La teta asustada

La autora, Eugenia Segura, es escritora e integrante de las Asambleas Mendocinas por el Agua Pura. En este texto analiza las biopolíticas del control social sobre el cuerpo de las mujeres a partir de las patentes de Monsanto sobre componentes humanos como la leche materna.

La teta asustada

Imagen Ilustrativa

Escribe el Lector

Unidiversidad

Eugenia Segura

Publicado el 29 DE NOVIEMBRE DE 2013

Como si a Monsanto no le bastara con alterar nuestros cuerpos a través de los alimentos genéticamente modificados, ni con patentar las semillas de cuanto ser vivo pueda sembrarse en estas tierras, ni con fumigar de prepo poblaciones inocentes con glifosato, cáncer y malformaciones genéticas, ahora Mondiablo, ha demostrado que existe un más allá del carajo adonde puede irse: acaba de patentar la leche materna humana. Se cierra así la trilogía espeluznante por la que las mujeres tenemos el útero legislado por el Estado, rosarios en nuestros ovarios por las iglesias, y ahora encima las tetas patentadas por el mercado global de las transnacionales siniestras. 

Sobrevolemos por un instante el cuerpo femenino, esa Terra Incognita que, más allá –o mejor, más acá– de cualquier esencialismo, nos muestra un simple dato de la realidad: las mujeres solemos tener ovarios. Cuerpos femeninos hipersaturados de luchas discursivas, y heridas muy concretas y reales. Territorios que contienen el misterioso, tremendo poder de fabricar seres humanos, y alimentarlos con los primeros sorbos de vida; a la larga cadena de intervenciones, formateos y atropellos a los que han sido sometidos en la historia, se añade ahora esto que supera cualquier cosa que la ciencia ficción o el cine de terror más bizarro hubieran podido concebir en sus peores pesadillas. Ya sé que suena a loco, a desmesurado, a “Nah, no se van a atrever a llegar a tanto”, pero pensemos un toque: algo así deben haber sentido las primeras que se enteraron de que en alguna lejana ciudad se estaban escribiendo leyes para regular el uso de sus úteros, y de ahí a la mujer china que yace en la cama de hospital con el feto de su segundo hijo al lado, como escarmiento, hay legalmente un solo paso. O de las primeras a las que les llegó el rumor de que estaban quemando por brujas a las sabedoras de los poderes curativos de las hierbas. O de que iban a tener que abandonar la complicidad de las comadronas, por los bisturís, jeringas y demás gélido aparataje de las salas de parto de los hospitales: habrán dicho tal vez el mismo nah, y ya ven, aquí estamos. Con las tetas patentadas en una lejana oficina yanqui, bajo el  Nº 8012509, y un enorme signo de pregunta: ¿hasta dónde pueden llegar las biopolíticas de control social en nuestros cuerpos?

“Vos sabés que, cuando tuve a la nena en el hospital  Lagomaggiore, cuando la fui a ver, lo primero que me dijeron es que tenía que reponerle al banco de leche la que le habían dado, y cuando les pregunté –imaginate, indignada por qué habían hecho eso si yo tenía leche, me dijeron que era porque no le habían puesto ese cartelito donde dice la alimentación. No me quedó otra y tuve que ir a los sacadores de leche, que son como esos de las vacas, me puse a llorar ahí, de la bronca…” me cuenta Ro cuando le cuento esto de las patentes de la leche materna, y algo de ese llanto le vuelve quebrar la voz y a mojar la mirada. La entiendo por los ojos, no es para menos: en los primeros sorbos de la vida de su niña, ya se mezcló la prepotencia del sistema, y quién sabe qué más. Como una de sus estrategias es hacerte dudar, hacer que lo tuyo parezca un caso aislado, y así cortar la conexión con otras que puedan haber pasado por lo mismo, se los cuento por si saltan otros testimonios semejantes.

Lo cierto es que la patente de Nestlé-Monsanto sobre nuestras tetas, y en especial el calostro –que así le dicen en la jerga científica a la primer leche materna– ya está ahí, en el sitio oficial de patentes, a sólo un link de distancia. La misma Nestlé, en el lacónico comunicado emitido al respecto, niega pero admite que les han dado dos patentes sobre la proteína Osteoprotegerin, bajo la excusa de que “también está en otras leches”, con lo que seguimos en lo mismo, el meollo de esta cuestión: ¿quién les dio el derecho de apropiarse de los fluidos y el material genético de los seres vivos, para ponerles una marca registrada?

Cualquiera que haya seguido un rato las huellas de Monsanto en el espacio y en el tiempo, se habrá asomado varias veces al abismo de hasta dónde puede llegar la perversidad: desde la India, donde los campesinos algodoneros envenenados y emprobrecidos se suicidan en masa tragándose el mismo pesticida que la transnacional les obliga a echar en sus campos, hasta las enfermedades y malformaciones genéticas que producen las fumigaciones de glifosato sobre las poblaciones inocentes acá nomás, en toda la pampa húmeda y el norte argentino. Desde la fabricación en las plantas de Monsanto del gas sarín, el agente naranja, el napalm y el gas mostaza utilizado en las guerras del siglo XX, hasta el acampe que está sucediendo ahora-ya en la localidad de Malvinas Argentinas, provincia de Córdoba, donde resisten la instalación de una planta procesadora de semillas transgénicas, en un pueblo de 15.000 habitantes donde ya el 80 por ciento de los niños tiene agrotóxicos en la sangre, por los cultivos de soja y maíz. O hasta este preciso instante, donde estamos luchando para que el Congreso rechace la ley de semillas, esos paquetitos genéticos del mundo vegetal que Mondiablo quiere modificar a su antojo para tener el control total de los alimentos que todos nos llevamos a la boca.

