Último programa de "Apuntes": recorrido por sus tres años
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20 DE DICIEMBRE DE 2024
El autor es economista, docente universitario, consultor y responsable del blog "Economía apta para todo público".
John Keynes, padre de la teoría económica keynesiana (Foto publicada b.dk)
La Gran Crisis de los años 30, sin dudas, marcó un antes y un después en teoría económica. El mundo entró en una crisis muy profunda, los niveles de desempleo y marginación se extendieron por todos lados, y los mecanismos de ajuste que antes funcionaban, ahora parecían no funcionar. Por aquel entonces, reinaban en el mundo académico las teorías de clásicos y neoclásicos, como Adam Smith, David Ricardo, Francis Edgeworth, Alfred Marshall y Arthur Pigou, entre otros, y muy pocos se atrevían a discutirlas.
Los neoclásicos suponían pleno empleo para todos los factores de la producción, sosteniendo que si la economía se demoraba en llegar a su equilibrio, era por la existencia de desafortunadas intervenciones del gobierno o por poderes monopólicos (también culpa del Estado), que impedían el correcto funcionamiento de la competencia. Sólo admitían los neoclásicos, la existencia de desempleo voluntario, es decir, individuos que deciden por propia voluntad no ofrecer sus servicios en el mercado laboral al salario vigente; y desempleo friccional, es decir, individuos que cambian de trabajo y al hacerlo, transcurren un tiempo desocupados desde el cese del último empleo hasta el comienzo del nuevo.
Sin embargo, y si bien teóricamente estaban bien formuladas, estas teorías cayeron en cierto descrédito para explicar la realidad, ya que se hizo imposible sostenerlas en su totalidad ante la abrumadora realidad de la crisis del 30, y todas las rigideces político-institucionales que impedían los rápidos ajustes que necesita el modelo neoclásico. Es en este contexto donde aparece en la escena de la teoría keynesiana, como una nueva forma de pensar la economía capitalista y la intervención del Estado, con sus políticas de moderación de ciclos, políticas fiscal y monetaria.
Una de sus principales hipótesis era la inflexibilidad de salarios, ya que para Keynes, el mercado laboral por sí solo no era autorregulable, debido a la existencia de rigideces en los salarios nominales y la acción de los sindicatos. De esta forma, para el keynesianismo, la teoría neoclásica falla al esperar que el exceso de oferta en el mercado laboral (desempleo), sea el propulsor de una baja en el salario que logre eliminar tal desequilibrio, ya que los neoclásicos no toman debida consideración de la existencia y actuación de asociaciones obreras y legislación de protección social, que le dan al sistema una rigidez y gradualismo inevitable.
Sintetizando, Keynes, hace casi un siglo atrás, disparó una de las discusiones más controversiales en economía: el de las rigideces institucionales que traban el funcionamiento del libre mercado, dejando como una utopía a buena parte de los constructos teóricos neoclásicos. En el fondo, la respuesta está en nuestro formateo cerebral: somos aversos a los cambios por naturaleza, y la rigidez institucional y los contratos inflexibles reflejan nuestro funcionamiento neuropsicológico.
Pero claro... hace un siglo atrás las Neurociencias no estaban tan avanzadas como ahora, y por lo tanto Keynes no pudo justificar de esa manera sus postulados, solo le quedaba la introspección y la observación de los hechos, lo que le quitó algo de contundencia argumental.
Cerebro y aversión a los cambios
Uno de los hallazgos de más importancia para la Neuroeconomía tiene que ver con el papel que juegan los ganglios basales y el funcionamiento de la memoria en la natural aversión humana a los cambios. Los ganglios basales son los responsables de priorizar con la opciones que nos encaminaron hacia el éxito en el pasado, en lugar de explorar nuevas alternativas. Esta forma de actuación es una manera de ahorrar energía que tiene el cerebro humano y explica por qué tendemos a mantenernos en la zona de confort, repitiendo viejos patrones que ya nos surtieron buenos resultados anteriormente.
Y si bien la neuroplasticidad del cerebro (su facilidad para crear nuevas conexiones neuronales) permite el potencial de adaptarnos a los cambios, la tendencia natural es hacia los cambios lentos, o hacia el "no cambio". De esta forma, nuestras instituciones políticas y sindicales juegan en ese sentido, como reflejo de nuestra tendencia natural a no cambiar lo que es cómodo, dotando a todo el cúmulo de rigideces keynesianas e institucionalistas de sustento neurocientífico.
