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04 DE NOVIEMBRE DE 2024
La violencia sexual contra desaparecidas y persecución contra prostitutas fueron parte de una misma lógica en la provincia. Un dispositivo compartido de patotas y clandestinidad que atacó a unas y a otras. Una sobreviviente y una historiadora analizan la represión local en clave de género.
En las marchas feministas de Mendoza, salen a la calle las pancartas de las desaparecidas y asesinadas por razones políticas. Gentileza Lautaro Báez / Revista Desconexión
Julia López para Punto de Encuentro, publicación de elDiarioAR y Amnistía Internacional Argentina
Publicado el 05 DE ABRIL DE 2024
En la sala de audiencias de Tribunales Federales de Mendoza, cientos de sobrevivientes, familiares y amistades han dado su testimonio de lo que vivieron antes y durante la última dictadura. Si los escuchamos en clave de género, la violencia sexual marcó de manera generalizada los relatos de las militantes alojadas en centros clandestinos de detención (CCD). Si afinamos el oído un poco más, en las declaraciones de personas secuestradas –varones y mujeres– se filtra que el CCD más grande la provincia, el Departamento de Informaciones D2 de la Policía de Mendoza, también fue lugar de cautiverio de prostitutas que nada tenían de militantes políticas: las perseguían por “inmorales”.
En muchísimos casos, según declararon sobrevivientes del D2, de las prostitutas provino el único gesto de humanidad que tuvieron en ese centro clandestino del terror y la deshumanización: un poco de agua, algo de comida, una palabra de aliento. En otros casos, incluso fueron el nexo con las familias de presas y presos políticos que no tenían comunicación con el exterior. Así lo recuerdan Eduardo Cangemi, Alicia Morales, Luis Ocaña o Chacho Godoy, que publicó la historieta La solidaridad y las sombras, en memoria de las mujeres en prostitución que le salvaron la vida a principios del 75.
Recorte de “La solidaridad y las sombras”, historieta de Chacho Godoy en homenaje a Claridad González, Ramona Suárez y las otras tres prostitutas que lo acompañaron
Es que la dictadura no solo buscó la instauración de un orden político y económico: también tuvo como objetivo la restauración de un orden moral patriarcal que devolviera los roles de género que, para la sociedad conservadora y las cúpulas militares y policiales, se habían perdido y debían recuperarse. Esta es la tesis de la historiadora Laura Rodríguez Agüero, que investiga la violencia hacia las mujeres en la dictadura y cómo en Mendoza la represión homologó a militantes y prostitutas. Su planteo es el hilo conductor de esta nota.
Pero también es la palabra de Silvia Ontivero, una sobreviviente que, ante el Tribunal Oral Federal 1 de Mendoza en 2023, contó que en el D2 no solo las violaban, torturaban y humillaban, sino que, en el medio, también les daban lecciones de moral: “Querían convertirte en una mujer modelo y que una no piense más en la estupidez de querer cambiar el país”. “Puta” era el insulto recurrente para las militantes en cautiverio. Silvia declaró ante la Conadep en los 80, participó de las escrituras colectivas de Nosotras, presas políticas (2006) y Nosotras en libertad (2021), y conformó desde su inicio la organización mendocina Mujeres Sobrevivientes de las Dictaduras por la Memoria.
Hoy, tanto Silvia como Laura integran el Espacio para la Memoria y los Derechos Humanos ex-D2 de Mendoza, sitio que también trabaja en visibilizar la represión en clave de género.
Laura Rodríguez Agüero en el actual Espacio para la Memoria y los Derechos Humanos ex-D2 de Mendoza
Laura Rodríguez Agüero es una historiadora especializada en el pasado reciente, los grupos paraestatales y las experiencias organizativas de los 70. Leyendo los diarios de la época –“con los lentes verdes/violetas”, ríe, haciendo referencia a la perspectiva feminista–, notó que se multiplicaban las notas de un comando que asesinaba prostitutas. Entonces se dio a la tarea de rastrear a mujeres que ejercieron la prostitución por aquellos años. Fue difícil, pero lo logró gracias a que estaban sindicalizadas en la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR).
La investigadora rescató así la memoria de aquellas que –perseguidas por los mismos comandos que las y los militantes, víctimas de los mismos dispositivos y alojadas en los mismos centros clandestinos– no formaron parte de los organismos de derechos humanos, nunca fueron llamadas a declarar en ningún juicio, no figuran en el Nunca Más ni recibieron justicia. Se trata de mujeres en prostitución que el Comando Moralizador Pío XII puso en el blanco de su ataque. Abolicionismo o regulacionismo no era una discusión de entonces, y la forma de nombrarlas es la que ellas usan.
