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21 DE NOVIEMBRE DE 2024
Ricardo Palma y Gustavo Masera, docentes e investigadores de la Facultad de Ingeniería de la UNCUYO, cuentan cómo llegaron a utilizar los domos, estructuras muy similares al iglú –bóveda de hielo hueco usado como vivienda por los esquimales– como una tecnología adecuada para el secano mendocino.
Foto: Equipo investigador
Según las proyecciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), retomadas por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el 75 por ciento del territorio nacional está comprometido por la desertificación.
El director y el codirector del proyecto "Desarrollo sustentable con especial énfasis en la producción sustentable, habitabilidad, energía, agua y comunicaciones en las zonas rurales de los municipios de Lavalle y Las Heras (Mendoza)", subsidiado por la Secretaría de Ciencia, Técnica y Posgrado, explican los aportes de su investigación a esta problemática.
A partir de la imperiosa necesidad de frenar la pérdida de ambientes naturales y el retroceso de zonas productivas, este equipo de investigación comenzó a trabajar en la adaptación de tecnologías para las zonas semiáridas de nuestra provincia, con el objetivo de mejorar su sustentabilidad, su fuente de energía, el hábitat de sus habitantes y algunos de los problemas típicos de la zona.
“Civilizaciones con muchos menos recursos que los nuestros lograron hacer imperios en el desierto” dice el ingeniero Palma.
¿Cómo llegaron a abordar los problemas relativos al secano de Mendoza?
Inicialmente, el principal problema que tratamos fue el del agua. El agua es un recurso escaso pero que no es inaccesible en la zona. Gran parte del agua que consume el oasis llega al desierto pero llega contaminada.
Lo que hicimos en el proyecto anterior fue trabajar sobre biocombustibles en zonas áridas, supimos que había un stock de energía que se podía utilizar y avanzamos en estudiar cómo se podían generar con esa energía mecanismos para utilizar el agua o mejorar la que tienen.
Luego, indagamos en cómo mejorar el hábitat de los pobladores de la zona.
El próximo paso es ir avanzando desde el desierto hacia el oasis, impugnando al sistema productivo para que cierre el ciclo y no contamine hacia atrás. Ahora, en la etapa de investigación que iniciamos, vamos a trabajar sobre la energía, las emisiones de gases de efectos invernadero y todo lo que ocurre dentro del oasis, pero mirando las consecuencias que se pagan allá, porque en el desierto es donde sale la suma de todo lo que se hace mal acá.
¿Desde qué enfoque hacen esta investigación?
Lo primero que nos planteamos es que somos habitantes del desierto, porque Mendoza es tierra semiárida. Entonces nos acercamos a estudiar qué debates o avances había, a nivel nacional e internacional, para la comprensión de los desiertos y el funcionamiento de ellos y de los oasis No solo en lo referido a la flora y a la fauna, que ya son objeto de estudio desde hace años del Instituto Argentino de Investigaciones de las Zonas Áridas (Unidad Ejecutora de triple dependencia: UNCUYO-CONICET-Gobierno de Mendoza, que funciona en el Centro Científico Tecnológico). Lo que nosotros queríamos comprender es qué se piensa hoy en día del desierto y del proceso de desertificación.
Para esto, hicimos un rastreo exhaustivo de la documentación que hay en instituciones regionales e internacionales sobre este tema, para elaborar un estado de situación. Nos planteamos entonces el problema de la energía, del agua, de la contaminación, todas en relación con el desierto y el combate contra la desertificación.
Concretamente, tomamos el enfoque de la politóloga Elinor Ostrom, la primera mujer en ganar el Premio Nobel de Economía. Ella desarrolló dos conceptos teóricos muy valiosos: el de mecanismos de acción colectiva, es decir, cómo desde la misma sociedad se pueden generar instancias de participación para manejar recursos que son críticos y complejos al mismo tiempo.
La idea de gobernanza es para pensar cómo podemos manejar una situación compleja y crítica donde no hay un actor fundamental, sino que hay distintos intereses y puntos de vista, es decir, distintas formas de encarar un problema. Otro concepto muy interesante que propone esta autora es el de bienes comunes, con respecto a cómo los seres humanos interactúan a fin de mantener a largo plazo los niveles de producción de recursos comunes, tales como bosques o recursos hidrológicos. Claramente, el agua en una comunidad del desierto es un bien público crítico.
Este fue el marco teórico que fuimos construyendo. Después intentamos comprender específicamente la cuestión de la matriz energética y las problemáticas del agua, la contaminación, el uso de la tierra; todo en relación con el desierto.
Finalmente, con estudiantes e investigadores auxiliares que integran el proyecto, nos propusimos empezar a desarrollar adaptaciones tecnológicas que permitan, en primera instancia, algún tipo de solución en pequeña escala para los problemas locales de la gente que vive en el desierto y que ellos puedan usar esa tecnología.
¿Cómo lograron que los habitantes del desierto se apropiaran de esa tecnología?
Lo que tomamos fueron otras experiencias, aprendimos del fracaso de otros, mejor dicho. Un caso paradigmático fue el de Bangladesh, que también es un área semiárida. Allí se avanzó en la incorporación masiva de tecnologías con una inversión muy grande del Estado para el desarrollo de fincas, con la técnica de riego por aspersión.
Lo que sucedió es que, en un clima de desierto, la evaporación de agua hace que la gota que llega haya perdido mucha humedad y vaya concentrando sales. Una de las sales que tienen en esa región es el mismo tipo de sales que se encuentra en nuestro desierto, que es el arsénico.
