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04 DE NOVIEMBRE DE 2024
Cincuenta adolescentes y adultos asisten a la Escuela Campesina de Agroecología que la Unión de Trabajadores Rurales sin Tierra (UST) abrió en el 2011 en Jocolí, Lavalle. Los alumnos cuentan que por primera vez respetaron su historia y sus saberes, y que les enseñan conceptos y prácticas que aplican todos los días en su vida cotidiana.
Lugar donde funciona el segundo año de la escuela, foto: Axel Lloret
En esta escuela, los alumnos quieren repetir el año y fruncen la cara si les recuerdan que un día se van a recibir. Ya pasaron por otras aulas, pero en ninguna respetaron su historia, sus creencias, sus saberes, ni les enseñaron conceptos y prácticas que pudieran aplicar en su vida cotidiana. Esta escuela es distinta: en ninguna otra les hicieron sentir orgullo de ser campesinos, ni la necesidad de defender la tierra en la que viven y producen sus familias desde hace generaciones.
Esta escuela es rara: aquí no hay una maestra que tiene la verdad y manda, ni alumnos que repiten de memoria y obedecen; aquí hay discusiones, debates y un aprendizaje colectivo. Aquí se dan las mismas materias que en cualquier colegio, pero no porque están en la currícula, sino porque la matemática, la biología, la física, la lengua, la historia y el idioma extranjero son esenciales para producir y comercializar los productos.
Sí, esta escuela es rara. Aquí los alumnos y los docentes comparten un proyecto político-pedagógico que desafía la lógica capitalista y promueve una forma de vida y de producción campesina que pondera la vida por sobre los negocios, y donde los recursos naturales no son mercancías sino bienes comunitarios.
Esta escuela rara es la Escuela Campesina de Agroecología, un sueño de los integrantes de la Unión de Trabajadores Rurales sin Tierra de Cuyo (UST), una organización que desde hace once años busca mejorar las condiciones y la calidad de vida de las familias que viven o quieren vivir en el campo.
El sueño se hizo realidad en 2011, cuando la escuela comenzó a funcionar en el predio de la UST, ubicado en Jocolí, Lavalle, a 45 kilómetros de la ciudad de Mendoza. Fue su respuesta a una realidad que palpaban en el campo y que corroboraron las estadísticas: las dificultades que enfrentan los chicos y jóvenes campesinos para concluir la educación obligatoria, y el abismo entre la enseñanza y la necesidad de formarse en saberes aplicados a su vida cotidiana.
Marta Greco, parte de la dirección colectiva del colegio, explicó que la falta de acceso a la educación en zonas rurales provoca que los chicos emigren y sufran el desarraigo. Desde ese lugar es que plantean una educación vinculada a la vida en el campo y que respete los saberes de los jóvenes.
El gobierno escolar entendió y aprobó formalmente esta concepción, luego del trabajo conjunto de los integrantes de la UST con los funcionarios de las direcciones de Educación de Jóvenes y Adultos y de Gestión Social, y el aporte de estudiantes y profesionales de la UNCuyo.
Escuela y comunidad
Los cincuenta alumnos que cursan primero y segundo año llegan desde distintas localidades de Mendoza y San Juan, y permanecen una semana en el predio de la UST, donde además de asistir a clases realizan prácticas en dos fincas agropecuarias, en el vivero, en la bodega artesanal o en la fábrica de conservas.
Esa semana intensa, en la que también comparten las labores para mantener el predio en condiciones, se denomina “tiempo escuela”. Cuando vuelven a casa, el aprendizaje continúa a través del “tiempo en comunidad”, donde realizan actividades de producción y formación junto con sus vecinos.
Es jueves y los alumnos están en clases, pero después de confesarnos que los salvamos de una discusión para la que no estaban preparados, acceden a contar su historia y a explicarnos por qué esta escuela es tan distintas a otras. Si hay un denominador común en los dichos de los chicos es que no quieren dejar el campo, que aman la tranquilidad, la paz, la relación con los vecinos y que les gusta cultivar y criar los animales, esas labores que aprendieron desde niños.
