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05 DE NOVIEMBRE DE 2024
El 20N se sumó a una saga de protestas que tuvieron como punto de partida el 13 de septiembre del corriente. Un continuum de manifestaciones que carece de una lógica interna que lo unifique pero que se agrupó, por así decirlo, en un momento bisagra para la historia cultural argentina, a semanas del 7 de diciembre.
Foto: NA
La huelga
A menos de tres semanas del 7 de diciembre, fecha en que la vida cultural se puede llegar a transformar significativamente, la huelga del 20 de noviembre se planteó como una protesta de corte laboral pero que evidentemente sostenía objetivos políticos. Esta tuvo como correlato un sinnúmero de acciones que pueden ser consideradas –como mínimo- inquietantes.
La huelga, como toda producida en un marco democrático, fue el ejercicio constitucional de un derecho. Sin embargo, embarró su legitimidad ante el amedrentamiento hacia quienes no tenían interés en participar de la protesta.
Desde las primeras horas de la mañana del 20 de noviembre, se produjeron un sinnúmero de cortes de calles en puntos estratégicos de acceso sobre el tejido urbano de varias provincias del país. También, durante el transcurso de la jornada se desarrollaron innumerables aprietes contra muchas personas que no adherían al paro y se dirigían al trabajo. Otro dato de la fecha fueron los piedrazos contra colectivos repletos de pasajeros y los destrozos de lugares públicos como restaurantes o cafés que no se sumaban a la “huelga”.
Esta huelga general, la primera que se le planteó a un gobierno nacional en los últimos diez años de gestión, expresó delitos cuya gravedad reside en la asociatividad de su consumación. La justicia deberá garantizar la identificación de los responsables de los desmanes que se produjeron durante la jornada para que este tipo de situaciones no vuelvan a ocurrir.
La huelga fue considerada como un éxito por las distintas conducciones que la coordinaron; lo haya sido o no, es seguro que no puede ser catalogada como pacífica. Lo que los dirigentes de las centrales mencionan como un logro, representa un importante agravio contra el propio derecho de huelga, que fue deformado en muchos casos a través del uso de la coacción como una manera de remplazar las limitaciones de la convocatoria.
En este sentido, se demostró y develó una vez más cierta prepotencia que se hace recurrente en sectores ligados de alguna manera a ese arco amorfo (compuesto por la insatisfacción de una derecha y una izquierda) que constituye la oposición al Gobierno Nacional. Una actitud inquietante para una democracia que ha sostenido durante los últimos años como normativa la no represión de la protesta social y sólidas reivindicaciones laborales para los trabajadores en el terreno gremial.
Tomado de los pelos
La huelga a nivel nacional estuvo sostenida por un esquema contradictorio de fuerzas: la nutrieron desde sectores de la derecha del peronismo ortodoxo, hasta esquemas pertenecientes a la izquierda leninista, trotskista o maoísta. Un armado que difícilmente perduraría más allá de su oposición –por distintas razones y lecturas- al Gobierno Nacional.
El comando de la huelga estuvo liderado por la Confederación General del Trabajo Azopardo, cuyo líder es, de momento, Hugo Moyano, ex aliado al Gobierno durante los últimos 10 años; la Central de Trabajadores de la Argentina opositora, conducida por Pablo Micheli, en conjunto con la CGT Azul y Blanca, dirigida por el empresario filoduhaldista y sindicalista gastronómico Luis Barrionuevo.
También acompañaron algunos eslabones de los gremios patronales rurales, como la Federación Agraria (con escasa convocatoria por parte de Bussi), la Confederación Intercooperativa Agropecuaria Limitada (Coninagro) y, colgada de un hilo, la Sociedad Rural Argentina en conjunto con la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores, que en teoría debería representar intereses antitéticos con la anterior pero cuya conducción está a cargo del empresario y sindicalista Gerónimo “Momo” Venegas.
Culturalmente contradictorias
Entre las dos protestas caceroleras previas y la reciente sindical, se supone una distancia que mella en lo histórico. Las primeras se compusieron en gran medida por un sector de la clase media y media alta que suele tomar con desinterés el debate político. Esta condición arraigada en su cosmovisión ha sido en gran medida una resultante cultural de años de neoliberalismo y fomento del individualismo y del apolitismo.
Una concepción que particularmente quedó reflejado el 13 de septiembre en la falta de gimnasia discursiva y la consecuente incapacidad de muchos manifestantes para explicar de manera más o menos razonable sus consignas ante los reporteros gráficos y televisivos de distintos medios. Es una postura que también se suele manifestar en el desprecio contra cualquier forma de organización política, sindical o de cualquier tipo que pueda intimidar una ilusoria y paroxística “libertad” de los manifestantes.
