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23 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Roberto Valent, representante de las Naciones Unidas Argentina,
Foto: Infobae
Según la Organización Mundial de la Salud, el continente americano es el actual epicentro de COVID-19. Dentro de esta "zona roja", quizás uno de los peores lugares para enfrentar la pandemia son las cárceles. Sus habituales condiciones de hacinamiento e insalubridad hacen imposibles las medidas de autocuidado y aislamiento, haciendo de la privación de libertad una pena de muerte en potencia.
Argentina no está al margen de esta realidad regional. De acuerdo a los últimos datos oficiales la población carcelaria asciende a 103.209 personas en prisiones y comisarías. La tasa de hacinamiento (22,1% promedio a nivel federal) se incrementa ostensiblemente en las provincias de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. Varios expertos de la ONU han señalado la grave situación de las cárceles en el país, recomendando al Estado ajustar las condiciones de reclusión a las normas internacionales en la materia.
COVID-19 en las cárceles es un desafío urgente de derechos humanos, porque el Estado tiene particular responsabilidad para con las personas bajo su custodia, quienes dependen totalmente de que él les proteja. Pero también es un desafío urgente de salud pública: las cárceles se pueden volver focos de contagio no solo para las y los internos, sino también el personal penitenciario, sus familias y comunidades enteras.
Por ello, varias instancias de la ONU (entre ellas la Alta Comisionada para los DD.HH., Michelle Bachelet) han instado a los gobiernos del mundo a reducir el hacinamiento en las cárceles -que en sí es violatorio de los derechos humanos- para cumplir con su obligación de proteger el derecho a la vida y a la salud dentro y fuera de los recintos penitenciarios.
Este tipo de decisiones requiere de mucha voluntad política, pues pese a ir en directo beneficio de la población, no suelen ser bienvenidas por una ciudadanía que ha sido víctima de los discursos de "mano dura" durante décadas. Sin embargo, la experiencia comparada es clara: varios países ya han tomado medidas para descongestionar las cárceles en el marco de COVID-19 sin generar una salida masiva de "delincuentes peligrosos".
Existen categorías de personas privadas de libertad que no deberían beneficiarse de este tipo de decisiones ni siquiera en un contexto de pandemia. En primer lugar, los perpetradores de graves violaciones a derechos humanos, dado que sería una afrenta a sus víctimas y los estándares internacionales. También deben excluir a las personas que hayan cometido homicidios y otros crímenes contra las personas, con particular énfasis en quienes estén acusados por violencia de género.
Del otro lado de la moneda, muchas categorías de personas privadas de libertad sí deberían beneficiarse de medidas como conmutación de penas o libertad condicional, como mujeres embarazadas, con niños o niñas en edad temprana; personas con discapacidad o con enfermedades crónicas; jóvenes que han infringido la ley por primera vez o personas con condenas leves por delitos menores; personas en prisión preventiva que enfrentan penas leves o que se acercan al fin de su condena, entre otras. Pues en palabras del presidente Alberto Fernández, "tener en las cárceles personas en situación de riesgo y que el Estado no reaccione es inhumano".
Además de lo inmediato, debemos tener mirada de mediano plazo, y la crisis de COVID-19 nos presenta una oportunidad única para reconstruir más y mejor. Como dijo el Secretario General de la ONU, los derechos humanos "pueden y deben guiar la respuesta y la recuperación" frente a la pandemia. Por ello, pasada la fase aguda, el sistema penitenciario argentino no puede volver a condiciones infrahumanas. Porque la violación estructural de derechos humanos nunca es algo normal, y porque la cárcel no debe despojar a ninguna persona de su dignidad.
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