“Las palabras hacen cosas”: qué nombra el lenguaje inclusivo
El lenguaje inclusivo avanza en la sociedad y, a pesar de que se presenta como posibilidad y no como obligación, encuentra muchas resistencias. ¿Cómo funciona el lenguaje? ¿Qué experiencias visibiliza y cuáles acalla?
Imagen: glotopolitica.com
La lengua española tiene una clara manifestación sexista: el género gramatical masculino es considerado universal y, por lo tanto, neutro. Las academias de lenguas respaldan esta concepción. Sin embargo, los feminismos encontraron, en ese fenómeno, una trampa: entendieron que esa idea implica una profunda invisibilización de todo lo que no se nombra bajo el manto del “masculino genérico”.
En este contexto, avanza socialmente la incorporación en el habla de lo que conocemos como “lenguaje inclusivo”. En un principio, se probó desdoblando femenino y masculino, pero suele incomodar por lo redundante de las expresiones. Otra opción fue reemplazar la marca de género masculina "o" por "@" o "x", pero las barreras son notorias en tanto no tienen una fonética equivalente, es decir, no hay forma sencilla de pronunciarlas en una palabra. Con el tiempo, se avanzó a la propuesta de la "e", lo que resulta en un cambio más al alcance: "les" en lugar de "los", "todes" en lugar de "todos" o –adaptación ortográfica mediante– "chiques" en lugar de "chicos".
La realidad es que el lenguaje inclusivo ha recibido reacciones adversas. En redes sociales o en nuestro entorno, podemos apreciar que –salvo excepciones– esta forma de usar el lenguaje no tiene siempre una recepción positiva. Para oponerse al uso de la "e", las personas usan argumentos de toda índole, incluso lingüísticos, gramaticales o semánticos.
En este sentido, es importante aportar una reflexión que pueda incorporar la perspectiva social y situada. Por eso, desde Unidiversidad, dialogamos con Fabiana Grasselli, docente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNCUYO, doctora en Ciencias Sociales e investigadora del Conicet. Los aportes de Grasselli no se basan únicamente en un análisis sobre el lenguaje inclusivo en sí, sino en reflexiones sobre el estudio de la lengua que se han hecho en el siglo XX y son perfectamente aplicables a esta situación.
“Las palabras hacen cosas”
Para introducir el tema, Grasselli aseguró que no hay una respuesta única a la pregunta sobre qué es el lenguaje: “Depende de en qué corriente teórica te ubiques”, afirmó. Por eso, comenzó por enmarcar la definición de "lenguaje": “Es una práctica humana cuyo propósito rebasa los límites de la mera comunicación; es un modo de comunicación intersubjetivo, social, histórico”.
Para profundizar su explicación, citó al reconocido profesor Sebastián Touza: “Lo que hace el lenguaje es atravesar los cuerpos, producir afectaciones, generar modos de estar en el mundo, propiciar prácticas”. La investigadora explicó que no se puede pensar que el lenguaje es simplemente la transmisión de datos o información sino que “las palabras hacen cosas (...) Tienen una materialidad que provoca efectos en los cuerpos, en las acciones y, por lo tanto, en la sociedad y en la historia”.
Las lenguas sobreviven solo en la medida en que sean usadas. Si a esto le sumamos la reflexión de que el lenguaje es una praxis humana, concluimos inmediatamente que, como tal, está sujeta a transformarse y a producir efectos transformadores.
De hecho, el uso constante ha sido uno de los grandes criterios que han seguido las academias para estudiar la configuración del sistema ortográfico español. “El uso constante es la gran fuerza modificadora del lenguaje”, explica en sus clases la profesora de la Facultad de Filosofía y Letras Ma. del Rosario Ramallo.