En la marcha del 8 de noviembre pasado, por su parte, también se observó esta forma de ser -o el intento de ocultamiento de la misma- en la “estrategia” que se propuso desde algunos puntos de organización, tendiente a evitar, a través de un silencio compulsivo frente a los medios, cualquier tipo de gaffe (expresiones racistas, fascistas y cosas por el estilo) de los y las manifestantes, similar a los producidos en la protesta de septiembre.
Los sectores sindicales, en cambio, cuentan con amplios y contradictorios precedentes de participación y lucha en la historia reciente de la Argentina que van, según el caso, desde una coherente resistencia hasta la entrega venal y la traición de las bases ante las innumerables políticas de ajuste que se han producido en los últimos cincuenta años, con excepción de los diez inmediatos.
Un caso paradigmático sea, quizás, el del sector petrolífero. Desde hace un tiempo a esta parte, el país está intentando recuperar una soberanía hidrocarburífera que fue sorteada durante el menemismo con el beneplácito de la conducción gremial de Antonio Cassia, a costa del despido de 35 mil trabajadores. Otro tanto ocurrió con la ola privatizadora que azotó a la Argentina durante los noventas, que tuvo entre sus nefastas consecuencias despidos masivos y cercenamiento de derechos laborales.
Por otra parte, vale señalarlo, los sectores sindicales han sido ampliamente repudiados casi de manera sistemática por una cultura hegemónica antisindical que fue perfilada, mediática y políticamente, desde 1955 en adelante. Una cultura que a su vez fomentó, durante las últimas décadas, gran parte del individualismo que terció la fisonomía de un importante sector de esa clase media que se mencionó anteriormente.
Lo particular de este hecho, debido a estas influencias que pesan sobre gran parte de la población argentina, es que pese a compartir un, muchas veces, disímil descontento por el Gobierno nacional, son pocas las visiones que podrían empardar a los manifestantes del 13S y el 8N con los sectores sindicales que protestaron el 20N. Se calcula que no fueron pocas las personas que asistieron a las marchas de las cacerolas que, sin embargo, expresaron su rechazo por la protesta sindical más allá de su tenor y propósito.
Una buena parte de los medios –pese a las expectativas políticas que alberga para muchos de ellos una protesta contra el Gobierno- tampoco pudo evitar despegarse de un sentido común antisindical que ha sido una constante en su discurso social desde hace décadas. O bien notaron y difundieron con preocupación algo que es ni más ni menos preocupante: la violencia de las operaciones “disuasorias” llevadas adelantes para que la huelga fuera un “éxito”.
En síntesis
Nadie duda que la huelga del 20 de noviembre fue importante. Sin embargo, es imposible no reparar en qué hubiera sido si la mayoría de las personas que no asistieron a sus trabajos, o los niños y niñas que faltaron a las escuelas, hubieran tenido la posibilidad de hacerlo de haber tenido acceso a transporte público, expendios de nafta o calles despejadas para poder transitar.
También cabe preguntarse cuánta implicancia tuvo el temor de recibir represalias por no adherir a la huelga, en el éxito que tanto han autoproclamado los sectores sindicales opositores, apoyados hoy –y sólo hoy- por una oposición que siempre les resultó hostil, como es el caso de Mauricio Macri.
Indudablemente, sin estas operaciones violentas -se afirma desde estas líneas- la huelga no habría sido tan evidente. No habría llegado a despejar la calle como lo hizo, haciéndola parecer la de un día feriado o un sábado por la tarde. Y eso, los organizadores lo sabían, ante lo cual obraron en consecuencia.
En Mendoza, según lo señaló el director de Autam, Oscar Razquín, fueron más de 50 los colectivos agredidos durante el día de la huelga. Parabrisas y ventanillas apedreados y cubiertas agujereadas son algunos de los signos de lo ocurrido. Otros tantos ataques se llevaron muchos de los taxis que se atrevieron a circular por la calle.
Estos delitos deben ser investigados debido a la gravedad que revisten, en tanto provienen de una asociación ilícita. Los “aprietes” no fueron solo en esta provincia sino en todo el país y si existen organizaciones que operan de esta forma y realizan este tipo de acciones a nivel nacional, las instituciones judiciales correspondientes deben identificar inmediatamente a los responsables (físicos e intelectuales) puesto que esto no representa más que una afrenta contra la democracia. Ni más ni menos.
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