En la Mendoza de los 70, cuenta la historiadora, la persecución previa a la dictadura estaba en manos, principalmente, de grupos paraestatales, como sucedió con la Triple A a nivel nacional. El jefe de la Policía provincial, Julio César Santuccione, encabezaba los dos más grandes: el Comando Anticomunista Mendoza (CAM) y el Comando Moralizador Pío XII. Como sus nombres dejan ver, la persecución no era solamente política, sino también social, cultural y fuertemente moral.
Silvia Ontivero en una actividad en 2023, en el marco del Día de Eliminación de la Violencia contra las Mujeres
Mimí Sifón fue una de las que vivieron los ataques y accedió en 2006 a ser entrevistada por Rodríguez Agüero. “La primera vez que tengo yo noción de este comando, era como la una de la mañana y estaba parada en la esquina de Urquiza y Salta, sola, no había nadie. Entonces, a lo lejos, venía un Ami 8 amarillo y yo veía que venía tocando bocina por las esquinas y me llama la atención. Cuando pasa por mi esquina, toca bocina y tira papelitos (...) El papelito decía: ‘Emigren prostitutas. Comando Pío XII’. (...) Le muestro a una compañera mía, que me dijo: ‘Debe ser un loco’”, narró.
En el Comando Pío XII confluían integrantes de las Fuerzas y de la derecha católica. Policías, militares y un robusto movimiento integrista del catolicismo provincial conformaron esta brigada que encontró en Santuccione un verdadero “restaurador moral”. En él confiaron para organizar la ofensiva contra todas aquellas que hubiesen transgredido los límites del estereotipo de buena mujer. Los cadenazos a prostitutas eran la marca registrada del Pío XII.
“Seremos inmisericordiosos en el castigo a las prostitutas, que con su desenfadada presencia en la vía pública, atormentan y ofenden de raíz las prácticas de buena costumbre y pública moral mínima de toda sociedad decente”, dice un comunicado que el Comando Pío XII envió al Diario Mendoza a fines de julio de 1975.
"Diario Mendoza", 26 de julio de 1975
Las golpizas con cadenas a mujeres en prostitución caracterizaban las calles de las noches mendocinas. “Una noche viene un grupo de compañeras avisando que una había sido golpeada —recordó Mimí en la entrevista de 2006—. Cuando vamos a verla, la habían golpeado con cadenas. Ella contó que se bajaron cuatro tipos de un auto encapuchados y la golpearon con cadenas diciéndole: ‘¿No les dijimos que emigraran?’”.
Entre diciembre del 74 y mayo del 75, el Comando Pío XII irrumpió públicamente: hubo quince asesinatos no resueltos de personas vinculadas a la prostitución, incluidos tratantes y proxenetas, de acuerdo a la recopilación de Laura. Según publicó el diario Los Andes, el 1.º de mayo encontraron asesinadas a dos prostitutas que habían sido secuestradas la noche anterior por un grupo sin identificar. Estaban desnudas y tenían un disparo en la cabeza. En septiembre de ese año, los diarios locales publicaron que una mujer en prostitución fue secuestrada, desnudada y golpeada por un comando. Le pintaron “Pío XII” en su cuerpo.
En todos los casos, los cadáveres de personas relacionadas con la prostitución aparecieron en zonas montañosas (Papagayos, Canota, San Isidro). En los mismos lugares, estos comandos depositaban los cuerpos de militantes políticos.
Mimí Sifón en una entrevista a Laura Rodríguez Agüero en 2019. Fotograma: gentileza
Otra mujer en prostitución por aquella época (identificada solo como “R.”), relató a Rodríguez Agüero una escena similar: “Me acuerdo de que trabajábamos y la mayoría de las chicas se tuvo que ir. Se tuvieron que ir porque les pegaban. Palos, cadenazos (...) Hay algunas a las que les quebraban los brazos, las costillas, de las palizas que les daban. Cuando la agarraban a una en la esquina, ahí mismo le pegaban, en la misma esquina. Y andaban encapuchados, en autos Falcon verde. (...) Había una que le decían ‘la Monito’, le dieron tanta paliza... Le quebraron las costillas, el tobillo. Con cadenas le pegaron, yo no la vi más”.
En dictadura o democracia, las prostitutas siempre fueron perseguidas. Tenían claro que el enemigo no eran “los extremistas”, como decían los policías, sino la policía misma. Por eso, ellas intentaban ayudar, como podían, a cualquier persona detenida. La solidaridad era el código principal entre quienes compartían el encierro. Así lo dejó grabado Mimí en una entrevista audiovisual que le dio a la historiadora Rodríguez Agüero.
