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23 DE OCTUBRE DE 2024
El multifacético Rafael Spregelburd arriba mañana a la provincia para brindar una entrevista abierta en la Nave Cutural a las 17:00, a propósito de su participación en El crítico, halagado filme metacinematográfico de Hernán Gerschuny que forma parte de la grilla del Bafici Itinerante y en el que se pone en la piel de un crítico de cine condenado por el amor a vivir una historia inconcebible desde sus parámetros intelectuales.
Rafael Spregelburd
Su versatilidad asusta: es uno de los dramaturgos más lúcidos que ha dado la era, un sólido actor, director, docente, traductor... Pero nada parece aquietar a Rafael Spregelburd, un curioso buceador de universos alternativos –¿qué es, si no, el arte?– que, insaciable, se entrega sin tapujos al sueño de alguien más.
Ese alguien es Hernán Guerschuny, realizador cinematográfico y comunicador de profesión, crítico de oficio y codirector de la revista Haciendo cine, quien se animó a debutar en el cine con El Crítico, una cinta plena de guiños al mundillo cinematográfico en la que Spregelburd compone a Víctor Téllez, un crítico loser que mira la vida desde sus propios patrones estéticos hasta que, sin querer, se ve envuelto en lo que es tal vez su peor enemigo y un ícono de lo más empalagoso del cine hollywoodense: la comedia romántica.
Mañana a las 17 –y solo por unas horitas–, Mendoza tendrá el enorme placer de recibir al actor que interpreta al confundido Téllez; Spregelburd estará en La Nave, donde brindará una entrevista pública que guiará Patricia Slukich.
Rafael no puede ser más impecable. “Acá van mis respuestas. Es posible que estemos excedidos de espacio, servite de aquí lo que prefieras y eliminá lo que no revista mayor interés, siempre que no quede tergiversado lo que se dice. ¿Te mandaron fotos? Por las dudas te envío por separado dos fotogramas que Hernán suele mandar. Y algún retrato mío si es que prefieren que haya una foto no caracterizado. Saludos”, me escribe. Nada que desperdiciar, Rafael, sería un despropósito. Cineastas, teatreros, público: he aquí sus ineludibles, perspicaces y –por qué no– controversiales reflexiones.
¿Cuál es la génesis de El crítico?
Yo me incorporé al proyecto cuando la cosa ya venía muy avanzada en la cabeza –y en la mesa de trabajo– de Hernán Guerschuny. Sé que el guion tuvo varios años de maduración y algunos más para hacerse realidad. Imagino que Hernán, que es cineasta y también periodista, ha depositado en esta, su primera película como director, pero su enésima película como estudioso del fenómeno, una enorme cantidad de datos sensibles de sus años como crítico. El guion destila sarcasmo espeso y cariño infinito por partes iguales. Pero el gran mérito del filme es usar ese mundillo que conoce tan bien para hablar de cuestiones más universales: el amor, el arte, nuestra relación con la realidad, la naturaleza de la fantasía, la utilidad de la ficción. En la génesis de la película están las señales del pasaje mágico de lo pequeño (el mundo de la crítica de cine) a lo más grande (la vida en sí).
¿Cómo nació la posibilidad de trabajar en el filme?
Hasta donde me han querido confesar, hacía mucho tiempo que buscaban al protagonista. Le escuché decir a Hernán varias veces que este debía realizar un pequeño milagro: ser repulsivo y producir una enorme empatía. Yo conocía a la mujer de Hernán, Roberta Pesci, una vestuarista maravillosa con la que había trabajado en Música en espera y Días de vinilo, y ella lo trajo un día al teatro a verme en Apátrida. Es una obra en la que –casi por capricho del destino– también interpreto a un crítico: el polémico Eugenio Auzón, un español que en 1891 se batió a duelo con el pintor Eduardo Schiaffino por una sutil diferencia estética… En mi obra, interpreto a ambas partes de esta discusión, pero también realizo ese gesto contradictorio: presento al gran cretino, a Auzón, como un melancólico héroe romántico. Hernán salió de la función inmediatamente convencido de que yo debía ser Víctor Téllez. Y cuando leí el guion, muy influenciado por su propio entusiasmo, yo también pensé que podía ser yo. Lo que más facilita las cosas a un actor es la confianza ciega que un director deposita en él. Claro que el entorno y el lenguaje de mi obra, de una retórica teatral hasta la médula, son muy distintos del realismo extrañado del cine, así es que tuvimos mucho trabajo que hacer.
Imagino que, como director y actor de teatro y cine, has estado siempre en contacto con la crítica. ¿Cómo era esa relación antes de la película de Gerschuny?