Costos de transacción
Relacionado con el legado keynesiano, el concepto de costo de transacción se ha convertido en una pieza clave de la teoría económica moderna. Fue Ronald Coase el primero que llamó la atención sobre este tipo de rigideces, hace unas cuantas décadas atrás, estableciendo que si no existieran los costos de transacción, la asignación de recursos del libre mercado sería siempre la más eficaz, cualquiera que fuese la distribución de derechos de propiedad. Pero claro... los costos de transacción existen, siendo nuestro sistema nervioso central quien los crea, ya que los necesita y le hacen bien, dando cierta tranquilidad y seguridad a las sociedades humanas, aversas al cambio por naturaleza.
Las transacciones económicas son transferencias de derechos de propiedad. Cualquier transacción requiere una serie de mecanismos que protejan a los agentes que intervienen, de los riesgos relacionados con el intercambio. El objetivo de los contratos es prever acontecimientos futuros que pueden afectar al objeto de la transacción. Incluso las transacciones aparentemente más sencillas, implican la existencia de un contrato previo que puede ser explícito y formal, o implícito e informal.
Un contrato sería completo si estableciera claramente lo que deben hacer cada uno de los contratantes ante cualquier suceso futuro que afecte al objeto del contrato. La teoría económica neoclásica suponía que todos los contratos eran completos. Pero en el mundo real los contratos siempre son incompletos ya que la información que tenemos sobre el futuro es incompleta. Cualquier transacción implica riesgo e incertidumbre.
En síntesis, los costos de transacción, ya sean intra o extra empresa, son la resultante de nuestra estructura cerebral: nuestro sistema nervioso central necesita cierta dosis de seguridad y estabilidad que el mercado libre no nos puede otrogar, dando lugar al nacimiento de sindicatos, banco centrales, organismos antimonopolios, y demás rigideces estatales, que indudablemente lentifican todos los cambios que el libre mercado necesita para notrabarse. El libre mercado requiere ajuste instantáneo, pero la naturaleza humana pide gradualismo.
Más sobre ganglios basales y aversión al cambio
En resumidas cuentas por qué tanta rigidez contractual y aversión al cambio, preguntarán los amantes del libre mercado. Ya lo adelantamos: nuestro sistema nervioso central tiene estructuras milenarias que rechazan el cambio. Una de ellas, por ejemplo, es el ‘tronco cerebral’, donde están los llamados ganglios basales. Allí están las conductas que hemos aprendido y, una de sus características es que tiene neofobia, es decir, miedo a lo nuevo. Este es un factor neto de rigidez keynesiana y de resistencia al cambio.
Resulta que nuestro cerebro no ha tenido tiempo aún para adaptarse. La sociedad cambió hace poco. El boom de descubrimientos y de tecnología que fomenta estos cambios permanentes recién aparece luego de la segunda Guerra Mundial. El astrónomo Carl Sagan preparó un calendario, según el cual, si se compara la historia de la Tierra con un calendario de 12 meses, nosotros nacimos el 31 de diciembre a las 23.30. Pero esta revolución tecnológica empezó el 31 de diciembre a las 23.59.59 segundos. No ha habido tiempo aún para que nuestro cerebro se adapte a tanto cambio acelerado, para consuelo de los economistas liberales.
Por lo tanto, la ansiedad y el estrés son la punta del iceberg de la respuesta de un organismo que no está preparado para tener un cambio permanente. Ésto es lo que genera la pléyade de rigideces institucionales (costos de transacción) que tanto odian los liberales, pero que Keynes entendió a la perfección hace siglo atrás, para generar una nueva visión económica.
Sintetizando, realizar cambios representa abandonar lo conocido y nuestro cerebro se resiste a lo que le es desconocido, pues lo interpreta como peligro para la supervivencia y esa es la razón por la cual, cambiar no nos resulta tan sencillo.
La utopía del libre mercado
De esta forma, el mercado libre y sus beneficios teóricos, que necesitan de una plena flexibilidad institucional, termina siendo inaplicable.
En palabras de Ludwig Von Mises (Escuela Austríaca), la construcción de una economía de mercado pura supone que existe división del trabajo y propiedad privada (control) de los medios de producción y que por consiguiente hay un mercado para el intercambio de bienes y servicios. Se supone que el funcionamiento del mercado no es impedido por factores institucionales, y que el gobierno, el aparato social de compulsión y coerción, intenta o se interesa en la preservación de la operación del sistema de mercado, se abstiene de obstaculizar su funcionamiento, y lo protege contra infracciones por terceros. Finalmente, el mercado debe ser libre, sin interferencia, de factores ajenos con los precios, tasas de salarios y tasas de interés.
Es impecable la exposición de Mises, pero claro... con el formateo cerebral humano actual, es imposible ese libre mercado, ya que nuestro sistema nervioso central, necesita de varias de las rigideces keynesianas e institucionalistas para sentirse seguro y con bajo estrés. Pero también hay que decir que nuestra neuroplasticidad cerebral, quizás en un futuro, permita otro cerebro más propenso al cambio permanente liberal, si bien hoy estamos lejos.
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