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¿Por qué es productivo repensar la relación entre arte y academia? ¿Qué aporta a la indagación del origen de lo artístico?
Marina Sarale, INCIHUSA, CONICET Mendoza
Publicado el 29 DE NOVIEMBRE DE 2018
Estas reflexiones son parte de un proceso que comenzó en los Seminarios Transversales organizados por el Comité de Divulgación del INCIHUSA, Conicet Mendoza, y aún permanecen en constante movimiento, afinándose, intentando trazar otras lecturas y producir nuevas preguntas.
Cuando se trata de pensar la relación arte-academia surgen algunos interrogantes ¿en qué medida la inquietud por esta relación sigue siendo una pregunta productiva? ¿Frente a qué coyunturas deviene una pregunta necesaria? ¿Qué motiva a un/a/e artista a iniciar un recorrido en el campo de la investigación académica? En principio, prefiero desplazar el término arte por el de teatro, ya que es en este campo donde desarrollo mi trabajo y referirme al arte en general sería desproporcionado e injusto sobre todo cuando se pretende atender a las singularidades de cada caso.
De acuerdo con esto, frente a la pregunta por la relación arte/teatro-academia, entiendo que sigue siendo productiva si logramos localizar un problema que pese a reiterados debates, aun despierta interés: la relación teoría‒práctica en la formación universitaria. Es sabido, para quienes nos hemos formado en la Facultad de Artes y Diseño de la UNCuyo, la persistencia de la tradición basada en las Escuelas de Arte. En ellas se apunta a la formación de ejecutantes de algún instrumento‒ya sea musical, plástico, digital o incluso el cuerpo humano comprendido como tal‒. De este modo la teoría es comprendida como la transmisión de un saber técnico y reproductivo que tiende a eludir la reflexión teórica sobre su propia práctica, ¿desde dónde producimos? ¿De dónde proviene la tradición en la cual estamos inscriptos? ¿Qué otras alternativas posibles hay a ese relato? ¿Qué alianzas se pueden tejer por fuera de la relación del maestro y el discípulo?
Asimismo, ante la urgencia de cuestionar y, en muchos casos, denunciar los modos en que se enseña actualmente el “arte del actor”, las técnicas y procedimientos que guardan relaciones desiguales entre “maestros y discípulos”(utilizo el masculino porque la maestra en el teatro no tiene el mismo peso que el varón), se torna indispensable la tarea de investigar, revisar y poner en discusión nuestros saberes en todas las dimensiones posibles, no sólo técnicas sino también históricas e inscriptas en una tradición que, a su paso no trae garantías en términos creativos, sino la reproducción de clichés y estructuras de poder.
En este sentido, creo que tanto la importancia de los movimientos feministas, que están calando hondo en todos los sectores de la sociedad, incluido el teatro, como las revisiones que se producen en el ámbito académico o teatrológico‒en su doble tarea de repensarse a sí mismo y, a la vez, abrir nuevas líneas de trabajo‒, por fuera del canon porteño o europeo, y más allá de las mitificaciones, producen efectos concretos en los modos de relación y las prácticas de producción de obra. Esto provoca un fenómeno indispensable que no solo atiende la urgencia, sino también recupera nombres, memorias, prácticas otras, develamientos y disidencias, contra la romantización de lo independiente (refiriéndonos al teatro independiente) y fundamentalmente contra la instrumentalización de los cuerpos. Por tal motivo, no se trata de una disputa caprichosa o narcisista, sino más bien una intervención política, que reconoce que las afectividades puestas en juego dentro de los grupos de trabajo no pertenecen a la esfera de lo privado sino todo lo contrario.
Ante la pregunta en torno al interés de los artistas/ teatristas por la investigación, si tomamos en cuenta lo anterior y consideramos que los estudios teatrales son desarrollados mayormente por referentes formados en disciplinas no artísticas, salvo la literatura, entendemos que incidir como productores de saberes específicos, como teatristas en el campo científico, se presenta como un desafío epistemológico que responde en parte a la necesidad de reflexionar teóricamente sobre las propias prácticas, trascender la crítica impresionista o juiciosa y apostar a producir conocimiento científico.
Claramente hay una serie de condiciones dadas para que esto tenga lugar, la opción de posgrados orientados a los estudios artísticos y la inserción de artistas dentro de redes de conocimiento ligados al campo de la investigación; la necesidad de tratar temáticas o poner el foco en cuestiones que, en muchos casos, quedan por fuera de los abordajes tomados por las otras disciplinas y, fundamentalmente, la urgencia de localizar y singularizar las prácticas, por fuera o más allá de los modelos hegemónicos de legitimación. En nuestro caso, fuertemente, contra la idea de “el interior” y “provincias” como un espacio geográfico homogéneo, deshistorizado.
De allí, el desplazamiento del trabajo creativo al servicio de la producción de conocimiento, donde la distancia aparentemente inmensa entre la teoría y la práctica se acorta, se aproxima o mejor dicho, se reconfigura. Se abren nuevos espacios, nuevas preguntas, nuevos accesos en los cuales la academia cuela, trafica, ocupa un lugar de margen para registrar, reflexionar, guardar una memoria, historizar, construir nuevas metáforas.
Finalmente, la apuesta hacia adelante es evitar someternos a los paternalismos que también la academia replica, en su lugar traficar lo productivo de las prácticas grupales, las afectividades que potencian el trabajo creativo, encontrar la “complicidades necesarias”, como dice Deligny, y subvertir las verticalidades de la academia o en el último de los casos, ponerla patas para arriba.
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