Escribe Sandra Chaher para Comunicar Igualdad. Frente a la creciente demanda, por parte de algunos sectores de la sociedad, de “mano dura” ante el delito, desde esta columna alertamos sobre las consecuencias de la violencia en la vida de las personas, particularmente de las subordinadas y discriminadas por razones de género. Y reivindicamos al feminismo que rechaza a la violencia en todas sus formas.
Hace unos años, frente a un varón maltratador con quien tenía un vínculo laboral, le dije: “Una de las razones por las que soy feminista es porque creo que la violencia no debe ser parte de las relaciones”. Ese hombre me respondió que el feminismo no tenía el patrimonio de la no violencia, o algo similar. Es cierto, como también lo es que muchas personas que se asumen como feministas consideran que si recibimos violencia debemos responder de la misma manera. Aunque yo no comparto esto.
El feminismo sabe, como movimiento construido sobre la realidad material de la desigualdad y la subordinación, que la violencia es dolorosa, que hace daño y que inevitablemente genera más violencia. No hay manera de salir de una espiral de violencia con más violencia. Si de verdad queremos que el dolor cese hay que bajar los decibles, cambiar la frecuencia, pararse en otro lugar.
También sabemos que la violencia engendra mucho dolor para quien la emite, no solo para quien la recibe. Gritar, maltratar, pegar, torturar o matar no nos hacen mejores personas; por el contrario, nos van endureciendo, encostrando, apergaminando.
En las últimas semanas, desde que fue presentado a la presidenta de la República el anteproyecto de reforma del Código Penal, venimos escuchando, desde diferentes sectores de la sociedad vinculados a la oposición política, la queja por el descenso de las penas, la eliminación de la reclusión perpetua y de la figura de la reincidencia. “Es una amnistía para los presos más peligrosos que saldrán a la calle inmediatamente cuando se apruebe, por ser ley más benigna y un mensaje muy peligroso para los delincuentes” dijo, entre otras cosas, el diputado nacional y exintendente de Tigre Sergio Massa. “Es inadmisible que se permita la excarcelación de narcotraficantes, que se abra la posibilidad de reducir las penas para la mayoría de los delitos incluyendo el de violación y la trata de menores, que se elimine la figura de la reincidencia y que se elimine la prisión o reclusión perpetua incluso para violadores y asesinos”, argumentó el también diputado nacional y exgobernador de Córdoba Juan Schiaretti. “Es una locura aprobar esa reforma al Código Penal. Parece hecha para que los delincuentes estén mejor y salgan más rápido”, metió su baza el conductor de televisión Marcelo Tinelli.
Más allá de que el anteproyecto fue elaborado por un equipo que integraron buena parte de las fuerzas políticas mayoritarias (PRO, U.C.R, Partido Socialista), y de que está basado en los estándares de los tratados internacionales en relación con el tema –que indican que el aumento de penas no resuelve los problemas sociales–, nos preocupa la consigna, de parte de la dirigencia política y de la sociedad –no olvidemos que hubo marchas de miles de personas hace 10 años pidiendo “mano dura” junto a Juan Carlos Blumberg– de que el aumento en la duración de las penas –de pocos años además, porque el debate está rondando sobre diferencias que en muchos casos no llegan a un lustro– es una salvaguarda contra la violencia. Es decir que ponernos más durxs nos hará impermeables, o nos dará más tranquilidad, frente a la creciente violencia social.
Los problemas vinculados con el narcotráfico, las pandillas, los robos, son complejísimos. Tienen que ver con una trama nunca lineal en la que están involucradas muchísimas personas e instituciones, desde los poderes del Estado hasta los de la sociedad civil, y que superan ampliamente la realidad de un país o región. Es decir, no se resuelven jamás con enfoques punitivos. Muy por el contrario: la violencia de la represión engendra una mayor escalada.
Y acá se introduce el rechazo a este enfoque desde un punto de vista de género. Lo decía María Elena Barbagelata en esta agencia semanas atrás, hablando de esta misma reforma al Código Penal, pero en una posición crítica hacia algunos artículos del anteproyecto que sí suman nuevas penas para las mujeres: “¿Desde cuándo la punibilidad favorece a la mujer?”. Nunca la violencia, la punibilidad ni la represión favorecen a las mujeres ni a las personas que no se identifican con las masculinidades hegemónicas, porque esas personas, que ya son violentadas, abusadas y castigadas en contextos “normales”, lo son mucho más cuando el ambiente social se enrarece por una violencia que se dispara en múltiples sentidos.
El informe "Carga Global de la Violencia Armada", realizado en el 2011 por The Geneva Declaration on Armed Violence and Development, una iniciativa diplomática creada en 2006 con el objetivo de observar los vínculos entre la violencia armada y el desarrollo, constataba –luego de investigar los índices de feminicidios en muchísimos países– que hay una correspondencia entre las regiones con más violencia letal y más altos índices de feminicidios. En estas zonas, las mujeres son frecuentemente atacadas en los espacios públicos, muchas veces por grupos o pandillas de varones, y se trata de asesinatos muy poco sancionados por el Estado, es decir que se desarrollan en un ambiente de enorme impunidad.
Si en la sociedad hay violencia, si hay enfrentamiento entre diferentes sectores por disputas de botines o de territorio, o entre estos sectores y el Estado, esa espiral violenta se descargará con mucha más potencia sobre los grupos habitualmente discriminados por razones de género: las mujeres, pero también quienes no respondan a ese modelo de masculinidad violento. Si ya hoy las personas travestis y transexuales son perseguidas y maltratadas –aunque tengamos Ley de Identidad de Género– por personal policial, y rechazadas aún por la gran mayoría de la sociedad, ¿cuál sería su situación en un contexto de violencia creciente? ¿Qué pasaría con el sustrato de violencia simbólica que sostiene nuestras sociedades si desde el Estado se diera un mensaje de mayor represión? Nada que no conozcamos, pero justamente porque lo conocemos, sabemos que no es bueno: quienes sienten que detentan el poder –en la calle, en la casa, en el Estado– creerán que tienen más derecho a ejercerlo.
La violencia no es buena para nadie, pero lo es mucho menos para los sectores oprimidos, subalternos, discriminados. Por eso debemos decir que no es el camino correcto, pedir que quienes asumen roles dirigentes reorienten su liderazgo hacia otro tipo de enfoques: más integrales, multidisciplinarios, respetuosos de los derechos humanos y, por qué no, más amorosos.