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23 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Mariángeles Castro Sánchez, Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral.
Foto: Somos mamás
En el camino hacia su personalización progresiva, niños y niñas están llamados a integrarse en una comunidad que les permita crear conciencia de alteridad y sentido de pertenencia. Y a participar en ella desde su particular modo de ser y estar en el mundo. En este marco, la familia de origen se constituye como la primera instancia mediadora con el tejido social más amplio, adquiriendo funciones de particular relevancia. Así, el desarrollo de potencialidades, el refuerzo de capacidades, la generación de habilidades, la formación de actitudes positivas que habiliten a los hijos para un desempeño comprometido, autónomo y eficiente, son algunos de los objetivos básicos con los que los adultos debemos implicarnos.
Esto se conoce como proceso de socialización, se extiende por años y compone un período relevante del ciclo vital personal y familiar. Lo cierto es que la educación de los hijos se debatía históricamente entre dos polos emparentados con visiones opuestas de la práctica parental: el permisivismo y el autoritarismo. Esta concepción binaria pendulaba entre un modelo laissez faire, sustentado en la creencia de que el niño llegaba al mundo dotado de todos los aspectos fundamentales de su personalidad a ser desplegados, y un modelo tabula rasa, por el que se lo consideraba un ser informe, semejante a una masa que el adulto y la cultura podían modelar a su gusto.
El primer enfoque contenía el gen del permisivismo, pues limitaba la tarea de los padres al ofrecimiento de un entorno lo más laxo posible con vistas a que el potencial de los hijos se realizara. En el segundo, en cambio, se encerraba el germen del autoritarismo, que encontraba su expresión más típica en una parentalidad firme y dirigida, severa y poco afectiva, tensionada entre recompensas, castigos e imposiciones que imprimían la forma deseada a un supuesto producto final: el hijo o la hija ideales.
En la actualidad esta tensión dicotómica (permisivismo versus autoritarismo) está en vías de resolución gracias a que diversos abordajes ponen en entredicho la idea de que la infancia parte de cero y la edad adulta es el punto final perfecto del trayecto formativo personal. Hoy por hoy el aprendizaje se extiende a lo largo de la vida, derrumbándose la certeza de que los mayores somos sabios, razonables y que estamos siempre informados, y aceptándose una mayor igualdad entre niños y adultos.
Lo anterior conduce a la formulación de otra perspectiva, construida sobre la base de una relación de reciprocidad. Según esta visión, desde muy pequeño el niño toma parte activa en su propia educación. Ya no es considerado, por tanto, un sujeto pasivo sino un agente participativo, y la adaptación recíproca -y no el conflicto- es aceptada como lógica subyacente en el interjuego relacional de padres e hijos.
Como signo de este nuevo paradigma, los adultos libramos hoy acuerdos con los niños sin renunciar por esto a la responsabilidad asumida, al liderazgo familiar y a la autoridad entendida como servicio. Y dentro de este esquema les transferimos nuestros recursos y fortalezas, en lugar de imponerlos. Porque los mayores también evolucionamos y estamos llamados a intercambiar y orientar, inspirándonos en la reflexión sobre nuestras propias experiencias.
En la actualidad los niños son considerados competentes. Este enfoque los sitúa como actores en la escena social y viene a cuestionar el concepto mismo de socialización. Porque ellos son productores de cambios en sus interacciones con los demás y en sus relaciones interpersonales. Ellos modifican su entorno y colaboran para crear vínculos dinámicos de crecimiento y respeto mutuo. Nuevos patrones convivenciales que delinean ambientes de reciprocidad favorables al desarrollo humano.
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