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23 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.
Perdieron “apenas” por 38 puntos a 0 ante los implacables All Blacks. Hace algo más de una semana, en cambio, habían ganado memorablemente a los de Oceanía. Su posterior derrota vino de antes del partido, cuando el emotivo homenaje de los locales a Maradona contrastó con el frío trato de los argentinos, patricios ellos, gentes de buenas familias e ilustres apellidos.
Diego mostró ser la última excepción al final de la metafísica. Sí: muy filosófico. Porque el fin de la metafísica es el fin del fundamento, y con ello de la convicción fuerte, las creencias “a fondo” y el consiguiente entusiasmo. Estamos en época de descreencias e indiferencia, de desapasionamiento progresivo, de final de ideologías y desgarros. Post-historia, remedo del acontecer, la vida como sueño al interior de otro sueño.
Por eso la muerte de Diego se mostró como una saeta, como último barrilete lanzado al aire de la pasión colectiva. No sólo en Argentina: también en muchas partes del mundo, en el insólito cartel de los movilizados en Francia, en la viñeta graciosa de los ingleses con Churchill eludido, en el dolor inconsolable de los napolitanos.
¿Qué Maradona era un tipo contradictorio, que tenía ribetes de lamentar? Qué duda cabe. No es el hombre el que ha sido elevado a símbolo, es la figura, es el personaje. Gente correcta, la hay mucha: el de Fiorito no era eso, más bien lo contrario. Pero la corrección no hace ilusiones ni delirios: la gambeta infernal de Maradona, sí. Y sobre todo su postura ante los poderosos, su lugar de héroe trágico tantas veces caído y derrotado, su llanto e imposibilidades, sus victorias futboleras y fracasos personales, su ser rico y villero a la vez, su estar siempre entre la agonía y el éxtasis.
Están sus fotos con Los Pumas, alguna vez fue a arengarlos en directo. Ahora, ellos se pusieron una invisible cintita en el brazo, y con ello pasaron el trago. Porque se trata de una cuestión de clase social, de “distinción”, como planteó Bourdieu: ese plebeyo, ese hombre de abajo, nada les dice a los apellidos atildados del mundo del rugby o del polo.
Es cuestión que los de abajo entienden. Ellos son los que lloraron incansablemente, que esperaron –muchos en vano- horas para verlo, que se agarraban la camiseta y se tocaban el corazón, que se abrazaban trémulos mezclados los de River y Boca. Se había ido una parte de la vida y de la identidad nacional, pero vistas desde abajo. Y no una parte cualquiera. La parte maldita, como alguien escribiera.
Por eso no fue raro que la revancha de clase incluyera represión y balas de goma. Que sectores del feminismo academizado discutieran, no pudiendo clasificar a Diego. Y que Los Pumas hicieran el papelón de mostrarse indiferentes a esa especie de Dios barroso, de héroe manchado, de desordenada imagen de los anhelos colectivos frustrados. De Diego/ símbolo, amado por la mayoría de los argentinos y también por buena parte del mundo.
Se va con él el último antihéroe, el que desafiaba al poder, el que ganó muchas y perdió infinitas, aquel al cual la derecha le cobró su afecto por Chávez, por Cristina o por Fidel. El país se paró por varios días, y el establishment quedó sin dominio de la agenda, sin la maledicencia semigrotesca de la cual viven diarios y tv hace años. Poca grieta se mostró ante el ídolo: vimos colectivamente cómo se nos caía un pedazo de historia, cómo aquella ilusión de ser campeones y felices se desvaneció por las políticas neoliberales y las imposibilidades de la época.
Pero los de arriba no se equivocan. El Diego que murió no fue uno de ellos. La mezquina actitud de Los Pumas lo certifica. Porque ricos y soberbios, los ha habido siempre: pobres que inviertan la ley de la gravedad y marchen hacia arriba, muy pocos. De allí la excepcionalidad de Diego, ratificada por el equipo que mereció perder 38 a 0.
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