Escombros resilientes

Sociedad

#11 - Sismopreparados

Edición U

Publicado el 30 DE MAYO DE 2016

Por: Jorge Fernández Rojas

 

“Los edificios públicos eran ruinas, igual que la Iglesia, las calles habían quedado intransitables por los escombros y por el desborde de agua por la rotura de los canales de distribución de agua de riego. Ese día fue de conmoción, desconcierto y dolor”. Margarita Gascón y Esteban Fernández, “Terremotos y sismos en la evolución urbana de Hispanoamérica”, Cricyt: Mendoza (Argentina), julio de 2001.

 

Los mendocinos estamos hechos de piedra y escombros. La primera ciudad duró tres siglos, hasta que un sacudón rajó la tierra y derrumbó todo cuando los vecinos estaban en misa. Fue a las 20.30 del miércoles 20 de marzo de 1861. Si el temblor hubiera sido medido por los sismógrafos, esos aparatos hubieran marcado 7.2 en la escala de Richter; lo que se llama un “gran sismo”.

Como reflexión telúrica se me ocurre que han pasado 155 años y aquel suceso no aparece en las efemérides escolares. Nuestras maestras no enseñan que el 20 de marzo de 1861 ocurrió el terremoto de Semana Santa que volteó a la vieja ciudad y obligó a re-emplazarla a 2,5 kilómetros al sudoeste. No hay siquiera una tonada cuyana que lo evoque.

Esta observación pretende ser una evidencia del déficit cultural. El 20 de marzo debería ser el Día de la Prevención Sísmica para Mendoza.

Hace 44 años que existe en el calendario escolar nacional el día alusivo a la previsión de estos fenómenos naturales. El 8 de mayo de 1972 fue creado por ley nacional el Instituto Nacional de Prevención Sísmica (Inpres) y la dictadura de Agustín Lanusse definió ese día “con el propósito de contribuir a formar y mantener la conciencia sísmica en todos los niveles de la población”.

Está claro que eso no ocurre. El Inpres apenas existe para los periodistas, que sólo consultan el sitio virtual para conocer las coordenadas y la magnitud de los temblores que sentimos al pie de Los Andes y en otras latitudes.

Somos negadores seriales e históricos. Nuestra vida colectiva consciente ha transcurrido intentando matar nuestros propios recuerdos. Pero los acontecimientos naturales, que sí tienen memoria, se encargan de hacernos rememorar qué somos y dónde vivimos.

Por eso formamos un grupo de un millón y medio de personas resilientes sin llegar a tener noción social de ello. Menos mal que hubo preclaros en cada época que marcaron el rumbo, pero en la construcción sociocultural falta la decisión de formar a las generaciones venideras como “sismopreparados”.

Por decirlo de una manera pagana y ancestral, no le rendimos cuenta a los temblores. Los obviamos, como cuando pasamos por la esquina de Beltrán e Ituzaingó de la Cuarta Sección y no advertimos las columnas ruinosas de San Francisco, testigos de aquel desastre.

De eso se trata este despliegue de Edición U de mayo de 2016. Una especie de despertador editorial. Una forma de decir que tenemos memoria.

Este debería ser el factor movilizador para la preservación y crecimiento en este lugar que decidimos modificar aun de un modo desordenado. Esta superficie escarpada que hicimos habitable hasta las lágrimas, desde que el primer huarpe recorrió el valle de Huentota.

Ahora, la era de las comunicaciones nos pone en situación privilegiada para tener presente lo que obviamos riesgosamente. Las sociedades que han incorporado culturalmente lo sísmico han logrado con mucha sencillez traducir el complejo entramado de la previsión para poner a salvo la vida y su legado frente la tierra trémula.