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12 DE DICIEMBRE DE 2024
Por Silvana Vignale, investigadora del Conicet.
Silvana Vignale para Bordes
Publicado el 24 DE MAYO DE 2019
Hace un tiempo que venía rumiando algunas ideas sobre la expresión “comer” o “tragar sapos”, expresión que he escuchado de amigxs e incluso de colegas, personas con quienes comparto el trabajo de investigar en el área de humanidades y ciencias sociales, donde el poder, los sujetos y la política son nuestros objetos de estudio. El anuncio de la fórmula electoral Fernández-Fernández vuelve a poner en escena los usos de esa expresión. Lejos de pensar que Alberto Fernández es el “sapo” (me parece que nos hemos reservado para otrxs ese calificativo), sí se ha tomado la noticia como una bomba política, con mucha sorpresa en su gran mayoría y con diversas reacciones. Sin embargo, esto no es una mera estrategia electoral.
Vamos por partes. Siempre me hizo ruido la expresión “comer sapos”, incluso cuando yo misma la pronuncié –o la sentí en el cuerpo, votando a alguien que no era de mi simpatía personal–. Creo que he podido llegar a entender a qué se debían esa interferencia y ese malestar: no solo se trata de un profundo gesto de obediencia, sino de una deslegitimación expresa a la estrategia política y a la naturaleza de la política –perdóneseme la expresión, es a fines de entendernos– como algo espurio o siempre fraudulento, en favor de lo que se consideran nuestras –siempre profundas– convicciones, como si la grieta se encontrara justo ahí, entre las palabras y las cosas, entre las ideas y los actos, entre los ideales y la efectiva materialidad de los hechos.
Justo hacía un par de días escribía sobre esa impostura intelectual, pseudocrítica, de denuncia al poder, cuando en las prácticas cotidianas hay quienes son absolutamente sumisxs y obedientes a lo que se considera –en el ámbito académico– la “autoridad” (aunque es algo que se reproduce en distintos ámbitos). Michel Foucault lxs nombra como lxs burócratas de la revolución y lxs funcionarios de la verdad, rol del que debiéramos cuidarnos mucho si tenemos algo de responsabilidad política y voluntad de construcción colectiva, además de esas profundísimas convicciones, como todxs parece que tenemos.
En esa idea de “tragar sapos” hay, por un lado, una cierta aceptación, pero al mismo tiempo, una cierta ingenuidad respecto del funcionamiento del poder. En eso radica el gesto de obediencia: una aceptación de algo en lo que definitivamente no se coincide, un “tendrá que ser así” y por algo que no es, propiamente, lo que “yo quisiera”. Hay entonces una conformidad con la estrategia, pero que no va acompañada con toda la fuerza de la voluntad, una adhesión obediente a decisiones y voluntades que parecen no ser las propias.
Por un lado entonces, y como decía, el gesto de obediencia, pero además (y creo que lo que sigue lo explica), un desconocimiento del funcionamiento del poder en cuanto a la materialidad de su ejercicio estratégico, de la política como permanente reconfiguración de las fuerzas. Que no haya un acompañamiento de la propia voluntad sino una pura obediencia no solamente da cuenta de cierto idealismo y/o ingenuidad respecto de la política, sino de su principal peligro: la pérdida de la potencia, la disociación de las fuerzas, la separación de las fuerzas de sus móviles. Dicho más llanamente, no se trata solo de una cuestión teórica o intelectual respecto de cómo funciona el poder (y de lo que considero un peligroso idealismo como reafirmación terca, caprichosa e individual de las propias convicciones, que se traduce en cierto “purismo”), sino de la despotenciación de las fuerzas para una efectiva transformación política y la asunción de que no existe protagonismo sino “el de lxs dirigentes”.
La cuestión no pasa, claro está, por las convicciones –que no se malinterprete, yo las tengo y las considero profundas–, sino por desconocer –y esto es lo que llamo “idealismo”– la configuración histórica de las fuerzas políticas en una coyuntura, que siempre se da situada y contextualizada. Dicho en una pregunta: ¿no nos estará haciendo una trampa anteponer siempre y sobre todo nuestra individualidad, nuestro recurso idealista, el ámbito ideal e ilusorio de un “deber ser” divorciado de la materialidad de un diagrama que siempre es singular, particular?
En tal caso, “comer sapos” no solo acentúa el personalismo en relación al divorcio con el que se acompaña o asiente determinada representatividad político-electoral, sino también respecto de la relevancia que se le da a quien encarna esa representatividad. ¿No se trata de cambiar la perspectiva, de un individualismo o personalismo idealista a un materialismo colectivo o político, en el más próximo significado de “político”?
Tal vez convenga explicitar que ese cambio de perspectiva supone comprender la política “más allá del bien y del mal”, desmoralizarla no en el sentido de abandonar las pretensiones de máxima de una ética pública (en relación a la regulación de la función pública y patrimonial de lxs funcionarixs, por ejemplo), sino en cuanto es necesario atender por fin a aquello que intentó enseñar Nietzsche con su genealogía de los valores morales: que no existe lo bueno y lo malo en sí mismos, ni “los buenos” y “los malos”, como lo pretende el idealismo, sino que siempre se trata de determinar –en una circunstancia particular– la configuración de las fuerzas en cuestión.
Poder preguntarnos, sin caer en el recurso idealista de anticipar un “deber ser”, qué es lo bueno y lo malo en este momento, en estas circunstancias, en nuestras geografías. Actualizar permanentemente las preguntas ¿contra qué luchamos?; ¿qué es lo que hoy, ahora, no aceptamos?; ¿cuál es nuestra urgencia?; ¿a qué llamamos coherencia, dónde debiéramos buscarla? Que no nos distraiga la “campaña”: el enemigo hoy es el neoliberalismo.
Para leer esta columna completa, continuá en la Revista Bordes.
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