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20 DE DICIEMBRE DE 2024
Investigadora superior del Conicet y docente titular en la Facultad de Ciencias Médicas de la UNCUYO, encabeza un organismo, el IHEM, que es una “fábrica” de científicos en Mendoza.
Foto: Prensa UNCUYO
Leonardo Oliva
Publicado el 15 DE DICIEMBRE DE 2021
María Isabel Colombo es solo “Marisa” para quienes la ven a diario en los pasillos del IHEM, ese edificio moderno y colorido erigido al lado de la Facultad de Ciencias Médicas. Allí todos la conocen y la respetan, no solo porque es la directora de ese instituto, sino porque es una de las científicas argentinas de mayor relevancia mundial gracias a su investigación sobre la autofagia celular, un aporte fundamental para entender la supervivencia de patógenos como el de la tuberculosis o el del mal de Chagas, y la razón por la que fue incorporada, en julio de este año, a la Academia Nacional de Ciencias.
Investigadora superior del Conicet y docente titular de Biología celular y molecular en la FCM de la UNCUYO, Colombo encabeza un organismo que es una “fábrica” de científicos: en el Instituto de Histología y Embriología de Mendoza (IHEM) se forman los alumnos de doctorado que después seguirán la carrera de investigador en Conicet.
Sobre ciencia, y específicamente sobre la autofagia como método de sanación del organismo, habla en esta entrevista para Manifiesto UNCUYO 2021. También explica cómo la ciencia ayudó a sobrellevar la pandemia de COVID-19, en especial, con el desarrollo de las vacunas en tiempo récord.
¿Cuán difícil es hacer ciencia en Mendoza?
Es obviamente más difícil que hacerla en Buenos Aires o en los centros que están más próximos a una gran ciudad, donde está muy centralizado todo lo que es investigación, pero en Mendoza tenemos este instituto [el IHEM] y otros que forman parte del CCT Mendoza, que es el representante del Conicet en la provincia y hay siete unidades ejecutoras como esta de distintas áreas y especialidades.
¿En qué consiste la especialidad a la que usted se dedica, la biología molecular?
Mi especialidad, específicamente dentro de ese campo estudio, es el transporte vesicular dentro de una misma célula. A su vez, dentro de ese campo que también es muy amplio, la especialidad de nuestro grupo es el estudio de lo que se conoce como autofagia.
¿Y por eligió ese campo?
Yo me recibí de bioquímica en la Universidad Juan Agustín Maza y quería hacer ciencia. Me gustaba eso más que la clínica en general. Así que me acerqué al Instituto de Histología y comencé a estudiar una temática relacionada con los lisosomas con el doctor Francisco Bertini, que fue mi jefe y formador cuando hice el doctorado. Los lisosomas son pequeñas organelas encargadas de la digestión, pero dentro de la célula. Luego fui a hacer un posdoctorado a Estados Unidos, donde estudié ese transporte de vesículas y cómo se fusionaban con los lisosomas. Me fui por dos años, pero permanecí más de ocho. Luego volví al país y forme mi grupo de investigación aquí.
Con ese grupo, usted ha hecho un aporte científico de nivel mundial relacionado con la autofagia. ¿De qué hablamos cuando hablamos de autofagia?
Es, básicamente, una célula que se come a sí misma. ¿En qué circunstancias lo hace? Cuando le faltan nutrientes a nivel del plasma sanguíneo, los líquidos intersticiales que le llegan. La célula censa, nota que le faltan nutrientes; entonces, para tratar de sobrevivir, estimula, induce la autofagia, y de esa manera, comienza a degradar ciertos componentes propios; obviamente, no todo, porque si no, la célula terminaría muriendo, lo que en algunas circunstancias, si eso está exacerbado, se da. Este mecanismo de autofagia se estimula ante el ayuno –falta de nutrientes–, ante situaciones de estrés o también ante la presencia de microorganismos. La célula trata de defenderse contra la invasión de microorganismos por distintos mecanismos; uno de ellos es la autofagia.
¿Es buena la autofagia para un ser vivo? ¿Cuál es su efecto?
El efecto es dual. La autofagia, si yo la considero en su situación básica, el ayuno, es un mecanismo beneficioso para todo el organismo en general porque permite la renovación de las propias organelas. Mediante la autofagia, la célula puede secuestrar, degradar y renovar una organela, por ejemplo, una mitocondria, que es la que fabrica el ATP [trifosfato de adenosina]. Por eso, hoy hay toda una corriente, y todo un conocimiento científico que la apoya, de que el ayuno intermitente es muy beneficioso para el organismo en general.
Es decir que es recomendable que todos hagamos un ayuno intermitente. ¿Cómo sería esto?
Generalmente, se habla de 16 horas de ayuno, que puede ser difícil de llevar a cabo, pero uno puede organizar su vida para hacerlo y no es necesario que se haga todos los días. Una de las recomendaciones, por ejemplo, es tener una cena temprana, a las 8 de la noche, dejar pasar toda la noche y saltear el desayuno hasta el almuerzo, dos o tres días a la semana. Realmente, con ese ayuno, logramos que las organelas se renueven; además, hay, como consecuencia, un rejuvenecimiento en todo el organismo. Eso se ha probado en estudios realizados con animales en laboratorio, por supuesto, donde se ve que este tipo de ayuno intermitente favorece a la salud. No solo, por ejemplo, para bajar niveles de azúcar en sangre para colesterol, sino para patologías muy importantes, como el Alzheimer. Se ha visto que este ayuno intermitente, la inducción de la autofagia, puede lograr prevenir o retardar el avance de la enfermedad.
