Gris
Así como el autodenominado “proceso” pasó
demoledor e impunemente por nuestras vidas, pasó por nuestras ciudades,
por nuestros barrios, por nuestra geografía y por nuestra toponimia.
Y los personeros militares y luego civiles que administraban,
decidían, emprendían y usurpaban, lo hacían con el mismo criterio que
sus mandadores nacionales.
Con la misma impronta, con el mismo estilo, con la misma estética y con la misma fealdad que los caracterizaba.
En Buenos Aires, el nefasto intendente se mandó unas autopistas que
partieron literalmente barrios y casas por el medio, sin importar vidas
ni bienes, en aras de un prometedor monumento para el futuro y de un
faraónico reconocimiento.
Por estos oestes más menesterosos y menos grandilocuentes, la cosa no fue mejor.
No hicieron autopistas, pero sí otras cosas peores.
Así, sin mucho documento a mano, recuerdo sin hacer esfuerzo, la
Alameda que tapizaron de cemento, dejando todo de una uniformidad y un
mal gusto sacado del mismo manual con que decoraban los cuarteles.
La regla general utilizada para el cotidiano vivir de regimientos
era aplicada a la ciudad: todo lo que está en el piso se recoge, lo que
está quieto se pinta y lo que se mueve se saluda.
Semejante reglamento había que llevarlo a la ciudadanía, es decir, a la civilidad, a lo urbano.
Así nos empezamos a encontrar con árboles tan bien podados que
parecían percheros, pisos tan encementados que parecían playones.
Los árboles eran pintados de un blanco tiza a la cal que para la
cercanía de las fiestas mayas, celebraciones sanmartinianas y días de
guardar, se los coloreaba con patriótico celeste a modo de formar la
belgraniana insignia.
La plazoleta Barraquero fue cambiada de su tradicional estilo
colonial español al cubismo literal de algún arquitecto más dado a
libaciones varias que al arte moderno inspirado en Picasso.
Los edificios públicos eran hermoseados con pintura gris o verde, basada en la paleta del portland y no en la del catalán Gaudí.
En
la rotonda que concluía la Costanera por el lado norte, se instaló un
avión de guerra con el pretexto de recordar la recuperación de las islas
Malvinas, pero allí no se realizaba alto alguno de conmemoración a
quienes ofrendaron su vida.
Solo quedó como desolado hito que marcaba más la violencia de la guerra que la reivindicación de soberanía.
Mendoza no era tanguera, pero tampoco era marcial.
No era la ciudad de las luces, pero mucho menos oscuridad.
Los barrios urbanos de cuanto pueblo componía nuestra geografía
local eran tocados por intendentes sin criterio, que lo único que tenían
en cuenta era la posibilidad de que las cosas lucieran limpias, que se
viera orden, nada de arte ni urbanismo, palabras dejadas de lado del
manual de procedimientos militares para afrontar tareas políticas.
Los barrios más pobres, las villas más precarias, eran erradicadas a otros espacios más lejanos, menos vistosos, más ocultos.
No fuera que la estética del pobre resultara contagiosa.
Las plazas eran remodeladas con bancos de fría losa, los juegos todos iguales, simétricos, concéntricos, aburridos.
Y por si eso fuera poco, a los placeros que eran antes los amigos
de los niños y cuidadores de los jardines, canteros y espacios, los
pusieron a botonear gentes.
No fuera cosa que los chicos se subieran parados a los juegos, pisaran el cesped, o jugaran al fulbito entre los árboles.
Tampoco los novios recién estrenados podían besarse sentados en los bancos.
Y mucho menos, los chicos podían andar en bicicleta o con patines por las veredas.
Hoy, décadas de estupidez por detrás, la cosa es distinta.
Pero cada tanto a algún edil con iniciativa se le ocurren cosas parecidas.
A algún político en campaña se le figura mejor plantear orden que libertad.
Nunca,
desde que tenemos memoria, los niños, los vecinos, los civiles, los
ciudadanos han practicado el deporte de destruir lo que con esfuerzo se
tiene en el paisaje urbano para disfrute, para placer, para el ocio
productivo de paseos, para la contemplación, y por qué no decirlo, para
el “dolce far niente”, que en el sencillo idioma de mi barrio quiere
decir “no hacer nada” o “rascarse el pupo”.
A lo mejor habrá algún vándalo suelto, o algunos empatotados que
hacen daño, pero en general las personas cuidan los objetos públicos que
les sirven para su esparcimiento y para uso propio o de sus hijos. A
los que vivimos por acá nos gustan los lugares en donde la libertad sea
respirable, en donde los espacios sean propicios, en donde caminar de la
mano con las novias sea generador de pasiones, y los canteros con
plantas y flores lleven a producir amores primaverales.
No queremos duros caminos en donde el buen gusto esté ausente por
fallecimiento, o donde el reflejo del cemento solo recuerde lo peor de
nuestra historia.
Queremos nuestras ciudades para vivirlas intensamente, juntos, solidariamente unidos, sin miedos y sin reglamentos.