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El epistemólogo y docente de la UNCUYO pone en contexto datos recientemente publicados sobre el índice de egresados en la Universidad de Cuyo. Por qué, lejos de ser una mala noticia, es un índice bastante alto el hecho de que el 33 % de los ingresantes logren su título de grado.
Cuando más se leen diarios, el día domingo, un periódico local tituló en primera plana que la Universidad Nacional de Cuyo produce 33 egresados por cada 100 estudiantes que ingresan a carreras de grado. En verdad es un índice bastante alto de retención de estudiantes, dentro del promedio de las universidades estatales argentinas. Sin embargo, el dato lanzado "suelto" hacia la población que no tiene por qué saber detalles del tema parece sugerir cierta ineficacia de parte de la institución, supuesta ineficacia que –en los tiempos que corren– fácilmente es tomada como propia de las universidades estatales en general.
Pero de ningún modo ese dato supone algún tipo de mal funcionamiento universitario. No faltará el periodista ingenuo –y algunos otros nada ingenuos– que busque comparar esos datos con los de universidades privadas (es decir, instituciones que son de propiedad privada y función pública). El resultado es obvio: estas tienen más alta retención porcentual de sus estudiantes.
Ello no implica ninguna superioridad de las universidades de gestión y propiedad privadas: es un resultado esperable para instituciones que tienen mucha menor cantidad de estudiantes, y que los tienen –casi siempre– provenientes de sectores sociales más adinerados, lo que implica que de entrada tienen mejor "capital simbólico", es decir, mejores condiciones previas de acceso al aprendizaje y la información. Pero si el índice elegido fuera el número directo de egresados, seguro que la Universidad Nacional de Cuyo es –por lejos– la que más los tiene en la provincia y en la región. O si se trata de establecer calidad universitaria, la cual se da también por vía de la investigación, las publicaciones científicas o la relación con Conicet y la Agencia Nacional de Ciencia y Técnica, la ventaja de nuestra universidad estatal es clara y definida. Además, quienes concurren a la Universidad Nacional de Cuyo disponen, a nivel de grado, de gratuidad en sus estudios. Esto implica para muchos estudiantes de sectores sociales medios, e incluso algunos de sectores populares, la oportunidad para mejorar su situación económica por vía del acceso a un título profesional. Se trata de una función democratizadora de la educación que se acentuó entre los años 2010 y 2015, y que sería importante sostener y profundizar. Lejos de ello, el anteproyecto de Plan Maestro (planificación a 10 años del sistema educativo argentino que el gobierno nacional propone convertir en ley) plantea evaluar a las universidades estatales según su porcentaje de retención o –lo mismo, dicho al revés– de deserción estudiantil. Ello, al margen de cualquier intencionalidad con la cual se lo plantee, objetivamente parece un llamado a hacer sistemas de ingreso cerrados y limitados: es decir, a achicar el número de ingresantes. Es que así se podría fácilmente –dejando entrar a pocos y los más favorecidos– obtener muy buenos resultados, mientras un ingreso abierto y más democrático estaría destinado, de entrada, a obtener resultados más negativos.
Pero la calidad de la educación no es un porcentaje haciendo sensacionalismo en algún diario o un zócalo televisivo, sino un criterio capaz de ser sostenido conceptual y argumentativamente. Y en ese sentido, ni siquiera la calidad es igual al nivel de conocimiento que alcancen los alumnos, pues hay parte de este que no se obtiene en las instituciones educativas (lo que vale más para primaria y media que para el nivel superior). Y a la vez, la inclusión es otro criterio decisivo: pues una escuela elitista y cerrada obviamente obtendría muy buenos resultados de conocimiento por parte de sus alumnos, y mejor le iría cuanto más expulsara a aquellos estudiantes que tuvieran problemas de aprendizaje. Es decir, con índices como los de la célebre y trajinada prueba PISA, les va mejor a las escuelas y sistemas educativos más excluyentes y elitistas. Sólo si el índice combinara el criterio de nivel de aprendizaje con otro relativo al nivel de inclusión –y quizá no fueran los únicos a tomar en cuenta–, podría dar razón de algo asumible como la "calidad educativa".
De modo que nuestra universidad no se deja entender con una llamativa cifra puesta en un titular efectista de un diario. No es sólo que pueda advertirse que los propietarios de ese diario lo son a la vez de una universidad privada. Es que la universidad argentina sostiene una larga tradición de inclusión, lanzada desde la Reforma de 1918 y consolidada con la gratuidad otorgada en 1949. Es una tradición aquilatada en nuestro país que nos reconocen desde otras regiones del mundo. Es esa tradición incluyente y democratizante de la universidad, aquella a la que vale la pena seguir sosteniendo frente a acechanzas crecientes que puede recibir.
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