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Así lo aseguró el investigador principal del Conicet, que consideró retrógrado negar un fenómeno ...
26 DE DICIEMBRE DE 2024
Edición UNCUYO publica la opinión del historiador Federico Mare, quien reflexiona acerca de la importancia de la laicidad en el Estado mendocino para garantizar la igualdad y la libertad de la ciudadanía.
Durante más de un siglo, la Argentina moderna alumbrada por la Generación del 80 supo tener, más allá de algunos intervalos dictatoriales y autoritarios, una legislación escolar –a nivel nacional– de impronta laica. Ello fue así hasta que el Menemato, en 1993, consiguió la sanción de la funesta Ley Federal de Educación (LFE), disposición que si bien no introdujo de iure la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, dejó de facto entreabierta la puerta a esa posibilidad al no incluir un artículo que la prohibiera.
Lamentablemente, cuando el kirchnerismo encaró una nueva reforma del sistema escolar a través de la Ley de Educación Nacional (LEN) –norma sancionada en 2006 y todavía vigente–, el principio de laicidad de la enseñanza pública volvió a quedar ninguneado. Es cierto –como alegan muchos kirchneristas– que la LEN supuso en diversos aspectos importantes un progreso con respecto a la LFE, y que reconoció una serie de principios y derechos íntimamente ligados al ideal de una escolaridad pública aconfesional o neutral en materia religiosa, como la ciudadanía democrática, la igualdad sin discriminación, el respeto de la diversidad cultural, el reconocimiento de la educación como un bien público, la protección de las libertades fundamentales, el respeto de los derechos humanos y la educación sexual. Pero en un país como el nuestro, que no ha completado aún el proceso de separación entre Iglesia y Estado, y donde perviven todo tipo de concepciones y prácticas confesionalistas en la escolaridad pública (exhibición de crucifijos y otros símbolos religiosos, festividades patronales del santoral, rezos en el aula, misas de colación, bendición de símbolos patrios, etc.), era absolutamente imprescindible que se incluyera en la nueva legislación un artículo que restableciera de manera inequívoca y categórica la laicidad educativa. Era absolutamente imprescindible porque en la Argentina posmenemista siempre ha habido –y sigue habiendo hoy, máxime a partir del efecto Francisco– gobernantes, legisladores, jueces y fiscales propensos a vaciar de contenido dicho principio a través de interpretaciones minimalistas y argucias capciosas de lo más antojadizas.
Y sucedió finalmente lo que se sabía que tarde o temprano iba a suceder: en diciembre de 2008, una legislatura provincial atestada de nostálgicos de la dictadura clérico-militar del 43 y del primer peronismo, sancionó entre bombos y platillos una nueva ley de educación que establecía, en pleno siglo XXI, la enseñanza de la religión católica en todas las escuelas públicas como parte del diseño curricular oficial. Esa provincia fue Salta, la Salta de Juan Manuel Urtubey, brazo secular del catolicismo ultramontano. La circunstancia política de que Urtubey y varios otros caudillos del Interior ligados al peronismo ortodoxo de derecha sean kirchneristas –por convicción, por conveniencia o por ambas– permite comprender fácilmente por qué razón el Frente para la Victoria omitió la laicidad en la LEN. No se trató de un olvido involuntario. Fue una concesión penosa al sector clerical del kirchnerismo. Salta sigue hoy siendo gobernada por Urtubey, y sus colegios estatales –a pesar de las numerosas protestas sociales y reclamaciones judiciales que se han hecho– siguen impartiendo enseñanza confesional.
Ahora la laicidad escolar parece peligrar en Catamarca. Allí, desde que la gobernadora Lucía Corpacci (FPV) propuso reformar la constitución provincial, la Iglesia católica no ha cesado de pedir que se contemple, en el proyecto de la nueva carta magna, la enseñanza religiosa obligatoria en todas las escuelas públicas. La comunidad judía y otros sectores de la sociedad civil catamarqueña han expresado su preocupación e indignación frente a esta retrógrada propuesta.