Es como si, con ese ayuno, uno le dijera al cuerpo que a veces le toca procurarse su propio alimento…
Prácticamente es una señal de eso: que el organismo trate de digerir algunas cositas de la célula que están afectadas, que no están funcionando bien, y de esa manera, se regeneran nuevas. Por eso se considera la autofagia un proceso de reciclaje funcional, porque esa vesícula que se forma después se fusiona con el lisosoma; el lisosoma digiere eso que se secuestró y lo reutiliza, lo vuelve a volcar en la célula para generar nuevas estructuras.
¿Y cómo llegamos a que una célula tenga que comerse a sí misma para curar al organismo?
Principalmente, a través de los patógenos, que son microorganismos que causan enfermedades en el ser humano y en los animales. Nosotros trabajamos con un tipo particular de patógenos, los intracelulares. Eso significa que el microorganismo ingresa en la célula para protegerse, por ejemplo, de los anticuerpos circulantes. De esa manera, encuentra en la célula un medio de protección, un nicho de supervivencia y de reproducción. Es el caso de Mycobacterium tuberculosis, que ingresa a la célula para protegerse de todas las defensas que nosotros tenemos, como los anticuerpos. El problema es que, una vez que ingresa en la célula, esta también quiere defenderse de ese microorganismo, pero los patógenos son más inteligentes que nosotros, siempre se las arreglan para enfrentar los mecanismos de defensa.
¿Cómo lo hacen?
Un patógeno ingresa en la célula a través de la membrana en una vesícula que se llama fagosoma. Mycobacterium tuberculosis crea un fagosoma, pero ese fagosoma en realidad lo modifica, no sigue la vía normal de degradación por el lisosoma, que tiene enzimas que lo van a destruir. Entonces, en ese fagosoma modificado, evita la fusión con el lisosoma.
Es como un caballo de Troya con el que ingresa “camuflado” a la célula.
Exactamente. Está adentro, está protegido, se defiende. También evita la fusión y la respuesta autofágica, que es un mecanismo de defensa de la célula. ¿De qué manera lo hace? Modificando a nivel molecular ese fagosoma, que ahora no se puede fusionar con el lisosoma, y se queda en ese compartimiento feliz.
En definitiva, en el laboratorio se da una lucha de inteligencias: la del patógeno contra la del científico.
Claro. Así, nosotros descubrimos que, si activábamos la autofagia, ya fuera por el ayuno o con drogas o compuestos, podíamos destruir al Mycobacterium. Ese fue un trabajo muy relevante a nivel mundial que nos permitió demostrar que la autofagia era un mecanismo de defensa contra la invasión. También demostramos que, en otros casos, si la autofagia no era funcional, el patógeno no se reproducía tan fácilmente. Entonces volvemos a ese mecanismo dual del que hablé al principio: por ahí está beneficiando al organismo como defensa, como en el caso de la tuberculosis, pero, a su vez, puede que beneficie a ciertos microorganismos. De manera que no hay una regla general: tenemos que estudiar patógeno por patógeno y analizar en profundidad cuál es la respuesta ante la invasión de un microorganismo.
Con aportes como este, queda claro el rol social que tiene la ciencia, lo que se vio revalorizado aún más con la pandemia de COVID-19, con la que se desarrolló una vacuna en tiempo récord. ¿Los científicos se sienten más reconocidos ahora?
Efectivamente, la pandemia revalorizó la importancia de la ciencia a nivel mundial, pero, fundamentalmente en Argentina, porque hubo una respuesta inmediata para responder a las necesidades de nuestro país cuando no conocíamos nada de este virus –aún conocemos muy poco– y cuando no teníamos herramientas. Por ejemplo, no teníamos kits o sistemas de detección de si una persona estaba infectada o no. Así se desarrollaron sistemas, como el test Covidar en el Instituto Leloir, y muchos laboratorios se unieron a ese esfuerzo. Nuestra institución ha estado involucrada en los proyectos de COVID-19, en un primer momento, analizando plasma de pacientes convalecientes. Cuando no teníamos vacunas, en muchos casos, poder administrarle el plasma a un paciente infectado era la única respuesta, porque en el plasma se habían generado anticuerpos contra la infección. Nosotros colaboramos con el Hospital Central para determinar ese nivel de anticuerpos.
¿La ciencia argentina estaba preparada para algo así?
Justamente, se demostró que tenemos las capacidades que a veces no son tan públicas y que no son reconocidas. Obviamente, la ciencia necesita recursos, no se puede trabajar con drogas que son importadas, por ejemplo, pero ahora, en nuestro grupo estamos estudiando las respuestas de anticuerpos a las vacunas de COVID-19. Todas las que se están aplicando son eficientes y la recomendación es la vacunación general. Gracias a eso, tenemos la disminución de los casos de infectados y, sobre todo, de los fallecidos.
Con estas evidencias, ¿qué les dice a quienes se resisten a vacunarse?
Que tenemos la evidencia científica de que la vacuna es eficiente y no es dañina. Aparecen algunos casos aislados de algún tipo de reacción, pero sumamente aislados. Ha habido demasiada propaganda antivacuna que muchas veces influencia a las personas, pero, por suerte en nuestro país, a diferencia de otros como Estados Unidos, tenemos a la gran mayoría de la población que ha aceptado la vacunación y eso nos ha llevado a la disminución de los casos. En otros países, han entrado en una tercera o cuarta ola por la no vacunación.
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