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23 DE DICIEMBRE DE 2024
El sociólogo y politólogo, Atilio Borón, reflexiona en torno a las elecciones que se producirán el próximo domingo en Venezuela. La batalla de Ayacucho como alegoría del presente bolivariano.
La oposición antichavista no está compuesta por competidores leales que comulgan con el juego democrático. Foto Leszek Bujnowski.
La batalla de Ayacucho, librada el 9 de diciembre de 1824, selló el destino del imperio español en América del Sur. El Gran Mariscal de esa heroica batalla, Antonio José de Sucre, en su arenga final a los soldados, pronunció las siguientes palabras: “De los esfuerzos de hoy depende la suerte de América del Sur; otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia”.
El próximo 7 de octubre Nuestra América se encamina hacia una segunda batalla de Ayacucho. Las elecciones que se lleven a cabo en la República Bolivariana de Venezuela tienen, como el heroico combate librado en tierras peruanas, una extraordinaria resonancia continental. Un triunfo del presidente Hugo Chávez Frías fortalecería los aires de renovación política, económica y social que recorren América latina y el Caribe desde finales del siglo pasado y que nos han permitido dar importantes pasos hacia nuestra segunda y definitiva independencia. Su derrota, en cambio, implicaría un fenomenal retroceso no sólo para Venezuela, sino para los países del ALBA y, además, para toda Nuestra América.
Las chances de un desenlace tan desafortunado son muy bajas, pero no inexistentes. Casi la totalidad de las encuestas, aun las más afines con la oposición, dan como ganador a Chávez. El disenso viene a la hora de estimar el margen de su victoria, que dependerá de factores circunstanciales propios de la jornada electoral. Sobre todo, de la proporción de votantes que acudirá a las urnas, cosa que puede verse afectada por varios factores: el decaimiento del fervor militante de los cuadros medios del chavismo, que movilizan y organizan a la base popular; el atosigamiento y la confusión intencionalmente sembrada por los medios de la derecha, que dominan el espacio público; la apatía luego de un tenso y complejo período preelectoral; el temor y la desactivación política que provocan los permanentes ataques de Estados Unidos en algunos segmentos del electorado e inclusive algo tan aleatorio y ajeno a la lucha política como el estado del tiempo. Un 7-O que amanezca como un día horrible y lluvioso puede hacer que algunos chavistas prefieran quedarse en sus casas, dando por descontado el triunfo de Chávez; un bello día cálido y soleado puede hacer que otros tantos decidan ir a disfrutar de algunas de las bellísimas playas con que cuenta Venezuela. En ambos casos, el principal perjudicado por la deserción ciudadana sería Chávez, desincentivado su electorado de ir a votar por la certidumbre de la victoria de su líder, proclamada temerariamente por quienes se suponen que juegan a favor del gobierno. Por eso, Chávez ha dicho, con razón, que “nuestro peor enemigo es el triunfalismo”. Si la concurrencia a las urnas de los chavistas suscita algunos interrogantes, la derecha en cambio ha logrado solidificar un núcleo duro que está dispuesto a todo y que irá a votar bajo cualquier circunstancia. Los 3.200.000 que participaron de la interna que eligió a Capriles como candidato es un dato cuya importancia mal podría ser subestimada. Ese núcleo duro no le alcanza para ganar, pero sí para librar una fuerte batalla. Para resumir: si el 7-O el multitudinario enjambre de organizaciones populares del chavismo logra que sus bases sociales se vuelquen en masa a las urnas, el amplio triunfo de Chávez está asegurado.
