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12 DE DICIEMBRE DE 2024
Todos los candidatos presidenciales construyen su estrategia identificando aquellas políticas a las que se oponen.
El discurso político se funda en el No (en realidad, Paulo Virilio dirá que el lenguaje humano surge en la necesidad de negar, dada la predisposición natural humana cifrada en nuestro ADN hacia la sociabilidad una suerte de "rousseaunianismo" genético). El No en política congrega a los que no están de acuerdo, sin tener que ser precisado en lo que deberían estar de acuerdo.
De ese modo, el No es infinitamente más convocante (en el sentido literal del adverbio) que el Sí por algo. La afirmación siempre es negadora de las demás posibilidades, mientras el No simplemente niega una posibilidad y no las otras. Por eso, en campaña los políticos buscan diferenciarse del otro, identificándolo con algo en lo que una mayoría, amorfa, heterogénea y contradictoria coincide en estar en contra.
Salvo los economistas neoliberales que ganan su estipendio recortando los gastos en las partidas presupuestarias, ¿quién puede estar a favor del ajuste? Consecuentemente, decir “no estamos a favor del ajuste” paga, y mucho más si el ajuste queda identificado con el candidato opositor. Estar en contra de la corrupción es todavía más abarcativo: ni siquiera los corruptos están a favor de la corrupción generalizada porque que sean todos corruptos es algo fiscalmente insustentable. Y si sucede la crisis, no queda nada para llevarse.
Hay, por supuesto, épocas en donde algo que fue considerado una virtud pasa a ser insoportable. Le pasó al kirchnerismo. Primero, se temió por su fragilidad, y después sorprendió con su energía gubernativa. Hoy muchos se aúnan en un No frente a lo que consideran su autoritarismo.
Cada candidato tiene su No propio, que define su estrategia electoral. Daniel Scioli hace del No “a que el pasado vuelva” su leitmotiv electoral. Y popularmente se entiende por “ese pasado” a la crisis, la ingobernabilidad, al corralito.
Mauricio Macri ha ido transitando por una variedad de Nos, presumiblemente por emplear a fondo las tácticas de la mercadotecnia política que lleva a surfear los cambiantes humores de la opinión pública. Al principio se ubicó en un No total a todo lo que viniera del mundo kirchnerista, hasta que se dio cuenta de que esa intransigencia lo llevaba a quedar emparentado con el neoliberalismo, los 90, y todo lo asociado a ellos en la memoria colectiva popular. Volvió sobre sus pasos pero apelando a lo concreto que da estar por el Sí con algo, cosa que resta en cambio de sumar.
Entonces apeló al típico No que utiliza la oposición al peronismo con bastante resultado: el tomar la bandera de la corrupción, cosa que le puso al PRO un guardapolvo blanco que queda muy lindo, pero que hace que cualquier manchita, por pequeña que sea, resalte y quede en evidencia. Resultado: después del escándalo Niembro, Macri aparece como apichonado, sin el protagonismo que había logrado exhibir inmediatamente después de las PASO.
Cuestión que aprovechó Massa para, desde su increíble persistencia, seguir arañando votos. Su estrategia no fue la de buscar un No genérico, si no una serie de Nos relacionados con problemas específicos, dando una idea de que lo que le interesa al tigrense es la gestión. Por ejemplo, su No a la inseguridad fue enunciado desde la instalación de ese voyeurismo del choreo que son las cámaras en las calles –que aunque difícilmente prevengan algo, parecerían dar material riquísimo a las producciones de tevé–.
Hoy, la pregunta de la semana es si Massa podría superar a Macri antes de la primera vuelta y entrar así a un potencial balotaje. Obviamente, en Argentina todo puede pasar. Pero lo cierto es que mucho del voto amarillo es voto gorila que no se inclinaría fácil hacia una propuesta oximorónica de un peronismo institucional como el que preconiza el Frente Renovador. Massa tiene que pasar el umbral del voto útil, o sea, que los que quieren jugar a ganador contra el kirchnerismo no lo vean como un voto testimonial sino como un voto potencialmente vencedor.
Pasado ese punto, Massa puede superar a Macri, cosa que le debería preocupar, y mucho, a Scioli. El joven candidato renovador ocupa la misma situación espacial que la que otro golden boy (Martín Lousteau) disfrutó en las elecciones porteñas: ocupa una situación central en el electorado que le permite sumar mucho del voto del que queda tercero, máxime si se da una segunda vuelta. Pero que pase ese hecho extraño es más responsabilidad del macrismo que del mismo Massa.
De todos modos, Scioli parece estar bordando un difícil negocio entre dos No: uno, al cambio, identificándolo con el fin de todas las buenas cosas que dio o que dice haber dado el kirchnerismo. Otro, un No al estilo kirchnerista: antes de empezar la campaña, en la que aparecía bastante diferenciado del estilo K, y que se fue difuminando, seguramente por pagar contento el precio de ser el candidato único por el espacio oficial.
Así como están las cosas, tanto peronismo como oposición peronista están divididos. La cuestión es que si el oficialismo, con parte del peronismo en la oposición, alcanza los 40 puntos y si la fragmentación de la oposición deja al mejor parado de ellos, a más de diez puntos de distancia del oficialismo. La mirada estándar sobre este panorama es que Massa le quita a Scioli el voto que lo llevaría a ganar directamente en primera vuelta al sacar 45 % de los votos. Pero para clamar por ese voto, el candidato oficialista debería diferenciarse del kirchnerismo, cosa que podría causar que se arme la de San Quintín entre kirchneristas y sciolistas (de vuelta, afirmar una diferencia, o sea, ir por un Sí, le haría ganar votos, pero perder votos también). Otra manera de ver las cosas es que Massa impide que ese voto opositor, aunque sea peronista, se vaya a Macri y que fuerce netamente la segunda vuelta. En esa franja crítica se deciden las elecciones.
De todos modos, es cierto que el discurso político se construye fundamentalmente en la negativa –cosa que llevó a Carl Schmitt y algunos progres argentinos que deliran con hacer un asado a orillas del Sena, a llevar las cosas al absurdo y considerar que la política en su conjunto presupone la antinomia amigo-enemigo–. Pero siempre está la positividad de las políticas concretas, que pueden ser explicadas, comentadas e interpretadas en su mejor luz o la peor.
En gran medida, la incertidumbre tan democrática de la hora se explica porque el horizonte de una crisis hoy no está asolando el período electoral y, pese al desgaste del oficialismo después de tantos años en el poder, permite que el electorado de base popular se pregunte si le conviene cambiar de caballo en medio del río. Pero todavía falta; falta poco, pero falta.
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