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"Por nuestras muertas, toda una vida de lucha", se escuchaba ayer en la marcha por los femicidios que a diario nos suceden. Pero cambiar el germen del patriarcado que nos oprime está en cada una de nuestras acciones cotidianas. Dejar de reproducirlo es nuestro desafío.
Foto: Axel Lloret
“A mí, mi exnovio me tiró de una moto”; “A mí me abusó un cura cuando era chica”; “A mí me fajó a la salida de un boliche”. “A mí me dijo que me iba a mandar de vuelta con mi familia adentro de un cajón”; “Yo me tuve que escapar de noche con mis tres hijos, sin que se diera cuenta”. “A mí me engañó durante tres años, mientras me decía que yo estaba loca por reclamar”.
No inventé ni una de todas estas frases. Ninguna. Algunas las escuché en la marcha. Otras las fui recopilando a lo largo de muchas amistades con mujeres.
Yo también fui una víctima. Tuve que renunciar a un trabajo por una relación con un jefe que ejerció una insoportable violencia psicológica sobre mí.
Todas tenemos una historia para contar relacionada con la violencia machista. Algunas pudimos salir de ciertos infiernos. Otras serán para siempre nuestro motivo de lucha.
La diferencia es que ahora los síntomas de unas son las causas de todas. Cuando mi mamá servía a mi papá como a un jeque árabe –la sangre que lo parió alimenta muchísimo esas consignas–, yo sentía una gran indignación. Algo en mí no soportaba ese maltrato, que por cierto estaba naturalizado hasta el tuétano puertas adentro de mi casa. Jamás un hombre levantaba un plato de la mesa, jamás un varón lavaba una taza. Ni en sueños sabía qué era de su ropa cuando se ensuciaba. Mi madre no se sentó a la mesa a comer con la familia nunca. Ella servía.
Servía para servir.
Yo crecí, como casi todas las de mi generación, en un familión que avaló, desde nuestras raíces italianas y árabes, el machismo como la naturalidad de lo cotidiano.
Ahora también lo hacemos al asumir las tareas de cuidado de nuestros hijos e hijas como una vocación inherente al rol que “nos toca” en la sociedad: “Es que yo soy una madraza”; “Yo tengo que supervisar todo”; “En mi casa nadie sabe hacer nada sin mí”, Lo escucho a diario. Incluso lo escucho de mi boca.
Es que sacudirnos hasta la última estructura patriarcal que está enraizada, enquistada, sepulta y retorcidamente encastrada en nuestros cimientos nos está costando, literalmente, sangre.
Sin embargo, algo está cambiando. Nos despertamos poco a poco. Salimos a la calle a reclamar que, básicamente, no nos maten. Este es el germen de una transformación.
Un día dejaremos de convertir a las nenas en princesas, de comprarles uñas postizas para que jueguen y de reproducir el modelo corporal distorsionado de la muñeca Barbie.
Otro día nos daremos cuenta de que repetimos frases machistas (“Escribilo para que lo entienda Doña Rosa”), insultos machistas (“hijo de puta”, “la puta que te parió”), indicaciones machistas a los varones (“Dejá de llorar como una nena”), consignas machistas en las relaciones (“Mi marido me dejó por esa puta. Ella me lo quitó”).
Más adelante hasta podremos comprender que a las mujeres nos enseñaron a rivalizar con otras mujeres, porque separadas no somos peligrosas. “Yo sólo tengo amigos varones, las mujeres son reconventilleras”, una frase que he oído en cada lugar de trabajo en el que me ha tocado ejercer mi profesión.
Siempre escuchando críticas, también dichas por mí, hacia otra que “consigue la información porque se transa a los funcionarios”; “Con esas tetas, cómo no se lo van a contar a ella”. La verdad es que nosotras tenemos que hacernos cargo de que muchas de nuestras conductas avalan y reproducen indefinidamente –o al menos hasta que decidamos dejar de practicarlo– el patriarcado que después nos aplasta, nos asfixia y nos devuelve a casa en una bolsa de plástico con una etiqueta.
Me emociona y me carga de esperanza saber que 7000 mendocinos y mendocinas creen que algo de todo esto está mal. Que necesitamos reconciliarnos con nuestras hermanas, compañeras, jefas, amigas, con nuestra tribu, porque somos nosotras, y sólo nosotras, las que podemos cambiar esta parte del mundo que nos oprime.
Por nuestras muertas, toda una vida de lucha.
Unidas nos tenemos.
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