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21 DE NOVIEMBRE DE 2024
En virtud de un acuerdo celebrado en octubre de 2012 entre el municipio de El Calafate, la Comisión de Vecinos por la Memoria y el actual administrador de la estancia, el Archivo Nacional de la Memoria comisionó a la Universidad Nacional de la Patagonia Austral para conformar un equipo interdisciplinario que localice los enterramientos masivos de peones rurales, ejecutados allí durante la masacre conocida como “La Patagonia rebelde”. Según lo acordado, el propietario de la empresa agropecuaria, Federico Braun, donará al Municipio los terrenos donde se hallen las tumbas masivas, “en el caso que los estudios definidos arrojen resultado positivo, y vinculado a la realidad histórica”.
El cenotafio que recuerda a las víctimas de 1921
Los fusilamientos de 1921
Anochecía en el casco de Estancia Anita, en la zona de Lago Argentino, aquel martes 6 de diciembre de 1921. Allí se habían ido concentrando las columnas de peones rurales en huelga, en número aproximado de 600, en demanda de que se diera libertad a sus compañeros detenidos en Río Gallegos y de que se cumpliera el convenio firmado con sus patrones el año anterior.
Estaban agotados, tras dos meses de deambular por las inmensas estepas patagónicas, levantando al personal de las estancias, durmiendo las más de las veces al sereno y teniendo como único alimento la dura carne de capón.
El Ejército estaba cerca y se imponía tomar una decisión sobre la actitud por asumir. Y debía tomarse al más puro estilo anarquista: la asamblea obrera, donde todos y cada uno de los trabajadores tenía derecho a decir lo suyo y a ser escuchado con respeto por los demás.
En el transcurso de aquella histórica asamblea, que duró toda la noche, se delinearon tres posiciones definidas: la del secretario general de la Sociedad Obrera, el “gallego” anarquista Antonio Soto, quien proponía continuar con la táctica empleada hasta entonces: ponerse en movimiento, ocupar estancias, tomar víveres y armas, y cuando llegara el Ejército, desaparecer.
A esta postura se le opuso la del también anarquista Pablo Schulz, chileno descendiente de alemanes, para quien había que enfrentar decididamente a las tropas regulares, atrincherándose en Estancia Anita, y resistir hasta vencer.
Pero quien supo expresar la voluntad de la mayoría fue el chileno Juan Farina, quien sostuvo que “ellos no habían hecho la huelga para enfrentarse al ejército ni para apoderarse de la tierra, que lo único que querían era que se los tratara bien y se les pagara lo que corresponda”, y que había que parlamentar con los militares.
El miércoles 7 de diciembre las tropas llegaron, ofreciendo el respeto de las vidas de los trabajadores a cambio de su rendición incondicional. La asamblea decidió rendirse y Antonio Soto escapar hacia la cordillera: “No soy carne para tirar a los perros”, dijo al partir.
Fue entonces cuando comenzó a desatarse el infierno. Ahí mismo, al pie del Paraíso, frente a las majestuosas montañas nevadas de la cordillera, muy cerca del azul profundo del Lago Argentino, a escasos 40 kilómetros de los imponentes hielos del glaciar Perito Moreno.
El jefe de las tropas, capitán Viñas Ibarra, hizo formar en dos filas a la peonada vencida; acto seguido, llamó a los estancieros para que señalaran a los cabecillas del movimiento. De esa manera quedó conformado un primer grupo de siete hombres, entre los cuales se encontraban Pablo Schulz –quien había resuelto acatar la decisión de la asamblea, aún a costa de su vida– y el alemán Otto.
Aquella noche fatídica, un pelotón de cinco soldados, al mando del subteniente Frugoni Miranda, llevó a los condenados a un paraje distante unos 400 metros del casco de la estancia. Según relata el ex soldado Juan Faure, miembro del pelotón, “Dos prisioneros de origen alemán pidieron permiso al subteniente para abrazarse antes de morir”. Y continúa: “El disparo que le efectué a este alemán lo hirió en el costado del pecho, por lo que abriéndose la camisa y señalándose el corazón, dijo: «pégueme otro tiro pronto así me matan enseguida»”. Pero el subteniente ordenó: “Hacelo sufrir un rato, para que pague lo que hizo”. Al dispararle por segunda vez, cayó muerto.
En tanto, la selección continuaba. Los condenados eran encerrados en el galpón de esquila y obligados a mantener encendida una vela cada uno, para asegurar su vigilancia. Los soldados iban sacando de a uno a los chilenos, y se los llevaban “a dar un paseo”.
