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23 DE OCTUBRE DE 2024
Reentrevista a Juan López: vida y obra de un hombre que trabaja con las palabras.
Juan López está en las antípodas del hombre que mete miedo. Tranquilo, de hablar pausado, risa explosiva pero cortita, gran anfitrión. Porta un nombre y un apellido que, por sencillos, son casi su reflejo. Sin embargo, supo ser el terror de las redacciones, cuando pasó por muchos de los medios de comunicación mendocinos y corrigió las oraciones que los periodistas construimos a las apuradas. Él se ríe de ese mito. Dice que las redacciones son fascinantes, vertiginosas, que le encanta corregir los textos por esa mezcla de trabajo intelectual y artesanal y porque colabora para que cada uno diga exactamente lo que quiere decir.
Aunque ya no trabaja en los medios, Juan sigue unido a la palabra. Una unión que comenzó desde pequeño, cuando hurgaba en la biblioteca familiar o cuando encontraba a su papá, Víctor López, siempre leyendo en la cama, o ya dormido con el texto entre sus brazos. Hoy forma parte del equipo de la Ediunc, la editorial de la UNCUYO, y trabaja para el Gobierno de Mendoza.
La misma biblioteca que escarbó cientos de veces hoy está en su hogar, el que comparte con la periodista Cecilia Molina y con dos de sus hijos, Violeta, de 12 y Felipe, de 8 años, aunque los nombres de los otros –Candelaria (doctora, vive en Buenos Aires) y Leandro (hijo de Marcelo Lacerna y Ariana Gómez, pero que quiere como propio)– salen siempre de su boca.
Juan abre la puerta de su hogar acompañado por la perrita Tina. Nos muestra el living y subimos al altillo, una especie de mundo feliz, en el que las paredes están tapadas de libros y donde hay cuadros y dibujos de grandes artistas, que vigilan, que acompañan. Están Julio Cortázar, José Lezama Lima, Alfredo Zitarrosa, Pablo Neruda, Roberto Bolaño. Un ambiente cálido, con grandes ventanales, donde Juan trabaja o escribe, que es casi lo mismo. Sobre la mesa de madera están sus libros de poemas, esos que se animó a publicar de grande con un sello propio, Ediciones Simples, y al que siguieron otros, muchos, además de una página web donde están todos sus textos (www.juanlopeztextos.com.ar).
Juan rememora cómo fue que la palabra se convirtió en fuente de trabajo. Antes de terminar la carrera de Letras en la UNCUYO fue cartero, profesor y corrector en los medios de comunicación, dos ocupaciones que fue intercambiando durante años, según las posibilidades y las echadas.
Fue el periodista Luis Gregorio quien le comentó al hermano de Juan, Federico, que tomarían examen en el Diario Hoy para ingresar a la sección Corrección. Rindió una prueba difícil y entró a un mundo nuevo, en el que se trabaja de noche, en el que todos estaban apurados, en el que escribían a las corridas. Ahí –contó– tuvo grandes maestros del arte de la corrección: Carlos Guembe, César Chaparro, Estela Castro, Carmen Páez y Gustavo González. Esos maestros le enseñaron las claves de la corrección periodística: mirar la palabra como imagen, no como concepto, porque de lo contrario no se ve el error, hacer la revisión ortográfica, ortotipográfica (mayúsculas, minúsculas) y de estilo. Es decir, que la oración exprese lo más claro posible lo que el periodista quiso decir.
En esa redacción, que comandaba otro histórico, Carlos Perlino, aprendió de corrección pero también dio sus primeros pasos en el sindicalismo. Llegó a ser secretario adjunto del gremio de Prensa. Cuando el diario cerró sus puertas, luego de que los empleados resistieran por semanas, comenzó a dar clases.
¿Qué te gustaba de cada actividad?
De la docencia me gustaban más los alumnos que los colegas. Fui profesor en Chilecito, San Carlos. Daba clases alrededor de la salamandra. En el campo, la escuela es un centro cultural, algo querido, respetado, cuidado, es distinto de lo que se vive en otros ámbitos. La docencia es maravillosa, pero cuando empecé a trabajar en los medios el sueldo de corrector era más estable. Además me gustaba, me especialicé en corrección de textos y fui dejando la docencia.
¿Qué te gustaba del periodismo?
El vértigo, el poder ayudar a que el texto mejore, me gustaba esa cosa artesanal e intelectual a la vez. También me ofrecieron ser periodista y empecé escribiendo reseñas para libros, pero nunca me prendí con ser periodista, nunca me interesó. Veía que los periodistas tenían que escribir sobre cualquier cosa y yo no quería escribir sobre cualquier cosa. Prefería corregir cosas ajenas que escribir sobre cualquier cosa. Después aprendí, fui periodista institucional años después. Finalmente al Diario Hoy lo cerraron. Hacíamos asambleas, resistimos, pero nos echaron. Fue en mayo o junio del 90. Hacía frío, el diario estaba donde está el Automóvil Club. Ahí me dedico exclusivamente a dar clases en la Champagnat, en primer año de Abogacía, hasta que me llaman para armar la sección Corrección del UNO. Empezamos a trabajar en el 92 y el diario salió un año después.