El arsénico puede ser retenido por el ácido ferroso, que está presente en el suelo. Durante cincuenta años estas iniciativas anduvieron muy bien porque, si bien sucedía esto, el hierro del suelo retenía el arsénico y cultivaban diversas frutas y verduras. Pero luego de cincuenta años, el suelo se saturó y la capa de tierra no lo pudo sostener más. Comenzó a aparecer arsénico en los cultivos, la gente dejó de consumir esos productos y todos los habitantes, endeudados, se tuvieron que ir de esa región. Al dejar de regar, avanzó el desierto e incluso llegó a pasar los límites que tenía antes de esta inversión y, como si todo esto fuera poco, el viento arrastró este polvo a la ciudad y comenzaron a tener casos de enfermedades por contaminación con arsénico.
Esto nos condujo a visualizar las responsabilidades que teníamos como investigadores. Si desde la Universidad pensábamos y proponíamos alguna solución para el desierto, tenía que servir no solo para esta generación, sino también para las generaciones que vienen.
Frente a esas experiencias –y con esta conciencia– es que empezamos a desarrollar la posibilidad de los domos y de otras tecnologías en una escala mucho más adecuada a los problemas de nuestro desierto. Estas experiencias internacionales nos enseñaron que no es hacer inversiones, con grandes cantidades de dinero, sino hacer un buen diagnóstico, que tenga en cuenta las características culturales y socio-económicas de la zona para decidir qué tipo de tecnología puede servir o no. Es decir, la pregunta central fue: ¿qué tipo de tecnología está dispuesta a usar la comunidad? Y en esto avanzamos con nuestra propuesta de los domos.
¿Qué son los domos?
El domo es una estructura que tiene forma de esfera y está construida por unas varillas triangulares, con una forma como la del planetario de la ciudad de Buenos Aires. Nosotros hemos armado domos para cubrir una vivienda completa o hacer un invernadero, todo construido con materiales locales. Para hacerlos recurrimos a una especie invasiva, el tamarindo (según nos comentaron, cuando Sarmiento trajo todas estas especies exóticas como el paraíso, trajo también el tamarindo, que logró prosperar en ambientes del desierto de Mendoza). Con las varillas de tamarindo construimos estas estructuras.
En realidad, lo que hemos hecho es transmitir la posibilidad de hacer domos a la población. Porque es algo muy fácil de construir, muy sencillo y por su forma adquiere una estructura muy rígida y resistente. Respecto a su uso para viveros, la forma que tiene sirve también –tanto en invierno como en verano– para la protección del sol, el frío y demás fenómenos climáticos.
En las casas, si se quiere mejorar las condiciones ambientales –hay que recordar que en esta zona en muchas localidades no solo no se tiene acceso a la energía eléctrica sino que además, la cantidad que llega es mínima– no se pueden usar electrodomésticos como aires acondicionados, pero sí es posible desarrollar domos de seis, ocho o diez metros de altura que cubran completamente la casa, y dejarles una ventana para que en invierno pase el sol y calefaccione el hogar, y en verano, lo aísle del calor. Hemos trabajado el tema de longitud, latitud y proyección de sombras en invierno y verano para poder prever esto.
¿Cómo llegaron a construir estas estructuras y a qué conclusiones llegaron?
Empezamos trabajando un aspecto más ingenieril, con cartón entramamos las piezas para estudiar cómo quedaba una estructura más firme. Hicimos muchos prototipos a escala. Después usamos un programa, un software, para la optimización del material.
Luego se pasó a investigar los usos que se le dan internacionalmente. Por ejemplo, para construir casas. Luego del terremoto de Chile muchas casas se construyeron con forma de domos porque son livianos y resistentes.
Los domos tienen una particularidad. Las esferas son cuerpos que pueden, con menor cantidad de superficie lateral, generar el mayor volumen posible. Esto, desde el punto de vista de la construcción de casas, significa que se puede hacer la casa más grande posible con la menor cantidad de material, por eso es tan útil.
Sobre esta estructura inicial se realizan múltiples variaciones. Algunos ponen en las paredes exteriores del domo la falsa vid, que es una enredadera que crece con mucha fuerza. Entonces, en verano la enredadera trepa y cubre gran parte del domo, proporcionándole sombra a la casa. En invierno se seca, caen las hojas y permite que pase el sol.
En Lavalle y Santa Rosa hemos visto habitantes que tejen con juncos triángulos con la forma de los espacios que quedan entre las varillas de la estructura para taparlos y luego los revocan. Por eso decimos que hemos aprendido mucho de las comunidades. Otro ejemplo claro de esto fue al principio de la investigación, cuando ensayamos dos tipos de domos: uno de varillas rectas, con nudos donde se juntan los triángulos; y otro, con varillas tensadas. Teníamos expectativa en este último domo porque era más fácil de hacer que el otro que llevaba un trabajo mayor, sobre todo para armar los nudos.
A poco de andar nos dimos cuenta de que no tenía aceptación este domo, no lo adoptaban los habitantes. No entendíamos qué sucedía, hasta que un día nos explicaron que en ese domo, cuando le daba el sol al mediodía, la parte central proyectaba una imagen de una estrella de cinco puntas, inscrita en un pentágono. Este dibujo lo tiene la yarará, que es la serpiente de la zona, entonces generaba mucho rechazo, no querían ni meter los animales. Producto de esto advertimos cómo las cuestiones culturales no se pueden obviar cuando uno trabaja con comunidades.
Finalmente, de todas estas experiencias salió el producto final de nuestra investigación, que es el prototipo de un domo. Este utiliza energía solar para calentar agua (que, como mencionamos, en esta zona contiene arsénico) en una especie de laguna dentro del domo. Se calienta el agua, se condensa sobre la pared y se destila, perdiendo gran parte de su contenido de arsénico. Esta agua es recogida y se puede utilizar para el consumo humano y de animales. Todo esto solo con energía solar y materiales locales; o sea, totalmente sustentable.
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