La relación con la crítica es inevitable. Aun así, he tratado siempre de evitarla. Se reducía en general a una regla muy simple: si a los críticos les gusta lo que hacés, te caen simpáticos, y sus ironías, exageraciones y pequeñas ignorancias te resultan encantadoras. Si en cambio detestan tu trabajo, ya ni siquiera te tomás el tiempo de entender el porqué. Jamás he aprendido nada de mi obra leyendo lo que piensan los críticos sobre ella. Es un poco triste. No es que un artista no necesite de miradas críticas, es simplemente que el artista también elige a quién puede o no creerle, cuán seria sea la formación de quien opina y cuán en sintonía puede estar ello con tu obra. Al poco tiempo de trabajar en esta ciudad es muy fácil darte cuenta de dónde te conviene que tu obra no guste. El gusto personal es algo que interfiere definitivamente sobre la presunta objetividad con la que se pueden analizar los fenómenos artísticos. Siempre recuerdo las palabras maestras de Luis Felipe Noé en su Antiestética: “La obra de arte no comete crimen de ningún tipo, ¿por qué entonces es puesta en tela de juicio, como si la cosmovisión privada del artista pudiera ser culpable de un acto deleznable?”. La crítica suele olvidar su objetivo más noble (desentrañar y amplificar el misterio de la creación) y apenas responde a los formatos del mercado, que hace de los procesos creativos meros productos y que los califica como si se tratara de variedades de harinas triple o cuádruple cero. Yo también he tenido la suerte de ver mis obras representadas en otros contextos culturales (Alemania, Italia, España, Francia), donde la distancia geográfica hace más evidente este fenómeno de rareza. Algún crítico de Die Welt (diario alemán conservador) puede disfrutar enormemente de mi obra, pero como escribe para un diario de derecha, sabe lo que debe decirles (alertarles) a sus lectores. La crítica es –fue siempre– una herramienta muy dominada por el mercado, pese a que utilice talentos humanos, saberes y creatividad.
¿Cambió tu visión-relación después del filme?
No mucho. En todo caso se radicalizó un poco. Para encarnar al personaje, Hernán me hizo entrar disimuladamente en funciones privadas para críticos. Estuve presente en ese evento tristísimo, que suele tener lugar a las 9 en un shopping desangelado, donde el único aliciente para el madrugón son unas improbables medialunas, y donde los críticos asistentes se burlan de sus propios colegas, mal informados, mal vestidos, peor remunerados, probablemente desorientados ante una película de zombies y vampiros, parte de una saga imparable que seguirá adelante hagas lo que hagas. La mezcla de esta fauna es fascinante. Desde los académicos universitarios divertidos por el ridículo equívoco de su trabajo hasta los indignados que ideologizan las animaciones de plastilina, pasando por los despistados ancianos que ya no llegan a entender mucho el ritmo de la edición en videoclip. En suma: esa figura del crítico como oponente, ese ser peligroso e incorruptible que va a opinar en tres párrafos sobre el trabajo de tu vida, visto bien de cerca, se convierte en laburante con caspa y algo de resaca. Exagero mi impresión. No olvidemos que para poder humanizar al personaje yo mismo he tenido que imaginarme en el incómodo sitio de estos trabajadores del pensamiento. A Téllez le hacen en la película cosas humillantes. Ver de cerca ese mundo no me ayudó a recomponer la relación con los críticos, pero sí a comprender que decir “los críticos” es un grave error: dentro de esa bolsa de gatos hay de todo, intelectuales serios mal pagados y chantas frívolos que no han querido ir a apilar bolsas al puerto. Cada uno sabrá dónde y por qué pone su pasión.
¿Cómo fue componer a Víctor Téllez?
Yo no soy un actor de composición. No creo mucho en esa manera de entender la actuación que supone que la imitación de rasgos de personalidad va a suplantar tu comprensión profunda de lo que está sucediendo. Una barba espesa, una ropa cuidadosamente mal elegida y un mínimo de gestos son suficientes para empezar a trabajar en serio: hacer creíble a Téllez implicaba vivir sus situaciones, habitarlas, desentrañar su lógica. El cine pone a tu disposición un montón de herramientas, además, para evitar el grotesco de esa imitación en la que no creo: el primer plano te permite que se vea lo que pensás sin necesidad de decirlo, el vestuario ayuda a comprender dónde está parado este tipo, la edición superpone en planos consecutivos aspectos contradictorios de su identidad. Para hacer a Téllez éramos muy concientes, además, del gran procedimiento del filme: que el pensamiento del personaje se escucha todo el tiempo como voz en off, en un pretencioso francés grave y tendencioso. En síntesis: hacer a Téllez significó sobre todo aprovechar las herramientas que la película ha inventado para él.
