24 de marzo: democratizar la democracia
Por Roberto Follari, epistemólogo, docente y doctor en Psicología.
Foto: Télam
No hay hechos del presente que se comparen a la barbarie desatada en nombre de “la civilización occidental y cristiana” en 1976: un Estado que se volvió estructuralmente ilegal, y que pretendió combatir la insurgencia con la tortura y el asesinato clandestinos y sistemáticos. Si se infrigía la ley, el Estado debió responder con la ley: y esas infracciones a la legalidad de parte de jóvenes y trabajadores, surgía también como respuesta a un Estado antidemocrático, proscriptivo, prepotente e ilegal, impuesto con violencia desde 1955, y refrendado hasta 1973.
Lo cierto es que nada se compara a ese infierno persecutorio, que no se hizo en un estadio para no repetir el papelón mundial de Pinochet, pero se ejerció en una medida más prolongada y reticular. No es exacto que “hoy se hace lo mismo, por otros medios”, como se ha dicho. La dominación económica podrá continuar, pero la violencia política no es sólo una cortina para tapar lo económico: tiene peso, vigencia y efectos por sí misma, y afortunadamente hoy los actores políticos argentinos no pueden reivindicar aquella situación que nos ha hecho tristemente célebres en el mundo.
Eso sí: la oligarquía agroexportadora es la misma -ahora son los hijos y nietos, claro-, el bloque dominante es el mismo, los medios de comunicación que entonces posibilitaron ahora trabajan para esa derecha “del campo” -así denominada-, y los jueces que entonces colaboraron, ahora tienen descendientes que escandalizan con su pertinaz servicio a la derecha ideológica, servicio establecido sin disimulos ni matices.
Hasta en lo propiamente político, hay pocos cambios: quizá cabe decir que sectores del peronismo que entonces jugaban a “perdonar” a la dictadura se quedaron sin presencia -quizá quede alguna con olor a “cordobesismo”-, que los socialistas entonces perseguidos ahora forman parte de la derecha (Frente de frentes en Santa Fe, cogobierno en Mendoza, Roy Cortina en la CABA), y -lo más importante- que la UCR, con su dignísimo papel de defensora de las garantías constitucionales y las libertades en decisiones de Raúl Alfonsín, hoy es socia del PRO en la principal coalición proempresarial de la Argentina. Vemos ahora denostar a pueblos indígenas, perseguir las protestas populares o secundar a Bullrich, quien deshonra la memoria de las víctimas cuando pide que las FFAA vuelvan a realizar represión interna.
Nos han tocado algunas viscisitudes en estos días, que hacen a cuestiones de libertad: obviamente, no en la escala ni la dimensión de aquel infierno persecutorio, pero sin dudas problemáticas para estos tiempos de democracia que -y es de lamentar- a veces operan con garantías individuales restringidas.
Por un lado, se ha denostado a los mapuches. Su satanización ya es un deporte nacional, hasta se escuchó hablar de “terrorismo mapuche-venezolano-iraní”, y parecidos disparates televisivos. Lo cierto es que más allá del obvio racismo que aparece en muchas intervenciones, uno se pregunta: si se llamaran pehuenches en vez de mapuches, ¿les reconocerían el derecho a la tierra, desde el bloque en el poder provincial? La respuesta es obvia: no. Lo que muestra que, en realidad, se ha desplazado la cuestión, que tiene que ver con tenencia de tierras y no con identidades ancestrales. No quieren ceder las tierras -sí se han cedido a grupos privados muy cerca de allí-, no se las quiere reconocer como propiedad de campesinos del lugar. Eso es todo, lo demás es humo.
Dos militantes populares fueron encarcelados sin que hubieran ejercido violencia alguna, por manifestar en las calles. “Cortar calles es delito”, declaman autoridades. Y es legalmente así, pero también lo es que muchas reivindicaciones sociales se hicieron visibles gracias a los cortes. En todo caso, no vimos pedir cárcel cuando los ruralistas tomaron decenas de rutas en la Argentina: la ley se aplica sesgadamente. Los militantes -gracias a la presión social y la presencia de dirigentes nacionales en Mendoza- están libres, tras una semana de encierro: pero la causa judicial continúa.
Una puesta artística en nuestra universidad fue vandalizada por un grupo de personas que profesan el catolicismo: por supuesto, hay muchos otros católicos que también lo profesan, y no realizaron ni convalidaron estos hechos. Actuaron en rechazo del contenido de la puesta. Y hay total derecho a no acordar con ese contenido, a peticionar a autoridades o hasta a protestar si así les parece: ningún derecho a la destrucción o a la violencia, a la intolerancia abierta. No soy de quienes creen que el arte todo lo justifica: la obra artística está sujeta a los límites éticos que pueda señalarse a cualquier expresión social. Y por supuesto, el laicismo prístino de la institución, no implica rechazo de la libre conciencia -en su caso religiosa- que puedan tener muchos universitarios. Pero sí hay derecho a la expresión sin tapujos de la crítica social y a la muestra de los propios puntos de vista, sin que nadie venga a agredirlos ni a violentarlos: los artistas vieron sus obras destruidas, y el acto de intolerancia es por completo inaceptable.
Son situaciones puntuales, pero vale, para el 24 de marzo, el reclamo de que la democracia sea plenamente leal a los derechos que declama: de no ser así, se anida al huevo de la serpiente que acabó en la violencia, y en el Estado ilegal y represivo que se instaló en el país en marzo de 1976.
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