¿Tenés conciencia de que muchos aseguraban que, en sus comienzos, el UNO no tenía errores, que era un diario hermoso de leer?
No tengo conciencia de eso. Sí era una locura. Había ediciones de cien páginas porque el objetivo era, obviamente, competir con el Los Andes y nosotros hacíamos un suplemento, el deportivo, que creo que llegó a tener 36 páginas. Era un diario más. Como no podíamos competir con el Los Andes porque los canillitas no querían repartir el UNO, porque era laburar el doble –aparte había mucho lobby del Los Andes–, nosotros no competímos con el horario de cierre, sino con el producto. Yo digo competíamos, pero no tenía ninguna injerencia... Era jefe de Corrección pero no participaba de las mesas de decisión. Sí me ocupaba de que saliera dignamente escrito. Llegamos a ser nueve correctores... Una locura... Una locura hermosa... Pero después nos empezaron a cercenar. Vos sabés que el grupo se especializa en hacer bosta gente, en reducir los sueldos. Terminaron siendo cuatro correctores para cubrir todo el día. Yo trabajaba al cierre, desde las 16 hasta que saliera el diario. Había días que esperábamos un partido que terminaba a las doce y media de la noche. Eso no se hace en un diario, pero lo hacíamos. Entonces salía un diario completo, la gente lo empezaba a leer y además había periodistas que firmaban, se impuso eso de firmar las notas, que no existía. Pero no sé si estaba sin errores, no creo, no existe el diario sin errores.
¿Y después?
Me echaron del UNO. Yo trabajaba colaborando con Daniel Bibiloni, que estaba en prensa del Ministerio de Economía, y surgió una posibilidad de trabajar en Prensa de Hacienda. Yo no tenía idea. Lo único cercano era que mi viejo era contador, pero el 4 de enero del 99 empecé a trabajar como encargado de Prensa de Hacienda, en la época de (Arturo) Lafalla. Y ahí me quedé. Con el tiempo surgió un cargo, ahora estoy adscripto a gestión pública, a todo lo que tiene que ver con reforma del Estado, con recursos humanos. Y después, cuando apareció El Sol me fui a El Sol Investiga.
¿Cómo fue esa experiencia?
Fue maravillosa, genial. Iba dos o tres veces por semana, a los cierres. Al principio era el único, después entraron Rubén Gatica y dos correctores más. Ahí publiqué una nota de un preso que terminó "suicidado" en el pabellón judicial de El Sauce. Ahí nos reencontramos con todos los que estaban en el UNO: Marcelo Torrez, Luis Ábrego, el flaco (Marcelo) López, la Ceci Pérez, la Daniela Galván, la Ceci Molina, el Marcelo Sisso, vos, Osiris Domínguez, Cristian Ortega, Gastón Bustelo, Jorge Fernández Rojas, el Iñaky Rojas, Verónica Miguez, Mariana Delhez... Un montón de gente pasó por ahí.
Te teníamos un poco de miedo...
(Risas) En la redacción de diario Uno trabajábamos como en un altillo. En ese tiempo se fumaba y yo trabajaba muy indignado porque todo el humo se iba para allá. Por suerte, en un momento llegó una resolución de que no se podía fumar más. Hacía calor en verano, frío en invierno, era un lugar de mierda. Nos habían tirado lo peor para Corrección y, encima, yo tenía mucha presión porque era sindicalista, y además tenés mucha presión cuando estás al cierre porque sale un error y el primero que cobra sos vos, el jefe de Corrección, aunque hay una máxima que dice que la responsabilidad del error es del que lo introduce en el texto, no del que lo revisa, eso lo dice El País. Pero le decís eso a un gerente, a un cabezón, y se caga de risa. Te dice: "¿Para qué te pago, boludo, si se te pasan los errores?". Entonces era mucho estrés... Al otro día no sabías lo que podía pasar. Era todo el tiempo así. Y cuando yo bajaba era como que había pasado algo grave, me tenían un poco de miedo. Gastón (Bustelo) decía: “Miren: se ríe. Tiene corazón”. Y en El Sol disfruté mucho, había mucho compañerismo. Además no tenías que escribir para el cierre, se investigaba. Era otro periodismo. Después eso cambió un poco.
¿Qué cambió?
