Último programa de "Apuntes": recorrido por sus tres años
Recorremos notas, artistas, "backstage" y momentos divertidos del programa de Señal U que fue un ...
20 DE DICIEMBRE DE 2024
La “Vendimia de la identidad” tuvo un guión pobre y un intento por impactar a toda costa. La música, sin embargo, fue su punto más alto.
Foto: Axel Lloret
Fernando G. Toledo (especial para Unidiversidad)
Publicado el 07 DE MARZO DE 2016
Toda cosecha es igual y a la vez distinta a la otra. Es cierto. Por un lado, hay una “identidad” en cada una de ellas. Si pensamos en Mendoza, hay hileras de vides, surcos, manos que atrapan los carnosos racimos de uva que sobrevivieron a la tormenta. Y hay tachos sobre los hombros y un camino de los granos hacia su transformación en el vino, que lo justifica todo. Pero también esa danza anual de la cosecha, con su celebrada constancia, tiene sus variaciones: cada cosecha es diferente a la otra y no por nada los buenos vinos imprimen su fecha de elaboración en la etiqueta. Es el mismo vino pero es distinto. Es una cosecha, pero es otra cosecha. Y de unas y otras, hay vinos mejores y hay vinos peores.
Si trasladamos el ritual de cada cosecha al espectáculo que la consagra, podemos decir lo mismo. Hay fiestas (cosechas) distintas y similares. Y hay vinos peores que otros, aunque se haya desandado el mismo camino para elaborarlo.
Un vino de baja gama
Vendimia de la identidad, el espectáculo que Alejandro Grigor escribió y dirigió para la “cosecha 2016” de estas fiestas corresponde, bien vale decirlo rápido, a las cosechas fallidas. Como un enólogo escénico convencido de lo que quiere, Grigor ha vuelto a utilizar la misma fórmula que en sus dos incursiones anteriores. Quizá gusta de su propio vino, quizá no quiere o no puede hacerlo de otra forma.
Ya en Te miro… Vendimia de colores (2012) el artista, que venía de la bodega artística más modesta de las fiestas departamentales, llegó al Frank Romero Day para entregar su versión de las cosas. Y desde entonces se vio que lo que venía a proponer era un vino destinado, sobre todo, al consumo masivo, con pocos matices en su sabor, con escaso aroma a la hora de inclinar la copa, con nulo regusto, sin los colores que predicaba su nombre. Al igual que en su segunda incursión, dos años más tarde (Sinfonía iluminada de gloria), la propuesta escénica de Grigor ha demostrado estar basada en la búsqueda constante del impacto, a como dé lugar.
Una búsqueda de esa especie, cuando de espectáculos artísticos se trata, conlleva un riesgo que hay que saber sortear. El riesgo, no sorteado en ningún caso, es el de acabar en un carnaval de estridencias varias sin ánimo de unidad, disociadas e irregulares, entre las cuales sólo a veces algún aspecto aislado (algún cuadro escénico, algún elemento que lo conforme, como la música) puede salvarse del caos.
Alegorías de un guion modesto
Fiel a sí mismo, Grigor repitió la hechura de su brebaje artístico en Vendimia de la identidad, con la nota irónica, quizá, del propio título del espectáculo. La identidad, acaso, se refiere aquí (con la complejidad filosófica que acarrea ese concepto) a lo idéntico. Hay entre sus tres propuestas mucho más de repetición que de variación. De hecho, lo distinto parece puesto en su fiesta más para subrayar lo igual que para cambiarlo.
La excusa argumental, tan sencilla que se puede rematar en tres o cuatro frases, viene a contarnos en Vendimia de la identidad acerca de los aspectos que, se supone, conforman el “ADN de la sangre vendimial”. Para ello, se acumulan las alegorías: la de un Tiempo y una Identidad que narran (sin rigor cronológico, quizá porque el Tiempo es inimputable en este sentido) hechos tales como la huella huarpe en nuestra geografía, la gesta sanmartiniana, la confluencia de distintas corrientes inmigratorias.
Encandilar y aturdir
Pero, como quedó dicho, lo argumental es meramente una excusa. No hay, si uno se fija en lo que las fiestas de Grigor han dado de sí, un interés narrativo genuino. Es decir, no es la historia lo que importa. Lo que importa para Grigor es conseguir alguna clase de impacto emotivo, y para ello echa mano siempre a los mismos recursos: encandilar y aturdir, como si por esa vía pudiera conseguirse un embotamiento cuasi alucinógeno en los espectadores que concluya, necesariamente, en un aplauso cerrado que se supone habrá de ser traducido como una ratificación incuestionable del logro de su propuesta.