Los obreros eran obligados a cavar sus propias fosas, se los formaba al borde de ellas y se les disparaba, como atestiguó el ex soldado Vallejos: “A mí me tocó tirar en este y otros pelotones de fusilamiento. Por lo general a los obreros los poníamos en fila codo a codo frente a una zanja, algunos caían dentro, otros quedaban arriba en el borde o colgando mitad dentro y mitad fuera”.
El soldado Radrizzani, que se había escondido para no fusilar, fue descubierto por sus superiores y obligado a hacerlo: “Fue una cosa muy desgraciada. Yo tenía mucho miedo. Cuando ordenaron apuntar, a mí el Mauser me oscilaba veinte centímetros, tanto me temblaban los brazos. Hubo que tirar y yo recuerdo que le pegué a un chileno en la ingle, el pobre hombre se dobló...”.
Un caso especialmente dramático fue el fusilamiento del joven Juan Esteban, de apenas 17 años de edad, según relato del soldado Vallejos: “Fue fusilado con otros dos. Me llamó la atención la guapeza de este niño, pues cuando se vio ante el pelotón, le gritó: «¡Asesino!» al jefe. Luego cayó; uno de los balazos le había roto la lengua”.
Pero acaso sea el de Walter Knoll, el relato más espeluznante: “Nos llevaban dos suboficiales y nos obligaron a llevar dos palas, a mí y a un peón chileno. Nos dijeron: «No se aflijan, no los vamos a fusilar; van a tener que enterrar a unos que ya fusilamos». Pero, por las instrucciones que había dado el capitán Viñas Ibarra, me di cuenta que estaba perdido. Ya había mucha claridad.
”Cuando caminamos unos cuatrocientos metros, nos indicaron que empezáramos a cavar, que hiciéramos rápido, así después nos podíamos ir para nuestras estancias. Mi desazón era total, pero no podía intentar nada. El sargento y el cabo estaban decididos a todo. Aunque cavábamos despacio no podíamos demorar mucho, porque temíamos irritarlos y que nos balearan allí mismo.
”Era algo indescriptible; sabíamos que íbamos a morir, pero todavía queríamos demorar algunos minutos más, hasta que se produjo el milagro. Vino un soldado a caballo y habló con el sargento. Me miraron y éste me dijo: «Te salvaste, alemán, llegó tu patrón». Así era, había llegado el señor Clark, quien se había interesado inmediatamente por mí. La casualidad me salvó la vida”.
El número total de fusilados en Estancia Anita fue, según el investigador Osvaldo Bayer –de cuya obra La Patagonia rebelde se extrajeron estos relatos– de al menos entre 120 y 150 trabajadores, ejecutados entre el 7 y el 10 de diciembre de 1921.
Las tumbas sin nombres de Estancia Anita, hoy
El Calafate, 3 de mayo de 2013. En una potente camioneta 4 x 4 se desplazan rumbo a Estancia Anita don Horacio Echeverría, el historiador Luis Milton Philemon Ibarra y el autor de estas líneas.
Don Horacio es el propietario de la estancia 9 de Julio, de 5000 hectáreas, lindante con “La Anita”. Produce ganado bovino criollo patagónico, una especie al borde de la extinción, descendiente de las primeras vacas traídas a América por los conquistadores españoles. Tiene un excelente sentido del humor y es un notable compositor de versos camperos. Y es, además, nieto de uno de los primeros pobladores de la zona, quien levantó el primer hotel de material de El Calafate: el “hotel de la piedra grande”, mencionado por Osvaldo Bayer en su obra, como “el boliche de Echeverría”.
Luis Philemon Ibarra es, acaso después de Bayer, el historiador con mayor conocimiento de las huelgas patagónicas. Trabaja en el Archivo Histórico Municipal de El Calafate, y es uno de los fundadores de la Comisión por la Memoria de las Huelgas de 1921.
El vehículo va en dirección oeste-sur por la Ruta Provincial N° 15, un camino de ripio apenas, la antigua ruta al Glaciar Perito Moreno. La belleza del paisaje, con la nieve eterna de sus montañas, no deja de ejercer cierta fascinación en el viajero.
De a ratos se ven majadas de ovejas pastando. Un poco más allá, el cadáver de un perro, colgando del alambrado. “Son perros cimarrones, muy bravos; si no se los mata atacan a las ovejas, y pueden llegar a dejar un tendal de hasta 1500 animales”, explica don Horacio.
