Por bloques parlamentarios únicos del FIT
El autor es senador electo por ese frente y dirigente del PO.
25 DE JUNIO DE 2015
Detrás de una pelea anual por el salario de los y las docentes de todos los niveles, y opacado por la pérdida de días de clases, subyace un problema no suficientemente debatido: el del papel que juega la educación en la actualidad.
Imagen ilustrativa
Comenzaremos diciendo que el conflicto que
aqueja hoy a la educación en nuestra
provincia, y en buena parte del país, está mal denominado por los medios
periodísticos como “conflicto docente”. Esta es una forma restrictiva de
nombrarlo, no ausente de intencionalidad, que pone al docente y su salario como
ejes del problema cuando en realidad se trata de algo mucho más profundo: una
concepción sobre el rol que ocupa la educación sistemática en la sociedad.
Es innegable que, desde el 2003 a la fecha, ha habido avances significativos en la asignación presupuestaria para educación, sobre todo a nivel de presupuesto nacional pero con impacto en las provincias, ya que los programas implementados revisten carácter federal.
Baste decir que de una inversión (y no gasto, como gustan llamarla los economistas liberales) de alrededor del 2,5 por ciento del Producto Bruto Interno se pasó en pocos años a más del 6 por ciento, lo cual representa muchísimo dinero que, entre otras cosas, permitió construir nuevos edificios, reparar los existentes, asignar computadoras a profesores y alumnos, generar programas de ayuda de todo tipo que favorecen la inclusión, otorgar equipamiento a las escuelas, crear cargos, y un sinnúmero de acciones llevadas a cabo, repito, en pocos años.
Pero entonces: ¿qué pasa con la educación, que cada año repite “conflictos” con una rutina asfixiante, y que, para colmo, no ve plasmada en resultados de calidad educativa los esfuerzos presupuestarios señalados?
El problema es bastante complejo y tiene varias aristas como para sintetizarlo en pocas líneas, pero trataremos de ir a lo más relevante.
En primer lugar, no debemos perder de vista el punto de partida. A comienzos del nuevo siglo, la educación argentina reflejaba un modelo de sociedad dibujado por el neoliberalismo. Un dato: al asumir el presidente De la Rúa, en 1999, nombró como Ministro de Educación a un economista, el doctor Juan Llach. La ley que regía la educación era la tristemente famosa “Ley Federal”, instrumento jurídico que propició la anarquía del sistema educativo y contribuyó al entreguismo del país ocurrido en la década del 90.
La decisión del kirchnerismo de aumentar significativamente el presupuesto en el área, pero además dictar leyes como la Ley de Educación Nacional 26206, la de Financiamiento Educativo, la de Educación Superior, la de Educación Técnica, representaron un enorme avance que no podemos desconocer.
Sin embargo, hubo dos aspectos que, a mi juicio, permanecieron casi intocables y actúan como factor de freno y aun retroceso a aquellos avances: la jerarquización del salario de los trabajadores de la educación, y la formación y capacitación docente. Es aquí entonces donde se pone en juego aquella concepción de la que hablábamos al comienzo de esta nota.
1) Formación y capacitación docente: si bien hay una oferta importante de capacitación, variada en calidad y cantidad, en muchos casos gratuita, en algunos casos en servicio, la falla es estructural. Hay un déficit crónico y profundo en la formación del docente argentino que luego intenta resolverse con parches aislados que no pueden actuar sobre la esencia del problema. El docente argentino no está formado como un agente de cambio revolucionario; no egresa del instituto superior imbuido de ese espíritu ni convencido del papel transformador que la educación tiene a través de él. Se lanza al “mercado laboral” que el sistema le ofrece pensando más en sí mismo que en la relevancia del papel que le toca jugar en la dinámica social. No es totalmente responsable de ello, aunque sí en una buena medida. Digamos, para simplificar, que el sistema lo “lleva a eso” y él/ella se “deja llevar”. Este es un gran tema para desarrollar en profundidad.
