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El periodista y escritor Martín Caparrós escribe una crónica desde un llamado campo de normalización, sobre cómo es la vida de los 7000 exguerrilleros colombianos deberán enfrentar una vida que no conocen y nuevas batallas: desde recuperar a sus familias hasta la subsistencia.
Una exguerrillera lava ropa en un campamento de normalización, en Guavire, el 14 de junio de 2017. Credit Raúl Arboleda/Agence France-Presse
Hay armas. En la vida colombiana hay armas: policías muy pertrechados en las calles, custodios en edificios públicos y privados, retenes del ejército cada pocos kilómetros de ruta. Hay armas: por todas partes hay armas salvo aquí. "¿Qué va a ser de nosotros, ahora, sin las armas? Yo no sé. ¿Usted sabe?", se pregunta uno de los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia desarmados recientemente, en la nota del periodista Martín Caparrós para el diario New York Times. https://www.nytimes.com/es/2017/07/21/la-guerra-desarmada-farc-colombia/
Y la nota sigue con la brillante pluma del cronista argentino: "Aquí, en el departamento del Cauca, suroeste del país, entre montañas verdes, yace una de las 26 zonas en las que siete mil excombatientes de las Farc avanzan hacia la vida civil a paso casi vivo. Aquí, como en cada campamento, los ex acaban de completar la entrega de sus armas a la ONU: miles de fusiles, pistolas, granadas, morteros y minas que un día serán metal fundido, monumentos. Y ahora los ex se sienten raros, no se hallan.
"Para muchos de nosotros el arma era como la esposa. Yo conozco a varios que lloraron cuando tuvieron que entregarla", dice Daniel, y se ríe. Daniel es un Tintín moreno: bajo, robusto, cara ancha, la mirada sonriente. Daniel —por su seguridad, en esta historia no habrá apellidos— se fue a la guerrilla a sus 16: tenía una novia, problemas con el padre de la novia, un hermano guerrillero y prefirió ese escape. Fue hace casi dos décadas: en ese tiempo peleó muchos combates, caminó muchas selvas, esquivó muchas bombas; le sacaron una bala de la espalda y le dejaron una en el brazo derecho. En ese tiempo su hermano murió en combate, su novia en una emboscada, tantos amigos y compañeros en encuentros, ataques, delaciones".
—¿Qué extrañas de esos años?
—Nada. La guerra es pura mierda, nada para extrañar. A estas horas, cuando estábamos allá, era la hora en que empezaban a caer las bombas.
—¿Y ahora, en cambio, duermes tranquilo? (le pregunta Caparrós a un exguerrillero)
—No. El que estuvo en una guerra nunca va a dormir tranquilo. Y si sigues teniendo un enemigo, menos.
"Los guerrilleros se acostumbraron a pensar en las Farc como su espacio y su familia, y ya no es: se les ve desorientados. La mayoría tiene poca instrucción y muy poca experiencia en la vida civil. Se enrolaron jóvenes, no han sido adultos en esa sociedad a la que ahora quieren integrarse para cambiarla todo lo posible. Se sienten inseguros. Saben que hay muchas cosas que no saben, y saben muchas cosas que ya no les sirven: conocen los montes como nadie, sus plantas, animales; saben luchar, obedecer, vivir a saltos, cocinar para cientos. No saben ganarse la vida, vivir en sociedad abierta, aceptar sus dudas", analiza Caparrós.
Y cierra: "En Colombia quedan tantas heridas por cerrar, tantos futuros por armar o desarmar. Aquel domingo, cuando salí del campamento, escuché que Rodrigo Londoño, Timochenko, el jefe de las Farc, había sufrido un ACV mientras visitaba otra zona veredal. Lo internaron, la noticia fluyó, se hizo viral; esa tarde, en las redes, se convocaban cadenas de oración para pedir su restablecimiento. Muchas cosas cambiaron en Colombia últimamente; muchas no".
"Hay, ahora, siete mil soldados menos; hay, ahora, siete mil exsoldados que no saben qué va a ser de sus vidas: que ni siquiera están seguros de que su guerra se haya terminado. Hay, alrededor, millones y millones que lo esperan. Hay, también, los que querrían que no. La paz, a veces, es una guerra más confusa".
Fuente: New York Times/América Latina
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