¿Y el ponerse a las órdenes de un cineasta-crítico?
Hernán reúne las ventajas de ambos universos. Es culto y tiene buen gusto. Sabe de buen cine (el cine de autor) pero no le hace asco al cine de género. De hecho, en la película había que reciclar varios géneros muy precisos: la comedia romántica, el suspenso, etcétera. Y en vez de parodiarlos, él decidió ir hasta el fondo y realizarlos técnicamente de manera tan preciosista como si se tratara de honrarlos. Téllez es un personaje muy amargo, muy gris, muy lúcido, que vive de pronto en el género equivocado: una comedia romántica. Y tiene que enamorar a la chica más improbable que Fortuna podría haberle puesto en su camino: Sofía (una Dolores Fonzi exquisita) es la antítesis de todo lo que constituye el mundo opaco de Téllez. Hernán supo usar sus conocimientos técnicos del cine para hacer una película de una gran honestidad en su frescura. No se quedó en el sarcasmo fácil del crítico. Puso a funcionar un mundo emocional allí donde solo podrían haber existido opinión y juicio.
¿De qué va el filme? Hasta donde sé, se encarga de desnudar algunos clichés esnobistas del universo cinematográfico…
Sí y no. Téllez no es esnob. A Téllez le gusta el buen cine y se lamenta porque cada vez se hace menos. Él piensa que el cine ha muerto en la gloriosa nouvelle vague. Es un síntoma muy común de los críticos, que la historia ha verificado una y mil veces: creen que el punto más alto en la creación es aquello que se hacía cuando ellos eran jóvenes. Téllez trabaja para un diario donde es respetado, pero no comprendido. Y su vida privada se derrumba. No sabe manejar sus afectos, es apenas un “espectador especializado” de la vida de los otros y no el protagonista de su propia vida. La película parasita el tema del crítico, pero solo para dar un salto narrativo delicioso: Téllez debe dejar de ser un espectador pasivo que solo opina para convertirse en ese héroe ridículo que corre sin saber por qué bajo la lluvia intentando recuperar a la chica, que se desvanece como agua entre los dedos en cada parpadeo.
¿Cuál es, desde tu perspectiva, el trasfondo de la película?
Cada uno es libre de interpretarla como prefiera. El final, poderosísimo por abierto, extraño por poético, contiene varias posibilidades, es multívoco y decide no cancelar el trasfondo de la película en una sola enseñanza, ¡gracias al cielo! La película es de un dulzor amargo, una sensación agradable e indefinida, que se parece a lo que me sucede frente a algunas comedias tristes de Woody Allen, de Paul Thomas Anderson, de Richard Linklater.
¿En qué proyectos estás embarcado actualmente?
Sigo en cartel con Apátrida [obra escrita e interpretada por él] y estoy ensayando como actor mi último
texto, Spam, que se estrenará en el
Festival Internacional de Buenos Aires el 10 de octubre, junto con un par de
obras viejas que repongo en una suerte de “miniciclo Spregelburd”. Mientras
tanto, preparo un pequeño montaje de varios textos breves con actores italianos
que estrenaré en Udine en febrero, y otro en catalán para Barcelona en mayo.
Estamos terminando un largometraje de largo aliento dirigido por Alejo
Moguillansky, una aventura desopilante que nos ha llevado desde Colón hasta las
ruinas jesuíticas en Misiones. También acabo de filmar una pequeña participación
en la monumental La flor, de Mariano
Llinás (un filme que ya lleva cuatro años de cocción, y que probablemente se
terminará dentro de otros tres). Y tengo al menos cuatro ofertas muy
interesantes para lo que queda del año, entre óperas primas, cine digital,
series de unitarios televisivos. Espero poder con todo ello, porque lo cierto
es que me siento muy a gusto actuando en cine. Como en teatro soy actor de mis
propios montajes, el cine me ofrece una vacación de mí mismo, y es en él donde
suelo realizar los personajes de mayor riesgo, o al menos, los que expanden
muchísimo mi idea sobre mi propia capacidad expresiva. Desde el arquitecto
culto y despreciable de El hombre de al
lado al inocente albañil de La ronda,
pasando por el marinero de Agua y sal,
el rockero canchero vendedor de tumbas de Días
de vinilo, el neurótico obsesivo de la serie Tiempos compulsivos o el espía británico setentoso de La flor, creo que el cine no ha logrado
en ningún modo encasillarme. Esperemos que siga así.
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