Así también lo dejó registrado en la historieta La solidaridad y las sombras Chacho Godoy, militante detenido en marzo del 75, alojado primero en dependencias de la Policía Federal y luego en el D2. Después de días de golpes y tortura, fue una prostituta la que abrió la mirilla del calabozo de Chacho y le preguntó quién era. “¡Chicas, un guerrilla!”, les dijo a las demás. Tres de ellas se dejaron manosear por los guardias para distraerlos y otras dos lo acompañaron al baño. Le dieron algo de tomar, un sánguche, un cigarrillo y un fósforo. Días después se encontraron en el camión celular cuando a él lo dejaron en la penitenciaría y a ellas las iban a liberar.
La solidaridad y las sombras, de Chacho Godoy
En la cárcel, los militantes detenidos estudiaban, pensaban poesías, se enseñaban cosas y leían diarios, cuenta Chacho en su historieta. Así fue como, a principios de mayo, leyeron que habían encontrado a dos mujeres asesinadas en Canota, y él las reconoció de inmediato: eran las que lo habían ayudado en el D2. Por la noticia, supo que se llamaban Ramona Suárez y Claridad González. “Estos no fueron crímenes aislados. Fue el comienzo, los primeros ensayos”, escribe, de lo que la dictadura volvería sistemático.
Cuando una “razzia moralista” se proponía barrer a las prostitutas de la ciudad, eran alojadas en comisarías o en la parte de delitos contravencionales del Palacio Policial, donde está el D2, en las calles Peltier y Virgen del Carmen. Por la disposición del edificio, desde allí vieron pasar, subir y bajar a personas presas por razones políticas. Solían volver en un estado deplorable de la sala de torturas.
Si los policías descubrían que habían ayudado a “los extremistas”, si ellas se negaban a darles información de los militantes o si se resistían a ser abusadas, las castigaban. El castigo era encerrarlas en lo que prostitutas y presas políticas llamaron “calabozo cero”. No se le debería llamar calabozo. Era una especie de escobero o sarcófago de dimensiones mínimas, donde solo cabe una persona parada. Alicia Morales dijo que medía aproximadamente 40 centímetros de cada lado. Otra exdetenida, Irene Reyes, contó que la mantuvieron ahí 24 horas, sin comer ni tomar nada.
La represión moral que ejecutaban comandos estatales y paraestatales se orientaba, entre otras personas, contra cualquier mujer que desafiara el estereotipo, por eso las militantes también eran inaceptables. “Desde los primeros insultos, golpes, manoseos y posteriores violaciones, mi ‘pecado’ era la militancia en el sindicato y alejamiento de los preceptos religiosos y del rol de esposa, madre y ama de casa, lo que caracterizaban como prostitución, al no cumplir el rol estipulado en la sociedad para la mujer”, reflexionó Silvia Ontivero, sobreviviente.
Tenía 29 años el 9 de febrero de 1976, cuando la secuestraron de su casa en el marco de un operativo contra sindicalistas peronistas. Ella trabajaba en la Dirección de Comercio del Ministerio de Economía de Mendoza y era delegada gremial en ATE. Estaba por almorzar cuando unos ocho hombres armados y disfrazados con pelucas y barbas postizas entraron con violencia y gritando. Preguntaban por “las armas” y destrozaron toda la vivienda. Se la llevaron en un Fiat color claro con su hijo de cuatro años y con su pareja de entonces, también militante.
Todo el grupo de gremialistas fue llegando de a poco al centro clandestino D2 de la Policía de Mendoza. La insultaron y golpearon frente a su niño, al que también interrogaron para que dijera algo sobre “los tíos”, es decir, compañeros y compañeras de su mamá. Como, al ingresar, ella había gritado desesperada el número de teléfono del padre de su hijo, luego se lo entregaron al hombre.
Fue el comienzo de una pesadilla. Silvia fue abusada sexualmente los dieciocho días que estuvo en el D2. “Tuve que soportar la violación de cuanto señor estaba de turno, varias veces al día. No solo yo, todas las mujeres”, dijo en 2016 en una declaración frente al Tribunal Oral Federal 1 de la Ciudad de Mendoza.
Producto de las torturas con picana, perdió un embarazo que cursaba: las descargas eléctricas en la vagina le produjeron un aborto, el deterioro absoluto de su útero y la imposibilidad de volver a quedarse embarazada. “Junto con otra compañera, abortamos en el momento de la tortura. Yo estaba de aproximadamente dos meses y medio, y la otra detenida, de cuatro meses. Luego del aborto, se presentó una persona que dijo ser médico y que realizó en carne viva el raspaje final”, declaró aquella vez.
