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La tremenda crisis de 2001 dejó heridas, pero también cicatrices. La Asamblea de San Telmo es una sobreviviente de aquellos espacios que contuvieron social y económicamente a miles de personas. Una crónica de Juliana Argañaraz.
Ciento cincuenta personas almuerzan en el comedor de la Asamblea de San Telmo.
Juliana Argañaraz, periodista mendocina radicada en Buenos Aires
Publicado el 30 DE OCTUBRE DE 2017
Diciembre de 2001. Después de años de inestabilidad económica, Argentina atraviesa una dura crisis institucional, política y social. El presidente Fernando de la Rúa declara Estado de sitio y la gente le responde saliendo masivamente a las calles, al grito de "¡Que se vayan todos!". Las cacerolas chillan, indignadas. De la Rúa renuncia y otros cuatro mandatarios lo suceden en una semana. Treinta y nueve personas mueren como consecuencia de la represión. Miles más se hunden en la pobreza. Los clubes del trueque y las asambleas barriales se vuelven el sostén económico y social de muchas familias argentinas.
A más de 15 años de aquella crisis, en la esquina de México y Chacabuco se alza triunfante el cartel de la Asamblea de San Telmo, una de las poquísimas sobrevivientes de aquella época oscura, prueba viva de que la ayuda todavía hace falta y de que, siempre, la unión hace la fuerza.
"Asamblea de San Telmo. Comedor popular. Viva el socialismo y la libertad". En letra blanca sobre fondo rojo, las tres frases decoran la fachada de la esquina. Las persianas son verdes y están siempre abajo; la puerta permanece cerrada. Afuera, unas 15 personas hacen cola esperando su turno para entrar –si lloviera, serían más del doble–. Si alguno se pone ansioso y golpea, Manuel Saboulard asoma la cabeza desde adentro y les dice: “Cálmense, muchachos. Ya van a entrar, falta un rato”, y vuelve a cerrarla en sus narices.
En el comedor comunitario de la Asamblea de San Telmo almuerzan unas 150 personas de lunes a viernes, en tres turnos organizados desde las 11 hasta las 14. A pesar de que la dirigencia –su presidente es Rubén Saboulard– es orgullosamente anarquista, las reglas están claras. La prioridad la tienen las personas mayores y las mujeres con hijos. “Los hombres jóvenes o las minas solas son los que más nos metían en problemas: se agarraban a trompadas, hacían quilombo, y eso no nos sirve. Acá hemos tenido que sacar a dos mujeres que se estaban dando con cuchillos de plástico. Desde entonces no les damos más cubiertos ni dejamos entrar a los que se nota que están vagueando”, cuenta Rubén.
Además del comedor, la Asamblea cuenta con varias casas tomadas que administra y alquila, algunas para familias con chicos, otras para gente sola, siempre con un riguroso control antes de incluir a un inquilino nuevo. Cada casa se maneja por una asamblea de inquilinos que toma las decisiones para el bien común y la convivencia. “La gente de clase media cree que a la pobreza hay que emanciparla. Nunca estuvieron con pobres, en la miseria no se generan las mejores conductas. La honestidad no es atributo del que está en la calle. Vos te vas a dormir a la calle esta noche y por ahí no te violan, pero que amanecés sin zapatillas, olvidate. Es la ley de la calle, son los códigos. La burguesía tiene sus códigos; nosotros, los nuestros”.
Un reino con himno
Siete de la mañana de un lunes cualquiera, que podría ser un martes o un jueves. Manuel Saboulard (26 años, hijo de Rubén y encargado del control del comedor) abre las puertas y comienza a preparar las mesas para el desayuno. Con él llega Sonia Báez, cuya primera tarea es prender las hornallas que arderán sin parar hasta las 14 bajo teteras, ollas y sartenes. Sonia tiene 49 años y llegó a la Asamblea de San Telmo hace más de 15. Cambiaba una olla de comida por ropa para sus tres hijos, o por verduras que después convertía en más comida, que a la vez cambiaba otro día por más ropa. Sonia vivía a una cuadra del comedor; para 2002 había perdido su trabajo en el Hogar Obrero y recibido una orden de desalojo. Entonces conoció a Rubén, se integró a la Asamblea y comenzó a trabajar a cambio de comida.
Hija de mamá cocinera y papá parrillero, siempre supo que lo suyo era la cocina. “Mientras está el desayuno adelante, yo me meto acá, este es mi hueco. Yo reino”, dice, mientras controla tres ollas grandes de arroz sin que se pasen, da vuelta 30 presas de pollo en el horno y gira en el aire una tortilla de papas con queso, sin dejar de contarme de su nieto y de gritar cada tanto “¿Cómo vamos?” para saber si todo está bien “allá adelante”, donde los pobres comen.
El reino de Sonia es de cinco metros por tres, con seis hornallas grandes, dos hornos y una mesada de madera con dos estantes atiborrados de cucharones, condimentos, cartones de leche, una bolsa de sal, un exprimidor de limones y dos pimientos rojos que todavía están intactos. El himno oficial es el "glub, glub, glub" del guiso en ebullición y los gritos de fondo de los comensales. Limita al norte con el reino de Daniel, firme siempre frente a dos bachas enormes donde platos, bandejitas, vasos y cubiertos entran sucios y salen limpios. Hacia el oeste está la barra y del otro lado, la gente, su gente. A Sonia la mayoría ni la conoce, pero todos le están agradecidos.
