La historia es de todos
Ya pasó. Ya va pasando. Eternos días donde el tema era uno solo, se van escurriendo y van dejando espacios para otras noticias en la prensa mundial, tan ocupada en la Argentina, en el flamante Papa Francisco.
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Claro, era importante escudriñar las razones de tan sorpresiva elección, las internas del cónclave, el perfil del nuevo líder religioso. También a muchos les pareció trascendente referirse a la línea del metro que utilizaba el padre Jorge, a sus preferencias culinarias, a su equipo de fútbol y al modo en que le gustaba cebar el mate.
Mucho más importante sin duda era informar acerca de los cuestionamientos que asediaron al otrora cardenal Bergoglio, a raíz de su ortodoxia en materia de derecho de familia y en numerosos puntos que hacen a la cotidianeidad de los católicos (y de los no católicos, en un país fuertemente católico).
Uno de esos puntos por demás importantes fue, y sigue siendo, reflexionar sobre las críticas que siempre existieron, acerca de su posición y posible colaboración (activa u omisiva) durante la dictadura militar argentina de 1976 a 1983. Es un tema entre tantos que, lejos de ser un tabú, merece, sin dudas, un análisis.
Lo cierto es que me ha tocado vivir este relevo papal lejos de mi país y un tanto distanciado y desacostumbrado de la dinámica política y mediática que vivimos los argentinos. Pero no tardé en recordarla cuando advertí que cualquier cuestionamiento, reflexión crítica o, aunque más no sea, duda que se deslizara en medios de comunicación o en redes sociales sobre Bergoglio, era absorbida inmediatamente por esa visión dual y encarnizada que nos caracteriza desde hace tiempo: el que no está CON nosotros, está CONTRA nosotros. “Nosotros” frente al otro, que es, siempre, el enemigo. Así resulta que una posición crítica sobre el proceso que atraviesa el Vaticano, es en el acto leída como una adhesión al gobierno, como si este fuese el único que tuviera el derecho y la responsabilidad de encargarse del asunto.
Es que no se trata de una cuestión interna reservada solo para católicos; estamos ante un hecho de alto impacto en la esfera política interna y en el plano internacional. Pero resulta que, para muchos, las referencias a algunos temas “sensibles” son un pase directo al campo donde se libra esta guerra estrábica que enfrenta a dos bandos, sin dejar lugar a nadie más. “Oficialismo” y “oposición” son las banderas vagas e imprecisas que pueden agitarse, y aquí no se quieren locos que vengan a la contienda sin estandarte.
Más allá de la participación o no de Bergoglio en el proceso militar de 1976, me pregunto desde cuándo la reflexión acerca del papel de la Iglesia Católica como institución durante estos años, es un territorio privado y reservado a “kirchneristas”. Cómo ha operado esta especie de apropiación simbólica del estado de derecho, donde los ciudadanos vemos en riesgo la discusión crítica de los temas que son nuestros, es decir, de la sociedad entera.
La historia cimienta la coyuntura política pero la trasciende, por muchos intentos que haya de evitarlo. En pocas palabras, la historia no es de nadie, porque es de todos. Interpelarla no es un privilegio político: es un derecho y un deber democrático.
iglesia, renovación,