La vía láctea

Pero Monsanto sabe que tiene una mala imagen, y recurre al viejo truco de apelar a empresas que forman parte de su monopolio y sus trusts, y que todavía son bien vistas por la opinión pública, como es el caso de Nestlé y de, por ejemplo, Prolacta Biosciences. Aunque el logo del nido con los tres pajaritos ya no esté tan limpio y haya sido denunciado por sus intentos de apoderarse de las mejores fuentes de agua del planeta –acusaciones a las que su presidente responde sin despeinarse que sí,  que habría que privatizar el agua para que no la desperdiciemos los tontos seres humanos, nada mejor que el mercado y el verde dólar para custodiarla, para que todos los brutos sudacas aprendamos de una buena vez cuál es su valor. No es de extrañar entonces, a la luz de estas declaraciones de Nestlé, que las transnacionales simultáneamente estén tratando de avanzar en una Reforma del Código Civil, en la que se omite precisamente, deliberadamente, el artículo que garantizaba nuestro derecho al acceso al agua potable.

Sin irnos por las ramas (¿será de leche, será de agua la gota que colme el vaso de nuestra bronca, hasta que nos decidamos todos juntos a echarlos de nuestros pagos?), lo cierto es que ya hay más de 2.000 patentes de Nestlé sobre la leche que producen nuestras tetas, según denuncia la Organización Netzfrauen –y recordemos el escueto comunicado donde Nestlé admite dos patentes, como para recurrir a otro viejo truco: uy, error de tipeo, se les cayeron tres ceros.

Lo que nos conduce a otro gran signo de pregunta: ¿para qué hacen esto? ¿Irán a vendernos siliconas con alguna maquinita tipo expreso, que largue chorros de leche transgénica cuando se deposite una moneda en la ranura? ¿Se viene una campaña para poner medidores en los pezones de las embarazadas, para cobrar algo así como un impuesto a la teta más IVA? Difícil es estar en la cabeza de Monsanto o del presidente del grupo Nestlé, para saber exactamente adónde son capaces de llegar con estas movidas, habría que ser psicópatas para entenderlos. Pero sí podemos deducir algo, si nos detenemos a observar páginas como el sitio oficial de Prolacta Biosciences (que curiosamente, al día de la fecha, tiene 666 likes).

Y esto nos lleva por otra vía, la rama farmacológica del asunto, al ver cómo promocionan leche materna en frasquitos de 10 a 50 mililitros, bajo el nombre de Prolact+ y PremiLact, con el circulito arriba de marca registrada. Y si abrimos las ventanas de las donaciones, "elija un banco de leche y conviértase en donante de leche materna". Y aquí llegamos a otra vía, la que lleva al escalofrío por la espina dorsal del que de repente lo vea.

Es obvio, jamás van a mostrarte el lado oscuro de sus negociados, siempre van a venderte con algún verso altruista o de avance medicinal-tecnológico sus productos, y los dispositivos que utilizan para instalarlos, como los bancos de leche. Donde muchísimas mujeres, con las mejores intenciones, de buena fe –o por la fuerza, como mi amiga donan el excedente que les sale del  pecho, pensando que es para los bebés prematuros pobres y sudamericanos, poniéndose en el lugar de las madres que pierden su leche, porque acá si algo nos sobra es solidaridad y amor. Y sí, te entiendo, yo también veía con buenos ojos los bancos de leche, hasta que me encontré con esto.

Porque si seguimos la vía farmacológica, podemos llegar hasta Pfizer, RocheBayer (¿te suena a “es bueno”?), que además de aspirinas, produce glifosato para fumigar maíz y soja transgénica, y también, claro, medicamentos. Y sí, detrás de algún verso como la lucha contra el cáncer que ellos mismos producen fumigándote o haciéndote tragar los alimentos genéticamente modificados que desbordan las góndolas de su hipermundo justifican el hecho de aislar los distintos componentes curativos que posee nuestra primera panacea universal: la leche de nuestras tetas.

¿A qué o quién entonces estamos entregando inocentemente nuestra información genética? ¿A Nestlé y sus leches maternizadas o fortificadas con tal y cual cosa? ¿A Prolacta y sus frasquitos para bebés del primer mundo? ¿A Monsanto y su largo prontuario de modificar seres vivos genéticamente, y donde hay guerra, si se me permite considerar el agente naranja o el gas sarín como armas químicas, matar callando a millones de seres humanos? ¿A Pfizer, que ya tiene un historial de experimentación con seres humanos sin su consentimiento? ¿A Bayer  que, si nos remontamos a la Segunda Guerra Mundial, tenía sus laboratorios al lado del campo de concentración de Auschwitz, donde ponían a trabajar a los prisioneros en fabricar el mismo ácido cianhídrico –gas Zyklon B, como bautizaron a este, en principio, ¡oh casualidad!, pesticida– que utilizaban para exterminarlos a ellos y a sus familias? Como bien anota Walter Graziano, en su libro “Hitler ganó la guerra”, curiosamente ni una sola bomba de los aviones aliados le hizo siquiera una gotera en el techo a los laboratorios de Bayer.

Volvamos entonces al primer “Nah, no se van a atrever a tanto”, y repensémoslo un segundo. Mujeres, pongámosle el pecho a esta causa. Que va mucho más allá de los géneros y los devenires identitarios que quieras. Porque, seas quien seas, contame ¿qué fue lo primero que comiste cuando llegaste a este mundo?