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31 DE OCTUBRE DE 2024
La manifestación de los obreros ferroviarios de 1917 es recordada por su envergadura y porque se cobró la vida de Adela Montaña y Josefina Biandini. El asesinato desencadenó acciones que paralizaron la provincia y marcó un punto de inflexión en la historia y memoria del movimiento obrero local.
Foto: Diario La Tarde, 26 de septiembre de 1917
Matías Latorre, FCPyS-UNCUYO, y Mariana Pereyra, Incihusa-Conicet
Publicado el 24 DE SEPTIEMBRE DE 2024
Un fotomontaje poco común fue publicado en hojas amarillentas por el diario La Tarde (LT) el 26 de septiembre de 1917. La composición jerarquizaba las figuras de dos jóvenes mujeres y una niña. Al costado izquierdo se ubicaba Adela Montaña, de 27 años, con su pequeña hija. A la derecha, Josefina Biandini de Gómez, de 23 años, con su vientre abultado de ocho meses de embarazo. No podemos afirmar que Adela y Josefina se conocían, pero sí que compartían una fuerte identidad ferroviaria. Pero ¿cuál era el motivo de la publicación de esta fotografía?
El día 25, algunas horas después de iniciada la gran huelga ferroviaria nacional en el territorio provincial, gobernado por el conservador Francisco Álvarez, popularmente apodado “Pancho Hambre”, un nutrido contingente arribó al local de la Federación Obrera Ferroviaria (FOF) en la ciudad de Mendoza. Reunidos en asamblea, ultimaron los detalles organizativos para movilizarse hacia la Estación del Trasandino y evitar que partiera un tren presto a ser conducido por rompehuelgas. Adela y Josefina, junto a otras 150 mujeres, marcharon acompañadas por sus hijos e hijas, varias con sus bebés en brazos. Ellas encabezaron la movilización de 500 manifestantes que avanzó por las vías del tren ubicadas en calle Belgrano de Ciudad. Josefina blandía una bandera argentina de gran tamaño. Las insignias rojas tampoco faltaron. Una de ellas era empuñada audazmente por Adela. Ambas se ubicaron en la primera línea.
La masa obrera avanzó firmemente, vociferando al unísono: “¡Viva la huelga!”. En las cercanías de calle Colón, un grupo de jóvenes destrozó las casetas de los guardabarreras detrás del contingente. Una acción espontánea realizada por muchachos que, según aseguraron los huelguistas, no estaban encolumnados orgánicamente en la manifestación, pero que precipitó una serie de eventos inesperados. El capitán del ejército, sin titubear, ordenó abrir fuego sobre la multitud, lo que desencadenó uno de los hechos más trágicos de la historia del movimiento obrero mendocino.
Los soldados descargaron proyectiles que impactaron en los cuerpos de una veintena de huelguistas, que cayeron derribados. Inmediatamente, un grupo de manifestantes intentó socorrer a los heridos. Los disparos volvieron a dispersarlos. La escena se clarificó minutos después: Adela y Josefina eran las dos primeras víctimas fatales.
Ahora, el fotomontaje del diario La Tarde cobra su sentido cabal: en el centro pueden observarse los cuerpos inermes enredados en sus banderas ensangrentadas a la vera del riel. A los pocos días, el saldo de muertos aumentó. El foguista Miguel López falleció en el hospital. Se abría así un nuevo capítulo de la historia obrera local que, año a año, realizaría homenajes a quienes cayeron y reivindicaría la lucha de la familia ferroviaria.
El día 26 se supo que las balas habían impactado en hombros, muslos, brazos y cabezas de varones, mujeres y niños. La conmoción rebasó los contornos de la clase obrera. Una persona encumbrada, de nombre Arturo Jardel, ofreció su gran salón en calle Las Heras 450 para que se instalara allí una capilla ardiente. La funeraria Boito costeó los insumos del velatorio y el sepelio. La capilla ardiente fue habilitada desde la tarde y hasta la mañana siguiente, y desfilaron por ella miles de personas. La participación estatal durante ese evento fue nula.
El sepelio de las trabajadoras adquirió un estatus poco común: “Dignidad" en la muerte, término nada usual para mártires caídos durante los conflictos sociales. La bandera argentina ensangrentada, anteriormente portada por Josefina, ahora fue sostenida por manos y miradas desafiantes que posaron ante la lente de la cámara de un fotógrafo del diario Los Andes. Si se aguza la vista, en el extremo derecho de la fotografía de archivo se ve a un hombre con su cabeza y ojo derecho envueltos con vendajes. El ceremonial se presenta suntuoso y transmite masividad, camaradería obrera y consternación. Otra bandera, probablemente argentina, flamea al centro de la fotografía.
Foto: Diario Los Andes, 27 de septiembre de 1917
Al día siguiente, en horas de la mañana, arribaron las carrozas fúnebres. Llevaban en sus costados paños negros con las iniciales de las víctimas. Los féretros fueron transportados a pulso por obreras hasta el cementerio de la Capital. Delante se ubicaron los dirigentes ferroviarios y miembros de la Federación Obrera local; detrás, “unas ochocientas mujeres del pueblo” llevaban coronas y ramos de flores (LT, 27 de septiembre de 1917). La organización y seguridad de la procesión estuvo enteramente a cargo de los ferroviarios, que se distinguieron con brazaletes hechos con gasa. Durante el extenso trayecto, no se divisó presencia policial alguna.
El cortejo fúnebre partió desde la capilla y pronto se convirtió en una apretada y nutrida procesión compuesta por obreros y obreras y público en general. En el camino, se produjeron mitines espontáneos y se incorporó una banda de música que entonó marchas fúnebres. El comercio y el transporte paralizaron sus actividades. Tranviarios, panaderos y conductores de vehículos particulares se plegaron al paro ferroviario. A partir de la masacre, ya no hubo intentos de movilizar ningún tren. Las muertes tornaron inadmisible avalar la posición de los rompehuelgas. Solo continuó transitando por el riel una zorra encargada de trasladar leche para abastecer de alimento a los hospitales. Los números informados nos dan una somera idea de la importancia del suceso: más de 20.000 personas se manifestaron durante un lapso aproximado de dos horas, lo que convirtió el evento en uno de los más masivos acaecidos hasta ese momento. Llegaron a las puertas del cementerio hacia el mediodía. La multitud oyó los discursos de dirigentes pertenecientes, fundamentalmente, al ramo ferroviario.
Al finalizar, las puertas de la necrópolis se abrieron y algunas obreras ofrecieron flores sobre las tumbas. La procesión transformada en protesta exhibía la importancia de la participación femenina en la lucha obrera, y la unidad y solidaridad de clase que emergían de las cenizas dejadas por la balacera. Las acciones desarrolladas por las familias trabajadoras en aquellas jornadas luctuosas aplacaron las medidas represivas y los rompehuelgas depusieron su actitud. Adela y Josefina cristalizaron una poderosa agencia proletaria. En un mundo del trabajo masculinizado, que no parecía representarlas, ellas surgían como partícipes activas, mártires y heroínas. De allí en más, cada 25 de septiembre, la clase obrera pondría nuevamente el cuerpo en las calles, homenajeando y actualizando su identidad en tanto obreras, madres, hermanas, hijas, cónyuges, movilizadas por intereses propios y comunes a la clase trabajadora.
*Comité de Divulgación Científica del Incihusa
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