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23 DE OCTUBRE DE 2024
“Mi voz está alterada. Por un problema con mis cuerdas vocales, me han realizado una laringectomía. Les pido su comprensión. Entre el cigarro, el alcohol y otras pornografías, me quedó voz de hombre”, dijo el artista chileno Pedro Lemebel en su presentación en la Feria del Libro de Mendoza. Recientemente ganador del premio José Donoso, el escritor interpretó Plumas humanas, crónicas cargadas de emotividad y crítica social. Impresiones de esa noche a través de algunos textos ya publicados.
Pedro Lemebel y "Las Yeguas del Apocalipsis", en una de sus perfomances históricas.
“No todo es homosexualidad”, repitió en más de una oportunidad durante la presentación de sus crónicas. En la mitad de sus pasajes se ocupó de “algo que siempre pasa en Latinoamérica y pareciera no importarle a nadie”, la violencia contra las mujeres. Leyó en la noche, tan violentamente dulce, “La Leva (o la noche fatal para una chica de la moda)”, una crónica sobre el femicidio que lleva a sus años adolescentes y se exaspera en la grave realidad presente. Con sonidos de perros ladrando y gimiendo, introdujo la historia de “la más bella flor del barrio pobretón, con su porte de reina rasca que con sus minis a lunares contagiaba su moda destapada”; violada por una “leva de perros babosos encaramándose una y otra vez sobre la perra cansada”; bajo el oscuro silencio de la vecindad poblacional, una noche de verano cualquiera, a fines de los años 60. Un pegadizo estribillo: “linda muchachita, lan-lán” y su son popular, entretejieron las pausas del relato descarnado. “Está pensando siempre en mi cariño y esa es la excusa… lan-lán”, sentenció la canción rayada de una grabación long play, cruel como la jauría.
Lemebel denuncia la patota de hombres al acecho y la mirada social que recae sobre las víctimas. O directamente las genera, como un “castigo social sobre alguien que sobresale de su medio, la chica inocente”. Los hombres son “la patota del club deportivo, con sus babas de machos burlescos, siempre dispuestos al chiflido, al ´m´hijita rica´, al rosario de piropos. La calentura violenta que se protegía en el grupo”. La mirada estigmatizante y cómplice son las vecinas envidiosas con el “parece puta” que escupe el odio a la libertad, y la repentina ausencia de cualquier testigo de los hechos. La vejación fue dicha únicamente por el poeta, con la voz gravísima recortándose del reverbero de perros alzados, “ahí mismo, con el peso de varios cuerpos despedazándola”, ante el silencio angustiado porque “toda la cuadra apagó las luces”.
En Chile, luego de recibir el premio José Donoso de literatura
El castigo social, institucional y político sigue perpetrándose sobre ella como sobre las mujeres violentadas en Chile y Latinoamérica. Denuncia Lemebel: “Nunca más vi pasar a la chica de la moda. Hoy que veo en la leva a los mismos, alejándose tras la perra, pienso que la impunidad de estas agresiones se repite en el calendario social. Cierto juicio social avala el femicidio, el crimen y la vejación de las mujeres que alteran la hipocresía barrial con el perfume azuceno de su emancipado destape. Hay que decir estas cosas, no solo denunciar la homofobia. En Chile, tras la elección de Bachelet como presidenta, el femicidio cundió mucho más, como si fuera una venganza”.
La pasión desnuda
El diálogo de Lemebel tuvo la misma carnadura que sus lecturas. La ternura, la gracia y la crítica despiadada son algunas de sus armas. En su voz, desnudas realidades quedan visibles. Las colectivas y las propias, como la de su voz, en su voz: “Es muy importante la voz en los homosexuales. Imagínense, uno ve a un metro ochenta de hombre, un pedazo de hombre, y lo saluda. Y una vocecita te dice ´Ay, cómo te va´. Conmigo es lo contrario”. Las carcajadas no impidieron que el poeta explicara su laringectomía y el esfuerzo que le suscita cada presentación: “No tengo nuez. Me sacaron la nuez, la manzana de Adán, el sueño de las travestis. La huevada me salió muy cara, me habría puesto cuatro tetas. En fin, en todo caso prefiero tener cáncer a tener sida. Es ordinario el sida”.