Unos seis kilómetros después de cruzar el río Centinela, se ve la blanca tranquera de entrada a Estancia Anita; y al fondo, el histórico galpón de esquila. No obstante, el vehículo sigue su marcha unos 200 metros más; la primera parada será en el cenotafio levantado por iniciativa de la Comisión por la Memoria de las Huelgas de 1921.
Allí, cada mes de diciembre se celebra un acto en memoria de los caídos. El monumento es muy sencillo, como sencillos eran los trabajadores ejecutados: apenas una cruz con tres placas recordatorias; las banderas de cinco naciones pintadas en pequeñas chapas (argentina, chilena, uruguaya, española, alemana; las de los países de origen de los fusilados); un pino plantado el 8 diciembre de 2006; tres pequeñas columnas con la inscripción “Memoria-Verdad-Justicia”; y un letrero pintado con estas emotivas palabras:
“Viajero que pasas por este lugar... recuerda que a lo largo y a lo ancho de estos territorios, en tumbas sin nombres, pero no por ello olvidados, yacen aquellos que se alzaron en defensa de sus derechos (...) Hoy los recordamos... aquí, en calles y escuelas, porque, «La ética siempre vuelve a surgir por más que la degüellen, la fusilen, la secuestren o desaparezcan» (Osvaldo Bayer)”.
Después de tomar unas fotografías en el cenotafio, don Horacio propone: “Les voy a llevar al lugar exacto donde se hicieron los fusilamientos, tal como me lo señaló mi abuelo, un poco más allá”. Luis no se sorprendió, conocía el sitio como la palma de su mano; pero al cronista de esta nota comenzó a embargarle una emoción sutil, difusa, melancólica.
El vehículo recorrió 200 metros más, hasta detenerse frente a una enorme piedra. El terreno es ondulado, árido, salpicado aquí y allá por matas de pastos duros y calafates, y surcado por senderos de ovejas.
“Aquí, al pie de esta gran piedra, fue donde se fusiló a los huelguistas. Me lo dijo mi abuelo, que vivió toda esa tragedia”, acotó don Horacio con voz clara, didáctica, informativa. Preguntado sobre qué sentía al recordar esa historia, manifestó no tener un sentimiento especial; simplemente, que le parecía “una barbaridad, una cosa mal hecha, eso de matar así a la gente”.
Casi las mismas palabras que recogió Osvaldo Bayer de boca del sobreviviente Walter Knoll: “Por más culpables que hubieran sido los huelguistas, no había por qué fusilarlos de esa manera; fue un crimen, un crimen horrible, matar así a la gente desarmada, sin preguntárseles siquiera cómo se llamaban”.
Desde la piedra grande se puede ver, a lo lejos, el galpón de esquila donde pasaron su última y terrible noche los condenados a muerte; y el camino que tuvieron que recorrer, hasta llegar al lugar del suplicio final.
Muy cerca de la gran piedra, en el árido suelo, don Horacio señala dos sitios que presentan una ligera e irregular depresión en el terreno: “Para mí que estas son fosas donde enterraron los cadáveres”, afirma.
La emoción del cronista crecía en intensidad. Quizá allí mismo se habrían parado por última vez Pablo Schulz, o el alemán Otto, o el menor Juan Esteban; o aquel roto chileno herido en la ingle por Radrizzani, el soldado que no quería matar a sus semejantes.
Desde ese lugar se ve un paisaje maravilloso, increíble. Un paisaje que remeda el Paraíso. El último paisaje que vieron los fusilados, instantes antes de que se desatara sobre ellos el fuego del infierno, vomitado desde las bocas de los fusiles del Ejército Argentino.
Un epílogo a medias
La localización exacta de las tumbas y su cesión al pueblo de El Calafate, representan un importante avance en la preservación de la memoria histórica de los trabajadores, pero no redunda aún en la aplicación de la Justicia. Jamás fueron condenados oficialmente, siquiera post-mortem, los responsables de la masacre: el presidente Hipólito Yrigoyen, el teniente coronel Héctor B. Varela, el capitán Pedro Viñas Ibarra, el subteniente Frugoni Miranda, y los estancieros que prestaron su concurso para marcar con la señal de la muerte a los delegados obreros y trabajadores, sin reparar en su inocencia ni en su edad. Es de esperar que estos crímenes de Estado, como los de la última dictadura militar, no sigan gozando de impunidad, un cáncer que corroe las entrañas mismas de la sociedad, de la auténtica democracia y de toda la humanidad.
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