Cuando desde la vereda del laicismo se plantea la imperiosa necesidad de contar con una legislación educativa nacional que garantice expresamente el principio de laicidad, con muy buen tino suele traerse a colación, como antecedente digno de imitación, la señera Ley 1420 de Educación Común (1884), norma que sentó las bases del moderno sistema escolar de la República Argentina. Frente a esta reivindicación histórica, los sectores clericales han adoptado dos posiciones muy diferentes y contradictorias: la de condenar el laicismo de la Ley 1420 como un «extremismo» pernicioso o nefasto y la de negar que dicha disposición legal tuviese un carácter aconfesional o neutral en materia religiosa.
En este artículo no me ocuparé de defender el laicismo de las críticas sofísticas de sus detractores, dado que es algo que ya he hecho en varios otros escritos que salieron publicados oportunamente en MDZ. Tampoco voy a argumentar desde la filosofía política por qué la laicidad del Estado es tan importante y necesaria, puesto que esa tarea excedería en mucho la finalidad eminentemente historiográfica de estas líneas (de cualquier modo, algo publiqué alguna vez al respecto en este mismo medio: la columna de opinión "Estado laico y civilidad democrática", cuya lectura me atrevo a recomendar a quienes estén interesados en la temática). Lo que intentaré hacer aquí es algo más modesto: demostrar por qué la Ley 1420 era laica a pesar de no contener ningún artículo que lo dijera expresamente. Se trata, pues, de refutar la tesis negacionista defendida por algunos autores del revisionismo histórico de derecha, que en los años 30, 40 y 50 –y aun después– intentaron justificar la introducción o conservación de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas arguyendo que el laicismo había «tergiversado» dicha disposición legal.
A fines del siglo XIX, en tiempos de la primera presidencia de Roca, cuando el Congreso Nacional debatía la Ley 1420, los sectores clericales conservadores lanzaron una oscurantista ofensiva ideológica contra el principio de laicidad o neutralidad religiosa de la educación pública (educación común al decir de la época, por oposición a la educación particular o privada). El artículo que fue blanco de la furia ultramontana fue el 8.º. “La enseñanza religiosa –estipulaba– sólo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunión y antes o después de las horas de clase”.
Aunque la letra del artículo no incluía el término «laicidad» o «laico/a», su espíritu –es decir, su inspiración y finalidad– era claramente laicista. Para comprobarlo, basta con leer las actas del Congreso Pedagógico de 1882, las columnas de opinión publicadas por los polemistas de ambos bandos en la prensa de la época y –lo que es más importante y decisivo– las actas del debate parlamentario de 1883-84. Liberales y clericales, partidarios y detractores de la laicidad en la educación pública, tenían bien claro que la aprobación del artículo octavo –para bien o para mal– significaría el triunfo del laicismo escolar en nuestro país, de ahí su ahínco en defenderlo o denostarlo. Así lo confirman, por lo demás, los antecedentes de la ley bonaerense de enseñanza común de 1875 y el decreto federal de 1881 que –provisoriamente– le dio aplicación extensiva a la misma en los territorios nacionales y la Capital Federal recientemente creada; amén de las sucesivas reglamentaciones dictadas por el Consejo Nacional de Educación con posterioridad a la promulgación de la Ley 1420, y de las constituciones y leyes educativas de varias provincias, entre ellas Mendoza (véase mi artículo "Por qué la Constitución de Mendoza es laica").
¿Qué establecía exactamente el art. 8? Que la enseñanza religiosa (no únicamente católica, sino también de otros credos confesionales, como en el caso de la colonia galesa de Chubut, integrada por metodistas, bautistas y anglicanos) debería tener un carácter privado (no oficial), opcional y extracurricular. Vale decir, se autorizaba el uso de los edificios públicos escolares para cursos de formación religiosa al margen de la escolaridad estatal obligatoria. Esa enseñanza religiosa (católica o cualquier otra) únicamente podía ser impartida a niños y niñas cuyas familias la solicitaran expresamente, y de manera separada e independiente al régimen escolar oficial –o sea, a contraturno, los fines de semana o en temporadas de receso–. Además, el personal docente del Estado debía abstenerse de participar en ella para no comprometer la neutralidad religiosa de su rol público magisterial, tal como quedaría taxativamente prescrito en diversas resoluciones y circulares, luego compiladas en los digestos escolares de 1908, 1920 y 1937.