"Carta a Liz Taylor (o esmeraldas egipcias para AZT)” y “El beso a Joan Manuel (tu boca me sabe a hierba)”, fueron las dos crónicas seleccionadas para abrir el fuego que encendió la sala desbordada el 6 de octubre. Conocedor de los embates y ternuras de su pulso, puesto en escena a través de su voz, sus pausas y su lenguaje corporal, el artista integró las representaciones con una pantalla donde lo visual queda relegado por lo sonoro y musical como condensador de sentidos. Tanto en el jazzeado que acompaña a la carta, como con la “Lucía” de Serrat, Lemebel demuestra cómo y cuánto siente sus textos, cuánto los disfruta y los hace disfrutar. Lo que transmite se vive como en piel propia, la experiencia es representada una y otra vez y nunca es la misma.
El tuteo a la vez admirador y reclamante que hace el cronista del sidario a la Liz diva no varía la raíz denunciante de sus intenciones: “Conociendo tu apretada agenda, me permito sumarme a la gran cantidad de sidosos que te escriben para solicitarte algo. Tal vez un rizo de tu pelo, un autógrafo, una blonda de tu enagua. No sé, cualquier cosa que permita morir sabiendo que recibiste el mensaje”. La ironía sigue brutal y como condescendiente, constante. Casi como la omisión directa al paso del tiempo por parte del remitente actual, con su estrella definitivamente muerta ya. Sin embargo, nuevas crisis en el escenario de poderes mundiales y locales, son reactualizadas, trasmutadas en el discurso ideológico y poético de Lemebel. Hechos y contrahechos políticos son retomados en la relectura de la carta. Así, el “a puro AZT” se simplifica “con el último tratamiento”; el que se queda “turnio” ante los brillos de las alhajas es el Papa (Francisco) y no ya Julio Iglesias; “la solidaridad por casa” (el amor marica) es “solidaridad de género”; y las “estrellas” de aquel Hollywood siempre rosa pasaron a ser señoras, y a sus modistas y peluqueros agregaron asesores de imágenes. El nuevo final es una corona de verdades claramente dichas:
“Te estaré eternamente agrade-sida. Acuérdate, una esmeralda chiquitita, chiquitita. De pocos quilates, que no se note mucho cuando la saquen de la corona. Total, tú tienes esas turquesas para mirar que opacan cualquier resplandor. Yo soy de Chile, mándamela a la dirección del remitente. Tú no conoces este país. Dicen que somos los mejooores del continente, que ahora con la derecha ladrona y neoliberal hay mucha plata, muuucha plaaata. Pero no se ve por ningún lado. Tu admirador, for eeever”.
Lemebel y Francisco Casas, en una de las representaciones de principios de los años 90.
Con botas altas y vestido de negro con lentejuelas amarillas, a Lemebel se le pilla fácil la sonrisa que constata el placer causado por su poesía, a la par que la honestidad de su demoledora crítica social. Sus textos y presentaciones interpelan al público y a la sociedad, desde sus principios marginales, desde la propia experiencia contra la discriminación y persecución, desde su vuelo de crisálida, para develar toda violencia ejercida y sus resistencias liberadoras, a través del arte, la militancia política o la honestidad personal. Desde capullo habla por los mismos, los marginados, los doblemente marginados por la sociedad, los homosexuales, las travestis, las mujeres, los pobres, los enfermos, los locos, los desaparecidos. Sus lecturas, lo metálico en su voz y la tenue puesta en escena realizada por su asistente Constanza Farías, hallaron esa atención buscada entre el público mendocino, de la misma manera que con los diversos públicos que lo siguen en Chile y en América Latina. Desde los bordes del escenario leyó y renovó cada uno de los textos. El contacto con el público fue una continuidad de su cantar.
