Día de los médicos y las médicas
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03 DE DICIEMBRE DE 2024
Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.
Javier Milei y su violencia verbal. Foto: redes sociales
“Si Dios no existe, todo está permitido”, proclamaba memorablemente Dostoievski. Y si la máxima figura de la Nación subvierte los valores democráticos insultando a viva voz a quien se le ocurra, “todo está permitido”. A las palabras no se las lleva el viento. No es sin consecuencias lo que se diga, cómo se lo diga y desde qué sitios de autoridad.
Llamar “ratas”, “delincuentes”, “ladrones”, “basura”, y honrar con parecidas delicias a quienes no piensen como él es desmesurado y fuera de sitio. Sin embargo, al venir desde el poder, nadie parece advertirlo, se naturaliza la situación. “Es el estilo presidencial”, se declama. “Él es así”, se dice, como si eso mejorara lo sucedido, o siquiera lo explicara. En Mendoza se llegó al extremo de simular una masturbación en un discurso público. Nadie se levantó, nadie hizo muestra de haberlo advertido, nadie dijo nada. “El rey está vestido”, decía la gente según el viejo relato, mientras el rey se paseaba desnudo. Cualquier alumno de una escuela secundaria sería sancionado por una acción como esta, incluso si la hubiera hecho en un espacio semiprivado, no hablando delante de toda la clase, pero el presidente puede hacerla, ante la impavidez de un público que avergüenza a la dignidad que se esperaría de ciudadanos comunes. No digamos de los funcionarios públicos que estuvieron presentes en esa ocasión.
El lenguaje nos hace, dice el psicoanálisis. Somos “sujetos hablados”. Por ello, la oposición de sentido común entre hecho y palabra es errónea: hablar es una forma del hacer, y no de las menos importantes. En política, esto es aún más pronunciado.
El desorden normativo y la falta de respeto institucional se van abonando desde arriba, y esto tiene consecuencias. La violencia cotidiana crece: la anomia se va generalizando. Total, la autoridad está fallida, la autoridad llama a toda clase de transgresiones.
Hemos visto crecer los enfrentamientos políticos. Los dichos de algunos trolls cercanos al actual poder político derivaron en la corretina al influencer oficialista que hacía de periodista en una manifestación opositora. Pettovello fue abucheada al regresar del norte en un avión. El mismo Milei también lo fue, incluso al salir al balcón de la Rosada, lugar donde, también contra cualquier normativa, apareció el payasesco expremier británico Boris Johnson, perpetrando una verdadera burla a la población argentina, autorizada desde el gobierno.
Esas son violencias en el campo político: puede decirse que las más esperables, pero que es indeseable que crezcan. Aparecen otras: una mujer que mata a cuchilladas a su pareja masculina, dentro del permanente alto número de femicidios. Inseguridad ciudadana al rojo vivo, en la mezcla de carencia económica con laxitud ética: toda clase de robos y asaltos, además del avance secreto de la droga que empieza a ser alarmante en el país.
Suceden otras situaciones, de orden cotidiano pero graves, que indican errores en la aplicación de normativas, flojedad de los controles, distracción de las responsabilidades. Juega Boca con Gimnasia. Solo la arriesgada actitud de Riquelme metiéndose ante los barras impidió una batahola desastrosa. Juega River, y la hinchada hace una apoteosis de recibimiento al equipo, usando, a la vista del mundo, toda clase de materiales pirotécnicos prohibidos. Total, todo se puede, ¿verdad? Quizás quepa creer que hacer cualquier cosa es una forma de ejercicio de la libertad.
El deterioro de la vida civil es visible. Acabamos de conocer dos casos dramáticos, sumamente graves. Por una parte, en Villa Gesell se cae como un castillo de naipes un edificio en remodelación de 10 pisos, que era un apart-hotel: fallecen varios de los que allí estaban, no hay noticia precisa todavía de su número. El día posterior de esta misma semana, una preadolescente mendocina, que había ido en viaje escolar, muere ahogada en un sitio de actividad turística en Córdoba. Hechos extremadamente tristes, luctuosos. Hechos en los que errores humanos parecen haber existido, si bien en ambos casos las investigaciones son germinales.
Dos fuertes desgracias por completo inusuales. Por supuesto, dirá alguien: “Estas cosas pueden suceder en cualquier momento”. Ciertamente es así. Pero también es verdad que el amontonamiento, la profusión de desastres, no parece hacerlos casuales. Para el psicoanálisis, la casualidad no existe: existe lo causal. En tiempos en que se combina el desastre económico de millones de familias, sumado a su angustia diaria, con la fiesta agresiva lanzada desde el máximo podio del poder, la irresponsabilidad crece, el "sálvese quien pueda" acaece, la agresión, la culpa y el error involuntario pululan en ese caldero del caos.
Exijamos seriedad institucional, límites discursivos, cánones y criterios para lo que se pronuncie desde la cúpula presidencial. Un mínimo de convivencia civilizada y tolerante es necesario. De lo contrario, esta decadencia –tanto de lo político como de lo civil y cotidiano– puede continuar su periplo ruinoso, su deriva destructiva.
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