Para qué va a ser
Esta mañana Daniela Olivar, de 55 años y ojos dulces, se levantó muy mal. Padece hace años de una condición respiratoria que la hace sufrir casi todos los días y eso la pone muy nerviosa. El médico ya le dijo que no se haga mala sangre porque empeora, pero ella no puede evitarlo. Y no es para menos, si hace más de dos meses que tiene que estar viviendo en la casa de Héctor.
—¿Es su marido?
—No, no, para nada —espanta con la mano la idea como si fuera una mosca molesta—. Gracias que somos amigos, nomás. Yo vivo con él porque no tengo dónde vivir.
Si pudiera elegir, Daniela viviría con su exmarido y sus dos hijos, pero la suegra es muy metida y por eso se terminó separando, aunque con ellos se lleva fenómeno. Ahora hace mucho que no los ve, porque cuando va le gusta llevarles una platita y, bueno... con el EPOC está difícil laburar. Daniela vino desde Núñez, a unos 15 kilómetros de San Telmo, a comer al comedor. Con Héctor.
Les pregunto por qué viajaron hasta acá 25 minutos en tren y otros diez en subte y responde él:
—Para comer.
¿Para qué va a ser?
Héctor Bustelo tiene 75 años y desde hace dos, cuando lo operaron de la próstata, no pudo volver a hacer las changas que lo mantenían. Por lo menos tiene dónde vivir, puede trasladarse para comer y en el comedor lo reciben siempre bien, muy amorosos. Después de almorzar se va caminando lento y apoyándose en un bastón a tomar un cafecito a la Defensoría del Pueblo de Avenida Belgrano.
Ya es hora de la sobremesa, que se hace al solcito, en la vereda del comedor. Oscar se acerca cuando ve que hay revuelo, que alguien quiere escuchar lo que tiene para decir.
-¿Se puede hablar del Gobierno?
Oscar está enojadísimo porque gracias a la denuncia de un vecino, una grúa se llevó el auto viejo donde él vivía, que estaba parado hacía años. Desde el mes pasado va y viene desde Núñez, de abogado en abogado, y lleva una bolsita de plástico doblada prolijamente con un montón de papeles dentro. “¿Querés saber por qué vengo a comer acá?, pregunta. “Porque el Estado me tiene marginado”, responde.
El gerente
La cooperativa que maneja la Asamblea tiene oficialmente cuatro empleados: dos en la cocina, uno en recepción y uno para la seguridad. Trabajan de 7 a 15 de lunes a viernes y son monotributistas. Con sueldos, servicios e insumos, sin contar la comida, mantener el comedor popular cuesta aproximadamente 50 mil pesos mensuales.
La asamblea forma parte del Programa de Grupos Comunitarios dependiente del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat de la Ciudad de Buenos Aires, que entrega al menos una comida diaria a las personas que se encuentren en situación de calle. Según esta dependencia, un censo realizado en abril dio cuenta de 1066 personas en situación de calle en la ciudad. Por medio de un convenio con el Ejecutivo, la Asamblea de San Telmo recibe en sus casas y en el comedor a personas derivadas por el Gobierno. A cambio, reciben de parte de la Ciudad una provisión de mercadería y 50 mil pesos dos veces al año.
“Auditan la comida que damos y también tenemos que seguir una carta nutricional, con un menú determinado para cada día. El macrismo hace 8 años que está en la Ciudad y no hemos tenido quilombo porque somos muy prolijos”, cuenta Rubén en su oficina. Para hablar con él tengo que golpear una puerta que no tiene ni picaporte y la respuesta del otro lado siempre es “¡Pasá!”.
Dentro de la oficina/depósito, hay casi literalmente de todo: juguetes “del último Día del Niño que llegaron tarde y no los repartimos”, pilas de películas –es uno de los emprendimientos de la asamblea para ganar dinero, así como puestos en la feria de San Telmo y hasta una imprenta–, ropa donada que espera la clasificación; cajas de cartón por todos lados; una computadora disponible para el que necesite revisar su Facebook; carteles y pancartas que se desempolvan para las marchas; libros y revistas de la asamblea; carpetas con papeles que registran los casi 20 años de la asamblea y, en el medio, el escritorio de Rubén, desde donde me cuenta su historia mientras destila pasión por lo que hace, por lo que cree. A su lado está Negro, un perrote tranquilo, y sobre la mesa, siempre el termo, mientras el mate gira.
Tibios los huesos
Tres de la tarde. Manuel pasa la escoba mientras Daniel lava los últimos platos del día y algunos de los comensales ayudan a apilar mesas y bancos. Afuera, los del último turno se van yendo, tibios los huesos por el solcito de la siesta. A todos les espera un largo viaje a casa. En algunas horas tendrán que proveerse la cena o tirar con unos mates hasta el otro día, cuando nuevamente la Asamblea de San Telmo abra sus puertas y se vuelvan a encontrar.
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