la de los noventa, que era desacreditar la escuela pública. Uno podría decir: hagamos la evaluación de la evaluación, sepamos que hay distintos modelos. Nosotros hacemos un tipo de investigación y evaluación de corte cualitativo que singulariza también la experiencia de los sujetos, de las relaciones que se traman en sus autobiografías, en sus relaciones con la lectura y la escritura. De eso no va a hablar una encuesta estandarizada, que sólo quiere ver competencias. Nosotros no estamos pensando en competencias sino en saberes, en prácticas, en modos de hacer, en culturas, en unas pluralidades que cuando la escuela quiere las puede incorporar y entrar en diálogo. Nosotros, sobre todo en la gestión de (Daniel) Filmus (como Ministro de Educación de la Nación), y luego también en la gestión (de Alberto) Sileoni, hicimos mucho hincapié en poner en discusión con los docentes las visiones estereotipadas y estigmatizantes respecto de lo que los chicos pueden y de sus intereses. Y todo esto no meramente en unos enunciados de buena intención, sino a partir de prácticas, a partir de distintas experiencias de la política pública, por ejemplo cierta orientación de los planes de lectura, trabajando con adolescentes. Era muy interesante ver las valoraciones positivas que los chicos hacían, por ejemplo, del hecho de tener material impreso, que era lo que el programa les ofrecía; o las valoraciones de los profesores, cuando decían que hacía mucho que no daban una clase en la que todos los chicos tenían el libro disponible. Y eso les permitía articular y armar la clase de otra manera. Con lo cual vemos que las políticas del libro y de la disponibilidad de materiales son tremendamente importantes y no deben abandonarse.
Usted estuvo varios años al frente del Plan Nacional de Lectura. ¿De qué manera se trabajaba en la promoción de la lectura como una política pública?
La apuesta más fuerte que hicimos en ese periodo, y que dejó una marca interesante hacia adelante, fue el fortalecimiento de los equipos de cada provincia. Teníamos varias líneas de trabajo, por ejemplo una vinculada con el docente como lector, algo que a nosotros nos parecía muy importante, interpelar como lector al maestro, al bibliotecario, al profesor, al formador. Era una línea de capacitación del Ministerio que tenía que ver con la formación cultural del docente, que era la formación política también, esto tiene que ver con el reconocimiento del docente como lector antes que como enseñante, era una clave, porque después nos dábamos cuenta que ese sujeto posicionado como lector intervenía de otra manera en la práctica de formación, armaba una didáctica diferente. No era meramente un problema metodológico, sino de un posicionamiento personal. También desarrollamos una línea de trabajo que tenía que ver con literatura infantil, con posicionar ese saber que nosotros pensábamos que había que reponer y dar herramientas prácticas de lectura. En la provincia de Jujuy, por ejemplo, se armó un equipo que se llamaban “núcleos lectores”, y en pequeños pueblos se ligaban a distintos actores sociales en la actividad de lectura. Nuestra preocupación era que la escuela fuera, de alguna manera, el faro desde donde se generaban estas intervenciones. También hubo equipos que trabajaban en las escuelas en contextos de encierro, que son más de trescientos en nuestro país, y se fortalecieron los equipos de trabajo ahí también. En términos de política pública esta construcción federal, esta autonomía de las provincias con el financiamiento y el acompañamiento técnico y formativo de la Nación, fue una desmentida a la idea de que la escuela no puede, o que los chicos no pueden.
¿Queda algo de esas políticas en la actual gestión?
Se desarticuló todo de manera desesperante. Había una mirada socioantropológica del conocimiento, de la escuela, y todo eso quedó en un punto abortado, porque ahora se vuelve a todo esto que llaman programación neurolingüística, neurociencias, eso que está tan en boga, y que son cosas realmente muy peligrosas, porque apuntan a la patologización. Dicen que el veintipico por ciento de los pibes tienen dislexias no detectadas, que hay que enseñarles a los maestros a detectar las dislexias. Donde hay un problema de aprendizaje y de enseñanza, que es un problema de aula, es un problema social, ellos culpabilizan al sujeto, es el sujeto el que tiene algún chip que no le anda bien. Entonces, esto justifica que si hay un veinte por ciento de desgranamiento, y bueno, es porque hay chicos que vienen con problemas, son problemas que no pudieron solucionar con sus familias. Esto desresponsabiliza a la escuela, porque todo queda en el sujeto. Por ejemplo, ahora en la ciudad de Buenos Aires hay cursos de técnicas de relajación, porque dicen que los adolescentes están alterados, están violentos. El gobierno de la ciudad promociona con unos afiches charlas abiertas a los maestros en respiración consciente, del Programa de Felicidad, Bienestar y Armonía… Eso se paga con dinero del Estado y da puntaje. El desmantelamiento de áreas enteras de trabajo fue y sigue siendo un proceso durísimo de destrucción del que no se ha tomado la debida conciencia. Así vacían todo, destruyen para que el Estado no tenga sentido.
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