2) Jerarquización del salario del trabajador de la educación: está íntimamente conectado a lo anterior, y también revela lo que como Estado esperamos de ese trabajador. Es cierto que la masa salarial docente es enorme, es cierto que se parte con la carga de una historia de salarios bajos, bajísimos, vergonzantes. Pero ¿y entonces, qué? No pretender jerarquizar esa contraprestación es rendirse. Decir que un maestro trabaja cuatro horas y por lo tanto puede tener dos trabajos y, consecuentemente, doble sueldo, es de una perversidad manifiesta que atenta contra toda declaración de mejora en la calidad educativa. El docente debería tener prohibido trabajar doble turno; el docente debería tener un sueldo digno, dignísimo, con un solo salario en función de la importancia de la tarea que realiza. Si no, ¿cuál es el motivo por el cual un fiscal, un juez, un legislador cobran un sueldo alto? Simple: realiza una tarea de relevancia social. ¿Y el docente, qué? Aquí es donde muestra toda su debilidad la pretendida concepción de la importancia que se le da a la educación. Aquí es donde los gobiernos nacional y provincial muestran la hilacha. Sin docentes jerarquizados no hay buena educación. Para exigir calidad en el trabajo docente hay que ofrecer una contraprestación acorde a esa calidad. Y entonces sí les diremos a aquellos que han equivocado el camino, que no estén dispuestos a comprometerse con la educación de niños, niñas y jóvenes, que se dediquen a otra cosa, que esto no es para ellos. Y, en honor a la brevedad, dejaremos para otra ocasión el tema de la salud docente, absolutamente vinculado con todo lo que acabamos de mencionar.
Párrafo final para el rol del gremio y el sindicato, que aunque no parezca no son la misma cosa. Gremio somos todos los que hemos elegido trabajar en educación; sindicato es la reunión de afiliados a una organización que debe velar por el resguardo del derecho de sus trabajadores.
Como gremio, deberíamos hacer una profunda reflexión sobre lo que implica, en términos de derechos, ese compromiso del que hablábamos más arriba. No puede concebirse un trabajador de la educación que no conozca sus derechos, que no los defienda, que no participe, porque esa es otra manera de educar.
Como sindicato, el panorama es muy pobre. Si bien se ha notado un interés por participar en la movilización de principios de este año, y también en la de años anteriores, pareciera que todo termina allí. El gobierno ofrece una escandalosa propuesta, se rechaza, la mejora un poco, con suerte se vuelve a rechazar, la mejora un poco más y… ya está. A quejarnos por todo un larguísimo año más, del gobierno y de la conducción sindical, de la cual pareciera que la mayoría desconfía, pero al momento de las elecciones gana con cierta comodidad.
Evidentemente, esta temática da para mucho más: se podría escribir “in extenso” de cada uno de los aspectos apenas enunciados aquí. Pero mejor que ello sería que en cada escuela, en cada unidad de trabajo, docentes y celadores reflexionaran juntos sobre ellos. “¿Cuándo? ¿No hay tiempo!”. Mi experiencia en las escuelas me dice que eso es solo una excusa, que se puede y se debe hacer. Y en todo caso, habrá que pelear también por conseguir esos tiempos y esos espacios. Las conquistas laborales son producto del compromiso y de la lucha; eso lo sabemos todos.
El maestro Freire decía en 1965: “Este es el dilema básico que se presenta hoy, en forma ineludible, a los países subdesarrollados, al Tercer Mundo: la educación de las masas se hace algo absolutamente fundamental entre nosotros. Educación que, libre de alienación, sea una fuerza para el cambio y para la libertad. La opción, por lo tanto, está entre una educación para la ‘domesticación’ alienada y una educación para la libertad.”
Para que estas palabras dejen de tener vigencia, cada uno deberá desempeñar el rol que le corresponde.
José Luis Faillace
DNI 8533846
Marzo de 2014
educación, conflicto docente, huelga docente,
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