El laicismo de la Ley 1420 no fue una novedad intempestiva de nuestra historia. Como el historiador José Campobassi lo ha explicado en su libro Laicismo y catolicismo en la educación pública argentina (Bs. As., GURE, 1961), es la culminación de un largo proceso de secularización que se remonta, por lo menos, a la sanción de la Constitución Nacional en 1853, y a su primera reforma en 1860; una carta magna que, a pesar de algunos bemoles como el sostenimiento al culto católico, hizo de la Argentina un Estado jurídicamente secular al garantizar la libertad de conciencia y culto, proclamar la igualdad ante la ley y no instituir ninguna religión oficial –principios todos ratificados en 1860–, tal como lo expliqué con detalle en mi columna "Por qué la Constitución Nacional no es católica (a pesar del art. 2"). Ese proceso de secularización continuó en 1863 con la fundación –a instancias de Mitre– del Colegio Nacional de Buenos Aires, cuyo plan de estudios excluiría la enseñanza de religión católica; y luego con la creación –por iniciativa o influjo de Sarmiento– de las escuelas normales de varones y mujeres, auténticos “viveros del laicismo escolar” al decir de Campobassi, pues de allí egresaban maestros y maestras de escuela que no habían recibido ninguna formación confesional (la primera escuela normal, la de Paraná, data de 1869). El proceso tuvo como siguiente jalón la Ley de Educación Común de la provincia de Buenos Aires (1875), que si bien no excluyó la enseñanza religiosa, estableció importantes y novedosas limitaciones a la misma con el objetivo de no conculcar la libertad de conciencia y culto de las minorías no católicas, cada vez más numerosas debido al auge de la inmigración europea. Se prolongó luego, siendo ya Roca presidente, en la aplicación extensiva de dicha ley provincial en los territorios nacionales y la Capital Federal (1881), suceso contemporáneo a la subordinación de los tribunales eclesiásticos a la justicia ordinaria. Ya casi a las puertas del gran debate y la sanción de la Ley 1420, registró otro hito trascendental cuando la posición laicista logró prevalecer en el Congreso Pedagógico de 1882, pese a la vehemente resistencia ultramontana.
Entre 1882 y 1885, el intenso debate entre liberales y clericales en torno a la política educativa fue uno de los principales focos de interés de la opinión pública. La prensa de la época (El Nacional, La Nación, Sud América, La Prensa, La Unión, etc.) dedicó un sinnúmero de páginas a la controversia. La causa laicista tuvo grandes plumas a su servicio: Paul Groussac, Lucio V. López, Carlos Pellegrini, Roque Sáenz Peña… Pero dos se destacaron sobre el resto: Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre. Sus numerosas columnas de opinión están llenas de argumentos y reflexiones de notable lucidez intelectual. El bando clerical tuvo como principales portavoces a Pedro Goyena, José Manuel Estrada, Tristán Achával Rodríguez, Emilio Lamarca y Miguel Navarro Viola.
En el gran debate parlamentario de 1883-84 tampoco faltaron luminarias que defendieran el laicismo escolar: Onésimo Leguizamón, Eduardo Wilde, Luis Lagos García, Delfín Gallo… También un mendocino que algún día habría de convertirse en gobernador de su provincia, y que mucho bregaría para que ella fuera laica: don Emilio Civit. El clericalismo tuvo como principales referentes en el debate legislativo a los ya mencionados Goyena y Achával Rodríguez.
