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20 DE DICIEMBRE DE 2024
La autora es doctora en Filosofía, especialista en Filosofía e Historia de las ideas latinoamericanas, docente en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la misma universidad e investigadora independiente del CONICET, en el INCIHUSA-CRICYT, Mendoza.
Foto tomada de la página web del Museo Casa Histórica de la Independencia
El siglo XVIII latinoamericano representa un momento relevante de nuestra historia, en el que comienza a superarse el devastador efecto de la conquista española. En el transcurso de la segunda mitad de la centuria se produce la emergencia de un nuevo sujeto, que se afirma como tal y se muestra deseoso de asumir la “mayoría de edad”, definida por Kant como nota distintiva de la época de la Ilustración.
En nuestras latitudes, la exigencia kantiana es interpretada a la luz de la relación de subordinación respecto de España y proyectada como una nueva condición política, respecto de la cual la vida colonial no es sino la infancia en la que han vivido los americanos, percibida ahora como una forma de identidad débil y deficitaria.
A principios del siglo XIX, cuando la coyuntura se presentó favorable, la simbólica independentista incorporó los instrumentos conceptuales forjados en la Ilustración europea y los refuncionalizó para pensar la política americana. "Contrato" y "constitución"; "soberanía popular" y "representatividad de los funcionarios"; "ley" y "división de poderes"; derechos inalienables de igualdad, libertad y propiedad son las categorías plenamente modernas con las que se reviste el discurso independentista. Pero, por sobre todas ellas, es la grandiosa idea de "revolución" la que organiza la forma nueva de percepción de la historia y de la sociedad en el pensamiento político de la independencia.
Frente a la situación colonial, especie de tutelaje político profundamente degradante, se abre la posibilidad del cambio radical, de la ruptura con ese pasado odiado de usurpación, miseria e ignorancia. Pero también se despierta un temor sordo, alimentado a lo largo de tres siglos de historia americana, frente a la posibilidad de que los primeros cambios desencadenen un torbellino de rebelión generalizada que arrase con aquellas seguridades que, gracias a una posición social y política construida trabajosamente, han podido labrarse para sí los criollos.
El temor al "otro", latente durante siglos y expresado, muchas veces, como olvido del indio, desprecio por el mestizo y brutal subordinación del negro, recrudece ante el inminente y deseado trastocamiento del orden colonial, y es alimentado por las imágenes del terror francés, pero sobre todo de la revolución de los esclavos negros en Haití. Producir las transformaciones económicas y políticas proyectadas sin alterar la jerarquía de las castas en la estructura social es el desafío que tiene delante de sus ojos la élite ilustrada americana.
De allí que, si en lo político la soñada emancipación se plantea como una ruptura radical con la monarquía española, en lo social el proyecto era aplicar reformas paulatinas, implementadas desde la educación y la legislación, que permitieran educar al bajo pueblo y evitar la temida anarquía social.
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