“El beso a Joan Manuel” volvió a ser estampado, esta vez con una lectura tristona y pausada. Los años transcurridos tal vez sumen melancolía a ese relato en el que el poeta, en 1994, en Chile, delante de cientos de estudiantes, dio su beso de fuego al trovador. Escribió un beso como reclamo porque “nunca nos dedicó ninguna estrofa, ningún estribillo. Como si los maricones no existiéramos, nos exilió del universo poético de su canto. Como si ninguna loca hubiera nadado en el Mediterráneo de su corazón azul. Ninguna mereció levantar el vuelo, gorriona marica en su cielo pardo”. La pasión de Lemebel se desnudó por el mismo Serrat. “Vuela esta canción para ti, Lucía”, sonó de los silencios a los aplausos por el hecho real, el gesto poético: "Veinte años no es nada, me dije, y mi boca se despegó de mí como un pájaro sediento que se posó en sus labios. Solo un momento la homosexualidad lo tocó con la sed carmesí de una boca chupona”.
El oído insobornable
La última parte de la presentación de Lemebel en Mendoza reforzó su denunciar poético respecto de la violencia ejercida contra las mujeres. Y sobre la persecución estatal históricamente aplicada sobre quienes el poder considera marginales. Esa mirada actualiza crónicas sobre los larguísimos años de la dictadura chilena y sus consecuencias en democracia. Esa mirada se hermana con la historia argentina e inquieta con su decir, otra vez, violentamente dulce.
La lectura de “Carmen Gloria Quintana (o una página quemada en la feria del libro)” fue hecha en silencio. “Se las quiero leer porque hay algo de relación con esta chica y mi presencia en la Feria del libro”, dijo, ya que fue en un evento similar en el Chile postdictatorial que vio a Carmen, “la cara quemada de la dictadura”:
“De no ser por esa noche, cuando Chile era un eco total de caceroleos y gritos. Y había que cortar esa calle con una barricada. Y estaban Rodrigo Rojas de Negri y ella con el bidón de bencina, en esa esquina del terror cuando llegó la patrulla. Cuando los tiraron al suelo violentamente, riéndose, mojándolos con el inflamable, amenazando con prenderles fuego. Y al rociarlos todavía no creían. Y al prender el fósforo aún dudaban que la crueldad fascista los convirtiera en muñecos bonzo para el escarmiento opositor. Y luego el chispazo. Y ahí mismo la ropa ardiendo, la piel ardiendo, desollada como brasa. Y todo el horror del mundo crepitando en sus cuerpos jóvenes, en sus hermosos cuerpos carbonizados, iluminados como antorchas en el apagón de la noche de protesta. (…) Y vino el amanecer, solo para Carmen Gloria, porque Rodrigo, el bello Rodrigo, quizás más débil, tal vez más niño, no pudo saltar la hoguera y siguió ardiendo más abajo de la tierra. Después vinieron el juicio y los culpables. Y más pronto el perdón judicial y el olvido que dejó libres esas risas pirómanas, quizás confundidas hoy con el bullicio de la Feria del Libro. Por eso Carmen Gloria va entre la gente sin dejar entrar la piedad al sentirse observada. Algo en ella le abre paso, cabeza en alto, erguida, como si fuera una bofetada al presente. (…) Como quien ostenta el rostro, así fuera una factura del costo democrático. Y esa página de historia no tiene precio para el mercado librero, que vende un rostro de loza, sin pasado, para el consumo neoliberal. (…) Así, mucho después que Carmen Gloria ha sido tragada por la multitud, sigo viendo su cara como quien ve una estrella que se ha extinguido, y solo el recuerdo la enciende en mi corazón homosexual que se me escapa del pecho, y lo dejo ir, como una luciérnaga enamorada tras el brillo de sus pasos”.
Performance de arte colectivo chileno, previa al golpe de 1973.