Cuando la ley, ya sancionada y promulgada, comenzó a ser implementada, la Iglesia católica argentina llamó a todos sus fieles a desacatarla por considerarla un atentado impío y ateo contra la religión. Monseñor Clara, vicario de Córdoba, fue quien encendió la mecha de la reacción ultramontana con una pastoral incendiaria, exhortando a los padres de su diócesis a que no enviaran a sus hijas a la Escuela Normal de Mujeres de la capital provincial porque dicha institución era dirigida por una «extranjera protestante» (la pedagoga norteamericana Frances Armstrong). Poco después siguió sus malos pasos el obispo de Salta, y los vicarios de Jujuy y Santiago del Estero se hicieron eco de la actitud sediciosa de su superior jerárquico. También hubo conatos de oposición antilaica en Catamarca y La Rioja (no así en Mendoza, donde el liberalismo se hallaba mucho más afirmado). Detrás de esta cruzada ultramontana, manejando sus hilos con gran astucia, estaba el nuncio apostólico Mattera.
Pero el Estado nacional no se quedó de brazos cruzados. Haciendo uso del derecho de patronato, sancionó a los clérigos promotores de la desobediencia –que eran, a la sazón, funcionarios públicos dependientes del gobierno federal–, y expulsó a monseñor Mattera del país. Este episodio provocó una ruptura de relaciones diplomáticas entre la República Argentina y la Santa Sede que se extendería hasta el año 1900.
Felizmente para nuestro país, el integrismo católico fracasó en su cruzada reaccionaria y la Ley 1420 –más allá de todos sus defectos y limitaciones– continuó en vigencia, propiciando gradualmente una escolaridad pública de impronta universal, obligatoria, gratuita y laica. Esta tendencia progresiva y secularizadora recién se detendría en los años 30, con la crisis de la república liberal y el ascenso mundial de los totalitarismos y autoritarismos de derecha, pero esa es otra historia que aquí no es posible abordar. Quedará para otra oportunidad.
Sin embargo, no hay que engañarse en un punto: la Ley 1420 sancionada en 1884 no era, por desgracia, completamente laica. El suyo era un laicismo transaccional, muy similar al que Pierre Van Humbeeck trataba de implementar contra viento y marea en la Bélgica de Leopoldo II –un modelo muy ponderado por nuestra Generación del 80–, y no un laicismo pleno o estricto como el que Jules Ferry impulsaba con tanto éxito en la Francia de la III República (la ley francesa de educación primaria obligatoria, sancionada en 1882, había prohibido el uso de los edificios públicos escolares para la enseñanza religiosa, aun cuando esa enseñanza fuese extracurricular y se desarrollase fuera del horario de clases).
Pese a todo, la Ley 1420 supuso un avance
inmenso en lo que respecta a la laicización de la educación pública argentina.
Marcó, sin duda, un antes y un después. El hecho de que no contuviera en su
articulado la palabra «laica», no debería ser interpretado a la ligera como una
«prueba» de que no se trataba de una legislación escolar laica. Por todas las
razones antes expuestas, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la Ley
1420, sin ser tan laicista como las leyes Jules Ferry, fue lo suficientemente
laica como para sustraer las escuelas públicas argentinas, durante medio siglo
al menos, de la tutela oscurantista de la Iglesia católica.
La rememoración que aquí termina no es nada extemporánea. No lo es, ante todo, porque en la Mendoza de hoy la laicidad escolar sufre todo tipo de menoscabos: presencia de cruces en las aulas públicas, inclusión de los festejos del Patrono Santiago y la Virgen del Carmen en el calendario escolar oficial, etc. No lo es, tampoco, porque diversas luchas laicistas se vienen desarrollando en nuestra provincia durante estos últimos años, sobre todo después de que se creara el Encuentro Laicista de Mendoza (ELM). Y no lo es, por último, porque Mendoza está debatiendo el proyecto de su nueva ley de educación y, si bien dicho proyecto contempla –como debe ser– la laicidad de la enseñanza pública, el establishment católico integrista, a través de la Mesa de Encuentro por la Educación de Mendoza, ha difundido en estos días un documento donde reclama que se elimine sin más la palabra “laica” del articulado (véase mi columna "La última cruzada contra la escuela pública laica").
Aunque a algunos les parezca innecesario, inoportuno o pasado de moda, lo cierto es que sigue siendo necesario defender la laicidad escolar, al menos en nuestra provincia. Sin ella, la democracia, el pluralismo y los derechos humanos de las minorías no serían más que palabras vacías, espejismos retóricos en medio del desierto de la incivilidad.
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