Yo empecé a trabajar en los medios en el 87 y todavía los directores periodísticos tenían cierta autonomía respecto de la gerencia o las direcciones administrativas. Me parece que lo que sucede es paralelo a eso que se etiqueta como neoliberalismo. Se transforman en puras empresas económicas. Entonces el que baja la línea editorial es un tipo que saca cuentas, nada más. No es Fabián Calle, no es un periodista de raza, no es (Antonio) Di Benedetto. Eso ya no sucede. Creo que esto otro empieza a pasar. Si sos director periodístico y querés tener un poco de independencia, te echan. En general, los directores periodísticos desde ese momento –y no quiero ser injusto pero tampoco tibio– tenían que tener una gran capacidad de asentimiento hacia arriba o de negación hacia abajo. Creo que los medios perdieron eso: directores periodísticos fuertes que defiendan la labor periodística por sobre los intereses económicos. Antes había una diferencia entre el director periodístico y el dueño de la empresa. Se lo respetaba al director periodístico, podía imponer criterios sin responder siempre a los dueños . No te quiero decir que eran idealistas ni mucho menos, pero cambiaron mucho las cosas.
¿En qué cambió el trabajo periodístico? ¿Creés que empeoró la calidad?
No creo eso. A mí me parece que después de que (Jorge) Lanata se dio vuelta tanto, se puede esperar cualquier cosa del periodismo, tanto buena como mala. Y te lo digo en el sentido de que Lanata surgió como un ejemplo del periodismo independiente, un emblema de los que éramos jóvenes en ese entonces. Dijimos: "¡Qué capo, cómo hace este diario este pendejo!". Yo no separo el periodismo de las otras cosas. Me parece que sigue habiendo gente muy hija de puta y gente muy copada, que no se vende.
¿Y en cuanto a la calidad de lo escrito?
Hace mucho que no leo los diarios, te juro, pero lo que leo me parece que no está mal. Sí tuve una experiencia en ese sentido que se puede citar, en la época en que trabajaban Di Benedetto, (Rodolfo) Braceli, Jorge Bonardel o el Beto Gattás, que me pasaba los textos y no tenían un solo error. Era un tipo formado con la Lexicón. Eso no es atribuible a la profesión periodística. Es un cambio normal de la tecnología. Creo que la tecnología influyó mucho para que se pudiera escribir muy fácilmente. Antes no podías hacer eso, porque imaginate escribir mal un texto, suponía un laburo sobre el plomo y estos tipos se formaron con el plomo, trabajaban con linotipos, se imprimía con linotipo en el Los Andes en el 60 o 70 y yo no lo podía creer. Estaban los textos escritos perfectos, con una prosa impresionante.
¿Te gustaría volver a trabajar en los medios?
Cuando me fui de El Sol, renuncié. Fue la primera vez que dejé de trabajar sábado y domingo después de muchos años y fue maravilloso. Porque los domingos, a las tres o cuatro de la tarde, me iba al diario. Me perdí un montón de cosas... Pero lo que pasa es que también son fascinantes las redacciones. Si ocurriera una catástrofe laboral, si me echaran de los trabajos estables que tengo ahora, lo haría y me pondría las pilas porque me encanta. Siempre me gustó pero no volvería a hacerlo por elección propia.
¿Por qué son fascinantes las redacciones?
He conocido periodistas con verdadera vocación, con perfil de comunicadores, de servidores, que saben que están siendo mediadores, que no se ponen en "yo, yo, yo". Esa sí es una crítica. Hay muchos periodistas que se mandan a opinar, que adscriben a lo que dicen ciertos generadores de opinión. Pero la mística del periodista que sale a la calle y trae cosas me parece genial. Siempre les decía que es más difícil escribir policiales y deportes porque, desde el punto de vista literario, es mucho más difícil describir cómo se hace un gol o cómo fue un crimen, porque hay narración y descripción, que escribir política, que ponés 'dijo tal cosa, comillas, dijo tal otra, comillas'. No se aprende a escribir así. Eso siempre lo digo y les molesta, porque los prestigiosos periodistas son de política, ven al deporte y a policiales como menos. También siempre les aconsejo a los periodistas que conozco, que quiero, que tienen que seguir escribiendo. Si sos jefe de Noticias seguí escribiendo, porque si dejás de escribir te transformás en un animalito que da órdenes. Son hermosas las redacciones. A mí me encantan, son muy divertidas, estás todo el tiempo construyendo la noticia.
¿Y el trabajo del corrector?
El trabajo del corrector es atípico, porque el periodista mira en menos al corrector. El mensaje es que sos corrector porque no pudiste ser periodista. El corrector típico, digamos la maestrita de escuela con buena ortografía que llegó a correctora, sí es un personaje. Yo he tenido de esas colegas, pero nosotros fuimos más abiertos. El Gabriel Espejo, por ejemplo, era un periodista de Deportes y es un súper corrector, o el Ale Frías, el Rubén Gatica. Todos nos formamos más o menos juntos.