“El lenguaje no es neutral”
El lenguaje no es algo formal ni abstracto, sino “algo que acontece entre seres humanos concretos”, entre sujetos que tienen una historia, que viven en una sociedad marcada por determinados conflictos. Esos conflictos se reflejan en las palabras que usamos, en los enunciados que construimos. Es decir, las palabras desnudan a la persona que las usa: a través de ellas, podemos conocer su historia, su forma de pensar, su posicionamiento político.
Fue el lingüista ruso Mijaíl Bajtín quien introdujo en los estudios formales la idea de que las palabras son signos ideológicos y es en ellas donde el lenguaje encuentra una “arena de combate”: Las personas concretas de sociedades concretas pugnan por darles un sentido u otro.
“Cada vez que se usa una palabra, se toma una posición –explica Fabiana Grasselli–. Cada vez que se lanza un signo a la cadena de enunciados, cada vez que alguien dice algo acerca de un referente, lo está haciendo desde un lugar, desde su lugar: desde sus marcas de clase, desde sus posicionamientos ideológicos".
Fuente: https://plaka-logika.blogspot.com/
Contra lo que se suele pensar, esto no ocurre solamente cuando alguien hace uso del lenguaje inclusivo. No usarlo también devela quién está del otro lado. La investigadora puso un ejemplo: “Yuta asesina” y “La policía nos cuida” comparten el referente que, en un caso, es entendido como “fuerzas represivas del Estado” y, en otro, como “fuerzas del orden”. Lo mismo sucede cuando se usa la palabra “rugbier” para referirse a alguien violento, o las palabras “villero” o “puta” en sentido despectivo. El uso que se haga de la lengua revela, dice Grasselli, “cómo los seres humanos se explican a sí mismos esos conflictos sociales, políticos, ideológicos, en los que, consciente o inconscientemente –quieran o no quieran–, están inmersos y por los cuales están atravesados”.
¿Qué pasa con el lenguaje inclusivo?
Las críticas muchas veces se hacen desde la gramática, pero bien sabemos que el correcto uso de la lengua española no deja a nadie sin dormir. Nadie se queja de que usemos la palabra “bondi”, de cuya existencia las academias de lenguas no están siquiera anoticiadas, para referirnos al autobús; o –si hablamos de localismos–, el significante “manso” recoge otro significado que nada tiene que ver con el uso que se hace en Mendoza o San Juan, es decir, como sinónimo de "grande", "muy bueno" o "de calidad excepcional". Por sumar un ejemplo, tampoco quita el sueño el hecho de que los signos de apertura de interrogación y exclamación estén casi ausentes en la escritura diaria.
“Todo el tiempo el lenguaje se transforma: hay neologismos, distintas maneras de nombrar, dialectos, cronolectos, slangs que tienen que ver con la edad de les hablantes, con su situación geográfica, con su posicionamiento político”, expuso la docente. Los cambios ingresan al lenguaje con cierta facilidad, pero no sucede lo mismo cuando se trata de que el género gramatical rompa el "masculino genérico" e incluya a las mujeres y diversidades. En el caso del lenguaje inclusivo, “la transformación viene a dar en el corazón de la lengua: no queremos solamente apropiarnos de la semántica, queremos forzar al lenguaje a que nombre algo que sus estructuras no habilitan que sea nombrado”, remarcó la investigadora.
Para entender qué es lo que nombra el lenguaje inclusivo, tenemos que ser conscientes de qué es lo que el lenguaje tradicional, tal como lo conocíamos hasta ahora, no nombra. La docente trajo a colación los aportes de un grupo de semiólogas italianas –entre ellas Patrizia Violi y Giulia Colaizzi– que plantean que el lenguaje, en tanto práctica cultural humana, lleva las huellas de la sociedad en la que existe. Por lo tanto, en una sociedad capitalista y patriarcal, la lengua carga con las marcas de estas opresiones.
“Lo que ellas dicen es que el lenguaje tiene un sesgo patriarcal y –en el caso de las lenguas romances como el español, el francés o el italiano– eso está dado por la marca morfológica del género [la ‘o’], que hace que el uso del masculino ocupe el lugar simbólico de lo universal”.