Luces deslucidas
En Vendimia de la identidad, los aspectos que intentaron ese objetivo fueron, especialmente, las luces y la música. En el primer caso, la tecnología cada vez más accesible resulta un arma que puede herir al que la blande si este no es un buen espadachín. Como es el caso: la impronta visual de Israel Pérez Hugas no resultó más que lograda en momentos puntuales, cuando como espectador se conseguía, con esfuerzo, extirpar alguno de los cuadros de las cajas lumínicas o de los Led del contexto de la fiesta. Porque en función de la misma (que es, valga la redundancia, su función), el juego de colores y contrastes se anulaban a sí mismos por efectos de la acumulación. Las pantallas gigantes y las cajas lumínicas, por lo general, funcionaban de manera simultánea y eso era equivalente a un chirrido visual en el que el brillo de los Led desentonaba con el delicado color de las cajas, una vez más diseñadas por un experto en ellas, Eduardo González.
Sin equilibrio
Pero el aspecto visual, vale decirlo, no estaba apoyado sólo en las luces, sino también en el ir y venir de los actores y los bailarines en escena. De cómo un director los disponga sobre el escenario y los haga interactuar con la música y las luces depende en gran medida el valor plástico del espectáculo. En este caso, ese logro fue intermitente. Quizá el momento inicial de los huarpes y el de la irrupción de los inmigrantes (con unas bellas siluetas de utilería) pueden estar entre los cuadros más logrados. En el resto, hubo por lo general dispersión, desequilibrio o acumulación voraz en pos del impacto de las multitudes, como en el cierre con el malambo. Hubo también arrestos metafóricos más que pobres, entre los que el “eslabón” de utilería instalado en el medio del escenario vale como buen mal ejemplo. Y hubo algo notable: se vio aquí una de las más olvidables presentaciones coreográficas en Vendimia de los últimos tiempos.
A otro nivel
El otro aspecto al que apostó Grigor, el sonoro, en todas sus dimensiones, merece un análisis particular. En lo que se refiere a la capa de la calidad del sonido (con las fallas de corte de sonido que hubo en algunas de las funciones), no hubo casi matices. Las voces en off (del imponente Rafael Rodríguez y de Silvia del Castillo, especialmente) estuvieron impecables, aunque se “pisaron” de a ratos con la irrupción del sonido de la orquesta en vivo.
Esta orquesta principal, ubicada en el ángulo superior derecho de la escena, ratificó el nivel musical de la mayoría de las fiestas anteriores y dio cuenta, de nuevo, de que en este sentido los artistas musicales consiguen en la Fiesta de la Vendimia el nivel al que muchos directores escénicos deberían aspirar. Con Paíto Figueroa al frente, la banda abrumó con su calidad interpretativa (de los instrumentistas y los cantantes) y sorprendió con el ingenio y la belleza de los arreglos. Por contrapartida, las bandas que aparecieron en el costado opuesto (el derecho) del escenario, para momentos puntuales, cargaron con el peso de parecer injertadas a la fuerza en el transcurrir ya de por sí confuso del hilo narrativo. Los Chimeno, siempre impecables, hicieron que de pronto ese fluir se cortara y el espectáculo pasara a ser, por un momento, un recital de estos mendocinos que, claro está, tienen una potencia sonora que se agradece y canciones divertidas, capaces de alegrar el ánimo a cualquiera.
No llores por mí, Vendimia
Lo que, sin embargo, más acentuó esa inmersión discordante con el show fue la aparición de un segmento dedicado al rock nacional, en el cual una banda (otra vez en el habitáculo en el que antes había estado el grupo folclórico) interpretó clásicos como "Seminare", "Puente", "Seguir viviendo sin tu amor" y "No llores por mí, Argentina", con el legendario Nito Mestre en la voz. Sí, una presencia como la del ex-Sui Generis emociona a todo el que conoce de la historia de nuestra música popular, pero es lamentable que el artista no esté en su plenitud vocal y, por ende, las canciones hayan padecido el esfuerzo del cantante por dar con lo que exigen canciones con intérpretes tan dotados como David Lebón, Gustavo Cerati o El Flaco Spinetta.
Lo que a Nito le pudo haber cabido mejor no apareció nunca: una canción del dúo que integró con Charly García. Las razones de tal omisión acaso no existan. Por suerte, la banda que lo acompañó disimuló (si esto es posible) sus dificultades vocales y confirmó que ese ítem, el de la interpretación musical en vivo, fue lo mejor de Vendimia de la identidad.
El vino del olvido
Por esas vías, de las que lo descripto es sólo una muestra, transcurrió toda la fiesta. Un argumento insulso, una construcción visual anulada por su misma confluencia de recursos (a la que, además, se le sumaba una proyección sobre una cortina de agua) y una música destacada pero que parecía clamar por desprenderse de su contexto fueron las notas destacadas del espectáculo.
Si volvemos a la metáfora de la vendimia anual, que se repite y cambia, quizá podamos entender mejor lo que representa una fiesta como esta de 2016: una aspiración de vuelo bajo. Una cosecha pobre, incapaz de dar un vino que se instale en el paladar como un hermoso recuerdo, de esos que nos hacen volver, servirnos otra copa y brindar.
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