Pero aparte de la tasa de participación electoral, hay otros factores que también cuentan. En sus últimos discursos, el presidente ejerció una noble y valiente autocrítica en relación con la gestión oficial, que podría haber desalentado a ciertos segmentos de sus seguidores. Sin embargo, a la hora de elegir entre avanzar y profundizar por el camino de la Revolución Bolivariana –que ha construido un país muchísimo más justo y democrático, dando esperanza a sectores que antes no tenían ninguna– o retroceder y perder todo lo ganado, cosa que obviamente ocurriría ante una eventual triunfo de Capriles, aun los desafectos e irritados por algunos problemas de la gestión (como la inflación y la inseguridad, entre otros) seguramente renovarían su confianza en el proceso bolivariano. Saben, y si no lo saben lo intuyen, que con el triunfo de Capriles se volvería atrás una página de la historia y que Venezuela se convertiría en un nuevo protectorado de Estados Unidos; que sus inmensas riquezas petroleras serían saqueadas sin pausa por el imperialismo norteamericano, obsesionado por recuperar el absoluto control de un elemento como el petróleo, del cual depende grandemente el “modo americano de vida” y su propia seguridad nacional. Esa y no otra es la verdadera misión de las 14 bases militares estadounidenses que han construido un intimidatorio cordón sanitario rodeando todo el territorio de la República Bolivariana y perturbando el normal funcionamiento de sus instituciones democráticas. (Cabe preguntarse cómo sería el proceso electoral norteamericano si el país estuviera rodeado por 14 bases militares de un país hostil, que caracterizara año a año a Estados Unidos como un santuario de terroristas.) Saben también que se acabarían los programas sociales que ciudadanizaron a millones de personas, que universalizaron el acceso a la salud y la educación como jamás antes; que se reinstalaría la corrupta partidocracia que gobernó a lo largo de casi todo el siglo veinte, sumiendo en la pobreza a millones en uno de los países potencialmente más ricos del mundo y que los factores que dieron origen al “Caracazo” de 1989 serían una vez más puestos en funcionamiento.
En el plano internacional, la derrota de Chávez alimentaría la contraofensiva del imperialismo para aplastar el espíritu rebelde y la voluntad contestataria que se apoderaron de muchos países de la región y que dieron lugar a la derrota del ALCA en Mar del Plata en el 2005. A raíz de ello, una noche negra descendería sobre Nuestra América. Por todas estas razones decimos que las elecciones del próximo domingo tienen un significado histórico análogo al que, en su momento, tuvo la Batalla de Ayacucho: de su resultado depende el futuro de América latina y el Caribe. Si el campo popular no es consciente de su enorme importancia, la derecha y el enemigo imperialista lo son y a plenitud. Por eso hace meses vienen pregonando que “habrá fraude”, aunque el Centro Carter y el propio ex presidente Jimmy Carter hayan declarado hasta el cansancio que el sistema electoral de la Venezuela bolivariana es uno de los mejores y más transparentes del mundo, superior, recalcaba Carter, al de los Estados Unidos. Esto no es casual: el coro desafinado de estos críticos –omnipresentes en toda la prensa hegemónica de las Américas, en sus diarios tanto como en sus radios y canales de televisión, todos repitiendo el mismo guión– no hace otra cosa que preparar el clima ideológico que justifique el desconocimiento del resultado electoral, la desestabilización política y eventual sedición de algunos grupos y regiones no bien el veredicto de las urnas ratifique el triunfo del Comandante Chávez. La oposición antichavista no está compuesta por competidores leales que comulgan con el juego democrático. El propio Capriles fue uno de los energúmenos que intentaron tomar por asalto la embajada de Cuba en Caracas cuando el golpe de Estado del 2002, para ajusticiar a los chavistas allí refugiados, algo que ni Videla ni Pinochet se atrevieron a hacer durante sus dictaduras. Es difícil que una coalición cuyo líder posee semejantes cualidades acepte hidalgamente el previsible revés electoral.
Por eso habrá que estar muy preparados, dentro y fuera de Venezuela, para defender desde las calles y plazas y de inmediato el triunfo obtenido por Chávez en el escenario institucional. A nivel internacional será necesario manifestar sin demora alguna la solidaridad de los movimientos sociales y fuerzas políticas de izquierda con Chávez, y exigir a los gobiernos de la Unasur que comuniquen a los derrotados que cualquier intento de desestabilización o golpe de Estado condenaría a los golpistas al ostracismo y que Venezuela en ese caso se convertiría en un paria internacional. No creemos que sea necesario porque, insistimos, el triunfo de Chávez es un hecho. Pero sería bueno adoptar una actitud de permanente vigilancia y movilización. Porque, como lo recordaba sabiamente el Che, “a los imperialistas (y sus lacayos vernáculos) no se les puede creer ni un tantico así”.
* Atilio Boro es sociólogo. Director del PLED.
Fuente: Página 12
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