“Lo que nos unen son dolores en la memorias”, continuó Lemebel, al referirse a los golpes en Chile y Argentina. Emprendió entonces el rescate de la crónica sobre Claudia Victoria, una beba hija de una militante argentina, Gertrudis Hlaczic, y de José Poblete, un militante chileno, secuestrados en Buenos Aires. Mientras que Claudia aún no recupera su identidad ni “su osito de peluche, doblemente desaparecida en la multitud de guaguas”, sus padres continúan desaparecidos. La abuela chilena de la niña se integró a la lucha de las Madres de Plaza de Mayo, en tanto que, sumergida por el dolor, la abuela argentina se suicidó “exactamente a tres años de ocurridos los hechos”. Para el cronista, “recorrer con impotencia las caras nubladas de mujeres chilenas detenidas desaparecidas, obreras, profesoras, estudiantes, modistas, secretarias, empleadas domésticas, dueñas de casas, que abanican con sus rostros el triste hojeo de estas páginas”, sigue teniendo el mismo valor “porque lo que se hizo con ella es una cicatriz que va a tener por siempre”.
La cadencia de “Osito de felpa”, en una probable interpretación de Julio Jaramillo, impresionó las sensaciones de las personas presentes, de descomposiciones sobre el terror: “Claudia Victoria, la niña más joven que cierra esta ronda de muerte. Al mirar su foto y ver su edad, ocho meses al momento de la detención, pienso que es tan pequeña para llamarla detenida desaparecida, creo que a esa edad nadie tiene un rostro fijo, nadie posee un rostro recordable, porque en esos primeros meses la vida no ha cicatrizado, no hay algo que defina la máscara civil. A esa edad todas las guagas se parecen, todas hacen pucheros y se ríen sin vergüenza frente a la cámara fotográfica. Ninguna sabe entonces que su carita de manzana, mostrando sus encías despobladas, es la última visión que encinta el álbum familiar de América Latina. ¿Desde dónde se puede invocar una vida tan corta, la más desaparecida en su diminuto capullo, rasgado a tirones la noche del 28 de noviembre de 1978 en Buenos Aires?”.
“¿Desde dónde?” se pregunta Lemebel, que amplía la cuestión a la sociedad y se hace cargo. Desde la poesía, desde el relato de la verdad no dicha, desde la sensibilidad que conjura tanta impotencia y crueldad. “Ositooo de felpa, Dios se quedó extañándote”, agudiza la canción en los corazones la letra de Lemebel: “Entraron en su mundo pitufo los zapatos de tanque milico, los pesados zapatones de gigantes malos, quebrándole su cascabel, manchando sin piedad sobre el estruendo de platos rotos, muñecas y libros de cuentos deshojados, revoloteando en el vendaval estremecido por el brutal allanamiento, esa noche que vio por última vez el espacio cálido desde donde la arrancaron, en el parto nocturno de oir los ecos de su madre apagándose por el túnel de algodón donde la desaparecieron”.
Hasta la próxima bienvenida, por “esa misma cicatriz que une a los dos países, la misma costra de cordillera que nos hermana en la ausencia y el dolor”, Pedro Lemebel prefirió la memoria de su voz intacta, milongueada en punteos sobre “El informe Rettig (o recado de amor al oído insobornable de la memoria)”. Metálica o no, en todo caso rosa blindada, es la misma voz que ostenta hoy y que nunca calla nada:
“Y aun así, a pesar del viento frío, que entra sin permiso por la puerta de par en par abierta, nos gusta dormirnos acunados por la tibieza de sus recuerdos, nos gusta saber, que cada noche los exhumaremos de ese pantano sin dirección, sin número, ni sur, ni nombre. No podría ser de otra manera, no podríamos vivir sin tocar en cada sueño la seda escarchada de sus cejas, no podríamos nunca mirar de frente si dejamos evaporar el perfume sangrado de su aliento. Por eso es que aprendimos a sobrevivir bailando la triste cueca de Chile, con nuestros muertos, los llevamos a todas partes, como un cálido sol de sombras, con nosotros viven, y van plateando lunares en nuestras canas rebeldes. Ellos son invitados de honor en nuestra mesa, y con nosotros ríen, y con nosotros cantan y bailan y comen y ven televisión y también apuntan a los cómplices cuando aparecen en la pantalla, hablando de amnistía y reconciliación. Nuestros muertos están cada día más vivos, cada día más jóvenes, cada día más frescos, como si rejuvenecieran siempre en un eco subterráneo que les canta en una canción de amor que los renace, en un temblor de abrazos y sudor de manos donde no se seque la humedad porfiada de sus recuerdos”.
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