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Tras el discurso de Scioli, el Luna Park fue un escenario de fiesta sin fiesta y sin explicaciones de nadie.
Foto: gentileza Los Andes
Juan Villalba, especial para Unidiversidad
Publicado el 26 DE OCTUBRE DE 2015
“Un escenario vacío, un libro muerto de pena...”, cantaba un muy joven Charly García imaginándose cómo sería empezar a quedarse solo en la vejez. Y lo hacía en el mítico Luna Park, en 1975, cuando le decía adiós a Sui Generis. El mismo lugar en el que Perón conoció a Evita en 1944 durante el festival solidario con las víctimas del terremoto de San Juan. El mismo templo de la gloria de Monzón, Bonavena y Pascual Pérez.
A la una menos diez de la mañana del lunes 26 de octubre, sobre el imponente escenario montado por el Frente para la Victoria, en lo que fue alguna vez el Palacio de los Deportes, dos personas anónimas, discretamente, comenzaban a desarmar el atril desde donde casi tres horas antes Daniel Scioli había prometido volver a hablar a la multitud allí presente. Su discurso había sido claramente de campaña, sin ínfulas de triunfador y, más que dejar la puerta abierta a un posible balotaje, indicaba que efectivamente habría una segunda vuelta entre Mauricio Macri y él. Convocaba a los independientes, a los indecisos, en un curioso replay de lo que había ocurrido allí el jueves anterior en el cierre de campaña.
Las dos personas anónimas se desplazaban por el escenario en puntas de pie, agachados, como si no quisieran ser captados por las cámaras. De todas maneras, aún a esa hora, sobre el palco de prensa montado en el centro del piso del estadio, había decenas de camarógrafos de televisión y fotógrafos esperando lo que nunca ocurriría: un segundo discurso.
La escena tenía ribetes surrealistas. Daba la sensación de ser un barco a la deriva abandonado por su capitán. La gigantesca pantalla de leds seguía prendida, al igual que el enorme cartel luminoso con el nombre del gobernador de Buenos Aires que se encontraba en la parte superior. La música no había cesado. Era intensa, festiva, alegre.
Pero del otro lado, en el piso del estadio, en las gradas semivacías, los militantes de las distintas agrupaciones que no habían abandonado el lugar, aún cantando, coreando y golpeando los bombos, se preguntaban azorados: “¿No va a volver? ¿Nadie va a hablar?”. A esa hora, la mayoría de los espectadores se había ido: los sindicalistas de la UOCRA, los muy escasos militantes de la Cámpora, los adolescentes de la Juventud Peronista. Un clima de fiesta en el que no había fiesta. Ni explicaciones. De nadie. La función había terminado.
No costaba imaginar que en ese mismo momento la plana mayor del oficialismo se encontraba shockeada por el resultado inesperado. En la sala de prensa el impacto había sido nítido cuando se hicieron públicos los primeros resultados oficiales: hubo bocas abiertas, expresiones de honesta sorpresa, sensación de irrealidad. No sólo habría balotaje sino que también la diferencia entre Scioli y Macri era ínfima, casi inexistente. Y Buenos Aires… “¿Perdieron en Buenos Aires? ¿En serio?”, se preguntaban unos a otros sin despegarse de las redes sociales que colmaban de febriles novedades.
Más temprano la situación había sido otra. La sensación ambiente era muy distinta, fogoneada por los titulares apresurados de algunos canales. “Scioli gana por amplia mayoría”, informaban algunos canales basados en vaya a saber qué fuentes. Horas después, demasiadas horas después, los fríos datos caerían como agua fría sobre los funcionarios, invitados especiales y, sobre todo, militantes.
A la una de la mañana, una agrupación universitaria seguía cantando y celebrando algo, no se sabía qué. Los camarógrafos y fotógrafos ya habían guardado sus equipos. Dos niños en la tribuna, dos cabecitas negras, miraban con cansancio hacia el frente. ¿Qué significaría eso para su futuro? ¿En qué futuro podrían estar incluidos o excluidos?
Lo cierto es que Scioli no volvió nunca esa noche y la sensación de fracaso y desolación fue insoslayable. Era una vivencia de abandono que se hacía más densa con el correr de los minutos y la ausencia de una voz que ayudara a entender lo que había ocurrido. La tripulación a merced de las olas, el crucero inclinado sobre la costa y el capitán bien lejos en uno de los botes de auxilio, negándose a retornar a su puesto y cumplir su función.
Afuera, en las inmediaciones del Luna Park, un vendedor de choripanes encontraba explicaciones que suelen escapárseles a los estrategas de la comunicación y la macroeconomía. “¿Sabés por qué perdieron en Buenos Aires? Por las inundaciones. Yo lo voté, pero ¿sabés qué? Vivo en el sur y ahí la ayuda tardó treinta días en llegar. Además, el tipo no fue al debate. Se la creyeron, y se los llevaron puestos”. Y quizá sí, las explicaciones sencillas, las que ayudan a entender, se encuentran en la gente sencilla.
A la mañana, el pronóstico indicaba para la tarde en la Ciudad de Buenos Aires nublado, frío y con lluvias. Estuvo despejado y templado. No cayó una sola gota. No conviene aferrarse demasiado a los pronósticos. Ni a las encuestas.
En el atril, aún en proceso de desarme, el cartel aún brillando parecía decir: “Scioli, ¿presidente?”. Como en las series de misterio, el final de este capítulo está abierto.
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