Para insultarla, elegían siempre “‘puta”, “putita” o “pecadora”. “Recalcaban que Dios iba a castigarme por el abandono del niño y que ellos iban a limpiar la sociedad de mujeres como yo”. La amenazaban con matar a su hijo, le preguntaban por “los jefes” que tenía y por unas armas que buscaban: “Nunca me preguntaron sobre mi rol en el sindicato, ni en mi trabajo, ni dónde militaba. El reclamo siempre fue el hecho de hacer política en lugar de estar en mi casa atendiendo el hogar, especialmente al niño”.
Tras casi veinte días de horror, violaciones, torturas, golpes, hambre, sed, humillaciones y encierro en un calabozo de dimensiones mínimas, llevaron a todo el grupo a declarar ante el juez federal Rolando Evaristo Carrizo en una dependencia policial. “Mire cómo estoy, me han violado”, le dijo Silvia en pésimas condiciones. “¿No te habrás caído?”, le respondió él socarronamente. Ese y otros tres magistrados serían condenados a prisión perpetua en el cuarto juicio por delitos de lesa humanidad de la Ciudad de Mendoza, en el entendimiento de que los jueces estaban al tanto de lo que pasaba y su complicidad fue necesaria para que las fuerzas ejecutaran esos crímenes aberrantes.
“Pagamos el precio de ser mujeres”, sostiene Silvia Ontivero. Es de las sobrevivientes que entienden a la perfección el carácter sexuado de la represión y el “doble castigo”: por ser mujeres y por ser subversivas. Relata siempre –en investigaciones judiciales, académicas o periodísticas– la violencia sexual que vivió, convencida de la importancia de echar luz sobre el pasado para que no se repita algo así. “Hay un esfuerzo concreto en ese sentido y ha sido fundamental nuestro compromiso como mujeres declarantes de ponerlo en relieve. Muchos varones declarantes también lo han denunciado, refrendando nuestras declaraciones, cuando compartimos espacios de tortura”.
Frente del actual Espacio para la Memoria ex-D2 de Mendoza. Gentileza
Si la violencia sexual fue una de las caras de la represión sobre las mujeres, la otra cara fue la desmaternalización, explicó Laura Rodríguez Agüero. Quitarles a sus hijos e hijas era parte del castigo, como sucedió en los casos de apropiaciones que hasta hoy mantienen a cientos de personas con una identidad robada y fraguada. La historia de Silvia fue particular. Habilitado por el contexto y la connivencia del Poder Judicial, el padre de su hijo consiguió que en 1977 dictaminaran el abandono de hogar de Ontivero –todavía presa– y le quitaran la tutela. Pudo recuperarla once años después, poco tiempo antes de que el niño cumpliera 15 años, aunque ya desde los 13 se veían a escondidas de su padre, dijo en diálogo para esta nota.
En Mendoza, los juicios por delitos de lesa humanidad empezaron en 2010, tiempo después que a nivel nacional. Hasta el momento, doce ya recibieron sentencia. En los sucesivos procesos judiciales, se ha analizado el rol de las fuerzas armadas y de seguridad, la estructura de la inteligencia, operativos contra distintas organizaciones –sindicales, barriales, estudiantiles, etc.–, apropiaciones de menores, centros clandestinos de detención, atentados, persecuciones, desapariciones y ejecuciones a quienes consideraban “delincuentes subversivos”.
Incluso dentro de las investigaciones penales, hay una suerte de perspectiva de género que entiende las particularidades de la represión a las militantes, a las mujeres detenidas por sus actividades políticas, a las “subversivas” secuestradas en centros clandestinos. Progresivamente, ha habido cierta consideración de la violencia sexual desatada contra mujeres de manera rutinaria, extendida y generalizada: violaciones carnales, manoseos, desnudos forzados, picanas en zona genital, insultos de contenido sexual, acoso, exhibicionismo. En distintas sentencias se reconoce que las mujeres víctimas de crímenes de lesa humanidad fueron también víctimas de violencia de género.
Casi toda la dinámica represiva a nivel local ha sido objeto de investigación en la Justicia. Casi. Lo que solo se conoce someramente, por investigaciones externas y testimonios de sobrevivientes en juicios, es la persecución que comandos paraestatales de Mendoza desataron sobre prostitutas desde antes de la dictadura. Sobre sus cuerpos ensayaron la represión que se volvería sistemática y orgánica el 24 de marzo de 1976. Las lógicas, los dispositivos y los mecanismos fueron los mismos que con militantes, pero, hasta ahora, ningún juicio ha reconocido a las prostitutas como víctimas de la represión.
*La nota fue publicada originalmente en Punto de Encuentro, publicación de elDiarioAR y Amnistía Internacional Argentina.
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