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23 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.
Uno de los aspectos que menos se ha ventilado del aislamiento colectivo impuesto por la pandemia, es el aumento de la vigilancia electrónica. Por un lado está el peligro de enamorarse de lo virtual: es cierto que la tecnología no es sólo un artificio externo, también es una especie de continuidad de nuestras condiciones perceptivas "naturales". Pero también es verdad que la tecnología no reemplaza al cuerpo, que el "sexo virtual" es decepcionante, que el encuentro interpersonal es irreemplazable. Y que para que haya socialidad, debe haber espacios sociales de convivencia colectiva: algunos ejercicios virtuales serán útiles de aquí para siempre, pero la virtualidad generalizada es rechazable también desde ahora y para siempre.
Casi no se ha dicho que además, la virtualidad permite niveles de vigilancia sobre las personas francamente extremos. Ya existían desde antes de la pandemia: Google, Facebook y otras compañías, obtienen ganancias fabulosas por el uso comercial de nuestros datos. Uso que también se ha hecho con fines políticos, incluso dentro de la Argentina, como se demostró con Cambridge Analytica (que operara al servicio del macrismo). Ahora esto se ha agudizado, y la facilidad con la cual un smartphone permite localizar dónde está alguien en cada momento, se ha perfeccionado y potenciado. Todos somos objeto de minuciosa vigilancia posible. Lo único que consuela en estos casos, es pensar que hay tantos datos, que el más sofisticado imperio no podría jamás usar siquiera el 10% de los mismos. Pero está claro que cuando quiere saber de alguien en especial, tiene todo para hacerlo. Todos llevamos encima, de hecho, el equivalente a la pulsera de los presos con domiciliaria.
No hay suficiente legislación sobre esta decisiva cuestión, para colmo instalada más allá de las jurisdicciones estatales, a nivel de lo planetario. Pero habrá que hacer esa legislación, y pronto. Dentro de nuestro país -y de todos y cada uno de los países- debe legislarse poniendo coto al uso arbitrario de la vigilancia personal por parte de las grandes compañías mundiales. Y también hay que exigir a los organismos internacionales como la ONU, OEA, UNESCO, etc., la conformación de comisiones de expertos que propongan mecanismos de vigilancia sobre las compañías vigiladoras, y sanciones ejemplares contra el uso avieso de los datos personales para entregarlos a organismos de seguridad, a los gobiernos de la grandes potencias, o al mejor postor comercial o político.
Mientras, el negocio de las compañías centrales crece y crece. No en vano Bill Gates ha aparecido como un sorpresivo protagonista en toda esta marea de medidas contra la pandemia. Plataformas como Zoom, han multiplicado sus ganancias de modo exponencial en pocos meses. La necesidad de proponer empresas y tecnologías locales que mantengan la ganancia en nuestros países y regiones se impone, así como la de establecer impuestos a las compañías extranjeras. La cuasi/gratuidad con que accedemos a estos servicios es fascinante, y no nos permite advertir la formidable operación dineraria que se plasma y esconde por vía de la virtualidad globalizada.-
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