Algunos diarios on-line no tienen corrector. ¿Eso es bueno o malo?
Me parece muy mal (risas). El MDZ empezó con correctores. Yo, por ahí, cuando ve algo alevoso, les aviso, que, por ejemplo, dice 'púbico' y no 'público', y lo corrigen porque son editores. Les hago corrección gratuita. En un momento se me ocurrió ofrecerles la corrección. Se puede corregir en tu casa porque acordás horarios de subida de notas y, de última, si la nota está cinco minutos sin corregir, no pasa nada, pero a los cinco minutos está corregida, está mejor escrita. Podría ser eso.
Pasión por sus hijos
Al inicio, en el medio, al final de la conversación, Juan tiene presente a sus hijos e hijas. Dice que su gran preocupación es que tengan una vocación, algo que los apasione y que sean buenas personas. Felipe, el más chiquito, de 8 años, comparte el asado con nosotros, pero antes pasamos por su habitación, donde abre su maleta de doctor y nos revisa al fotógrafo y mí. Nos baja el pulgar, todos los exámenes nos salen mal, pero no hay protesta que valga, el doctor es él.
Contame de Felipe...
Somos muy apegados, es como una prolongación. Empezó primer grado, fue a la sala de cuatro y de cinco a la (Carmen) Vera Arenas. Es refuerte la experiencia del Feli. Me parece que sirve para darle el mismo lugar a todos los hijos y, en ese sentido, a todas las personas. Lo fuerte que tiene un niño como el Felipe, que tiene síndrome de Down, es que tiene un entorno activado porque lo distinto, lo diferente, te saca la alfombra. Y después te das cuenta de que es tan normal como tener otro hijo. No te voy a decir que es más fácil ni mucho menos, pero es otro mambo. Estábamos viendo Cosmos, la edición nueva, con Violeta (su hija de 12 años) y yo le decía: "Imaginate que toda la humanidad tuviera síndrome de Down" y pensaba que sería un mundo mucho menos violento, porque en general los chicos que tienen síndrome de Down son más cariñosos, no tienen un bloqueo de la afectividad, porque el Felipe es un chico que no duda en darte un abrazo, un beso, pero ahora ya está con más independencia. Es todo el tiempo un desafío, pero con los otros pasa igual.
¿Hay una preocupación extra?
Sí, eso sí. Nosotros somos padres grandes y siempre pensamos dejarle a Felipe cierta autonomía económica, que pueda tener un trabajo. Pensamos en un vivero, tengo un hermano que tiene un vivero, nos imaginamos que pueda tener un oficio autónomo, pero él va a necesitar que sus hermanos mayores lo acompañen cuando nosotros no estemos. En el tema de autonomía se está logrando mucho. España es pionera, en Argentina también se ha abierto mucho, igual en Mendoza. Y sí... Es una preocupación de todo padre que su hijo logre autonomía, más con un chico con síndrome de Down que no puede hacer algunas cosas, no puede andar en moto por ejemplo, aunque ahora hay una visión más abierta, que no sé si es tan realista. No me interesan los rótulos, me interesa poder ayudar al Felipe. Lo más fuerte que siento es que los que no tienen la experiencia de vivir con una persona como él no se dan cuenta de que no es tan así. Te ponen el síndrome delante y la persona atrás, y en realidad el síndrome es algo que se tiene. No se dice "es Down", sino que "tiene síndrome de Down". Pero sí, es un desafío constante, porque hay una constante resistencia de la sociedad, aunque antes los escondían o los mataban. En ese sentido, comparten con grupos minoritarios, como las mujeres en otra época, esa mirada de los que no los ven.
¿Este avance en la mirada, en los derechos, en la legislación, lo percibís en tus vecinos, en la comunidad?
Tenemos amigos que se han alejado, no son muchos. Conozco padres que han tenido chicos discapacitados y se alejan, no lo soportaron. Otros te dicen "Son angelitos", "Te lo mandó el Señor", "Sos un afortunado". Hay de todo. Hay que tratar de ser realista. Cuando nos hicieron la primera entrevista en la escuela dijimos: "Miren, no somos esos padres de chicos con síndrome de Down que quieren que su hijo vaya al Balseiro", porque hay gente que no acepta la situación, que no ve la realidad. Y es cierto que uno no la acepta, sino que se adapta. Es doloroso pero es así. Es un universo difícil. La Ceci (Molina, mamá de Felipe) siempre me dice: "Tenés que escribir un libro que ayude a otra gente". Cuando llegue el momento, será. Es una experiencia fuerte, distinta, sobre todo porque estás todo el tiempo exponiéndote socialmente, luchando contra un lugar común.
Para acceder a la entrevista, hacer clic aquí.
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