Entonces, si lo masculino es lo universal, “todo lo que no es ‘lo masculino’ es ‘lo otro’”, puntualiza Grasselli: “Si lo masculino es lo universal, el sujeto hablante siempre tiene la marca de lo masculino”. En esta estructura sintáctica, lo masculino ocupa el lugar de sujeto, y lo femenino o feminizado solo pueden ocupar el lugar de predicado, es decir, aquello que no habla, sino sobre lo que se habla.
La reflexión de las semiólogas italianas es muy interesante. “Las mujeres habitamos la contradicción de tener que hablar como sujetos en un lenguaje que no nos reconoce como sujetos, sino como objetos. No nos reconoce como sujeto que enuncia, sino como enunciado, porque el sujeto universal es el masculino”, aporta la investigadora Fabiana Grasselli.
Ante esta situación, las estrategias que se han dado las mujeres para poder nombrar el mundo y la experiencia en clave propia son variadas. A veces, ha sido el silencio: “Ha quedado innominada la experiencia en el mundo de la mitad de las personas que pueblan este planeta”. Otras veces, en algunas culturas, las mujeres han creado un lenguaje solo para ser hablado entre ellas.
Fuente: Casa del Libro
En otros casos, como en la historia de la literatura, las mujeres han tomado la palabra desde el lugar de lo masculino, pero intentando –y muchas veces logrando– dar cuenta de la experiencia propia. Eso sí, siempre camuflándose como sujeto del lenguaje en un lenguaje que, en realidad, no les pertenece.
Apropiarse del lenguaje
Hay que tener en cuenta que transitar la vida en cuerpos sexuados –con marca sexogenérica– hace que cada experiencia en el mundo sea particular: cada cuerpo lleva consigo las marcas del lugar de poder o subordinación que el orden social le asigna. No es lo mismo ser mujer que ser varón o ser trans: esta identidad acompaña las vivencias de las personas, el trato que recibimos, las oportunidades que se nos presentan.
Para aclarar más aún: las experiencias de los varones en el mundo no son las mismas que las de las mujeres ni las de las lesbianas, travestis o trans. Podemos alejarnos de la explicación más ingenua: por poner un ejemplo, el acoso es una experiencia que tiene como víctima casi exclusivamente a la población feminizada.
“Transitar el mundo y las experiencias que ello conlleva habitando un cuerpo sexuado, un cuerpo de mujer concretamente, de lesbiana, travesti, transgénero, etc., hace que esa experiencia tenga matices y diferencias que el lenguaje ha silenciado y ocultado”.
Al hacer del masculino gramatical un “genérico”, se esconden realidades, se neutralizan experiencias y se invisibilizan historias. Allí irrumpe el lenguaje inclusivo con la propuesta de transformar las estructuras del lenguaje, la morfología, la gramática, la sintaxis. Por eso, interesa especialmente “obligar a ese lenguaje de hombres” –en general, mediante el uso de la "e"– a que se pongan en el lugar de sujetos que no tenían “habilitado ni previsto dentro de las estructuras” ese lugar.
Esta propuesta de cambio radical, reflexiona Fabiana Grasselli, “habla de la fuerza nominativa que están teniendo el movimiento de mujeres y las reivindicaciones de los feminismos para nombrar las experiencias de nuestras corporalidades y nuestra forma de atravesar el mundo en una clave que nos sea propia y que nos permita dar cuenta de una vivencia muy distinta de la de los varones”.
“Estamos diciendo que el lenguaje se haga cargo de la diferencia y que, en ese sentido, pueda nombrar lo que ha sido invisibilizado”.
La diferencia de sexos y géneros ha sido usada históricamente para construir jerarquías, relaciones de poder. En la actualidad, el rechazo a la subordinación de las mujeres y diversidades tiene relevancia social y, como todo conflicto social, se manifiesta también en el lenguaje. El silencio no es más una opción; la invisibilización, tampoco.
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