Cien años de Antonio Di Benedetto, el peso de lo leve
Antonio Di Benedetto nació el 2 de noviembre de 1922. Un escritor que se abocó a construir con precisión de relojero sus novelas y, sobre todo, sus relatos: unidades expresivas condensadas en los muros de la brevedad, hondas pero calibradas de tal manera de no abismarse nunca en la infinidad del símbolo.
En la narrativa de Antonio Di Benedetto encontramos una de las voces más originales de la literatura argentina del siglo XX. Lejos de Buenos Aires, siempre desde una posición más bien marginal –Mendoza, donde nació y permaneció gran parte de su vida, y luego el exilio–, escribió cinco novelas y más de un centenar de cuentos, además de ejercer profesionalmente el periodismo. A pesar de los vaivenes entre reconocimiento y olvido por parte de la crítica especializada y de los lectores, hoy forma parte del canon de las letras argentinas y latinoamericanas. Es, también, un escritor difícil de clasificar: al tanto de las novedades de su tiempo (el existencialismo, la nueva novela, el cine, el psicoanálisis) y en muchos casos precursor, prefirió permanecer en las orillas, variando de libro en libro y construyendo, no obstante, un estilo singular y reconocible.
En la narrativa breve, se inicia con los textos fantástico-alegóricos y oscuramente pesimistas que componen los relatos de Mundo animal (1953) y cierra el círculo con el simbolismo bíblico, severo y adusto de Cuentos del exilio (1983). En el medio, varios volúmenes de relatos (Declinación y Ángel, Cuentos claros, El cariño de los tontos, Absurdos) ponen de manifiesto la constante experimentación formal y temática que caracteriza al escritor, quien abreva en fuentes variadas sin dejar que ninguna actúe como ascendencia limitante: el policial, la parábola, el relato objetivista, la ciencia ficción, el melodrama, el grotesco, la narración onírica.
Como novelista, abre su producción con la original y desconcertante configuración lúdica de El pentágono (1955), y clausura su producción con una confesión autobiográfica ficcionalizada: Sombras, nada más… (1985). Entre estas dos novelas encontramos la llamada “trilogía existencialista”, constituida por El silenciero (1964), Los suicidas (1967) y Zama (1956) como temprano punto culminante de su obra literaria.
Nacer el Día de los Muertos
Para referirse a la llegada a este mundo, muchos apelan a la posición de los astros. Di Benedetto los pasaba por alto, pues según él, contaba con una predestinación especial: haber nacido el Día de los Muertos. Es decir, un 2 de noviembre, un día como hoy hace exactamente cien años. Podría pensarse que este azar lo habría de mantener unido a la idea de la muerte y, de hecho, así fue: presente en todas sus formas y en casi todos sus libros, el misterio del fin hilvana una y otra vez la trama del discurso. Sin embargo, más tenaz que la muerte fue, para él, la extrañeza de vivir. O en otras palabras, la insoportable forma que puede contraer lo cotidiano cuando se descubre una grieta en lo banal. Entonces, divorciando al sujeto del mundo que habita, todo se torna deseo de algo inalcanzable: el reconocimiento, la expiación, el silencio, la pureza, un amor ideal, un sentido vital. El peso de lo leve, la sugerencia de un entrelugar posible y distinto, aplasta tanto como estimula. Así su escritura, como el cante jondo que tanto le gustaba, se debatirá insistentemente entre la aflicción y el goce.
Mendoza era una fiesta
Los vaivenes del campo cultural son inexplicables. Resulta extraño pensar que hoy hemos recuperado a Di Benedetto luego de un largo olvido, cuando en su tiempo fue un escritor reconocido (incluso por los consagrados, como Borges), premiado y traducido al italiano, al francés, al alemán. En Mendoza fue un periodista de fuste, con extensa trayectoria, que llegó a ser subdirector de Los Andes, lo cual le supuso un lugar de poder y de visibilidad. Era común su presencia en actos y reuniones sociales y culturales, mientras desde su posición en el diario impulsaba, legitimándola, la obra de escritores, poetas y artistas plásticos.
Por aquellos años, la cultura mendocina prosperaba extraordinariamente. Jóvenes escritores, escultores, dibujantes, pintores, intelectuales, periodistas, músicos, dramaturgos, actores (que no nombramos por el riesgo de olvidar a alguien en la multitud), nacidos la mayoría en las décadas del 20 y del 30, dieron forma a una vigorosa bohemia que floreció a mediados de siglo, marcando una época en la historia cultural de la provincia. Allí, en ese medio artístico pujante del que participaba asiduamente, aunque resguardándose en la noche y en el silencio, escribió Di Benedetto gran parte de su producción literaria. Allí, hasta que el manto oscuro del Golpe Militar de 1976 cayó sobre sus espaldas: secuestro, cautiverio, tortura, y finalmente, después de 17 meses de cárcel, el exilio a España.
Pequellas capillas
Contemporáneo de los escritores del llamado boom de la literatura latinoamericana, no aspiró nunca a ser uno de sus autores estrella. Frente a esos grandes de la pluma que aspiraban a componer la novela total, la novela de síntesis, la gran novela americana, Di Benedetto se abocó a construir, en este lejano oeste argentino y con precisión de relojero, sus novelas y, sobre todo, sus relatos: unidades expresivas condensadas en los muros de la brevedad, hondas pero calibradas de tal manera de no abismarse nunca en la infinidad del símbolo (esa que perturbaba tanto a Borges); historias nacidas a partir de gérmenes de cuentos que, según sus palabras, descendían sobre su cabeza como “copitos de nieve que caen sobre un habitante de los trópicos”, y que también bautizó como “diablillos” o “heridas que no dan la muerte”. Así, frente a la novela-catedral anhelada por los escritores del boom, perseveró en levantar sus pequeñas capillas, aun después de haber escrito Zama, tan universal y, al mismo tiempo, tan americana.
Para lectores del siglo XXI
La literatura de Di Benedetto incomoda; incluso seducidos por el artificio de una prosa que no da pasos en falso, por su fino humor o la limpidez de las imágenes, su lectura no deja indemne. Obstinado en tornar intolerable lo trivial, el autor aguijonea. Zama, por ejemplo, nos fuerza a preguntarnos cuán aceptable es vivir esperando. ¿No es acaso la espera nuestra disposición de ánimo más terriblemente ordinaria? La ilusión, la procrastinación, el deseo, y sus versiones más patológicas, como la ansiedad y la angustia, son las formas con que la espera se enmascara en nuestras biografías mundanas. Con El silenciero, el ruido físico adquiere espesor metafísico, y el absurdo nomadismo problematiza la comodidad del hogar: ¿es que tener un techo (con ese sillón nuevo, la tv gigante y Netflix) nos cobija de la intemperie interior? Cuando el silenciero, al acostarse pensando en las acciones llevadas adelante a lo largo del día, se pregunta, casi como en una humorada, si es una persona decente, incita en los lectores el asedio del mismo interrogante: ¿cuán decentes somos? ¿cuánto bien y cuánto mal impulsamos a lo largo de esas pocas horas que transcurren desde que nos levantamos hasta que nos acostamos? “La literatura es verdadera si nos agarra como seres agónicos, si no nos hace creer que somos superhombres, si nos hace ver que somos débiles, si nos impulsa y moviliza la necesidad de la conciencia y del actuar”, afirmaba Di Benedetto en 1972 a su entrevistador.
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