Jesús Morales (18) nació y se crió en Lagunas del Rosario, en Lavalle, donde vive en un puesto con su mamá y su papá. La historia de Jesús se parece a la de otros cientos de chicos del campo: durante siete años caminó diez kilómetros para terminar la escuela primaria, pero decidió no seguir la secundaria, porque debía trasladarse a San José. Sus padres comenzaron a participar en la UST y desde los diez años Jesús mamó la necesidad de defender la tierra y el agua. Fueron sus padres quienes lo animaron a ingresar a la escuela de la organización, de la que hoy no quiere egresar. “La escuela es linda, todas las materias están referidas al campo, nos enseñan de veterinaria, a hacer quesos y sobre la agroecología, que es producir pero sin químicos. Nada que ver con lo que me enseñaban en la escuela albergue”, cuenta el adolescente.
Lorena Brizuela (35) nació y se crió en Jocolí, donde se casó y tuvo cuatro hijos. Terminó el primario en una escuela albergue, pero aunque intentó seguir el secundario en Pocitos, San Juan, abandonó en primer año. Después de separarse de su marido, una amiga la invitó a participar en el UST y a seguir estudiando. Hoy se alegra de haber vencido su rechazo inicial, porque asegura que en el grupo encontró amistad, solidaridad y una contención parecida a la de la familia. Pero además de lo afectivo, aprendió a elaborar conservas e inició un proyecto de cría de pollos en su casa, al que ve como la posibilidad de manutención futura.
Laura Páez (28) también es de Jocolí y hace cinco años que trabaja en el vivero de la UST. Terminó la primaria, pero abandonó la secundaria y comenzó a trabajar. Se entusiasmó con la propuesta de seguir estudiando, sobre todo para ayudar a sus cuatro hijas en las tareas escolares. Laura cuenta que en la primera clase se dio cuenta de que esta escuela no era igual a las otras. Aquí por primera vez le hablaron de temas que entendía: la tierra, la cría de animales y los cultivos.
Anyelén Arenas (17) vive con sus padres y hermanos en San Rafael, en un campo ubicado entre Malvinas y El Nihuil, donde crían chivos. Anyelén sabe el significado de la palabra "desarraigo". Cursó la primaria en una escuela ubicada a 60 kilómetros de su casa y empezó la secundaria en El Nihuil, pero abandonó un año después. “En la escuela siempre éramos del campo, te daba como cosa decir de dónde eras, siempre nos miraban distinto”, recuerda la adolescente. En 2007 sus padres enfrentaron un conflicto de tierras, ya que alguien intentó quedarse con el predio en el que viven desde hace generaciones. Fue en ese momento que comenzaron a participar en las reuniones de la UST y Anyelén cuenta que eso cambió su forma de pensar, porque entendieron que ellos también tenían derechos. Unos años después se decidió a participar en la escuela campesina. “Aquí es muy distinta la forma de enseñar, no hay un profesor que te dice: 'Las cosas son como yo digo', sino que todos opinamos y además hay mucho compañerismo”, explica la adolescente.
A Luis Marquestaut (25) nadie lo conoce por su nombre, sino por su apodo: Wichi. Este joven se traslada desde Cordón del Plata, en Tupungato, para asistir a clases y terminar el secundario, que abandonó en primer año. Wichi es uno de los que no quiere recibirse y explica sus razones. “Encontré una escuela fenomenal, era la escuela que buscaba. Te enseñan cosas que usás todos los días y otros conceptos que te sirven, porque uno vive en medio de la finca, pero no sabe por qué faltan alimentos”, comentó.
Gastón Oro (20) viaja desde Pocitos, San Juan, para asistir a clases, pero dice que el esfuerzo vale la pena. Vive con sus padres y sus siete hermanos en el barrio El Abanico, a 20 kilómetros de la capital sanjuanina. Como otros chicos, Gastón abandonó la primaria y empezó a trabajar en la cosecha de uva y de ajo, y a los doce años ingresó a una bodega. Hace unos años, la UST llegó a su barrio y comenzó a trabajar en temas educativos. De esos encuentros surgió la idea de los jóvenes de rescatar la historia de su barrio, que plasmaron en la revista Historia de un Pueblo. La militancia siguió con la radio comunitaria que funciona hace tres años y desde donde luchan contra los monopolios que pretenden instalarse en la zona, como el caso de una cementera. Poco después le propusieron seguir estudiando y aceptó el desafío. “En la escuela siempre nos discriminaron, nos decían que no podíamos aprender. Aquí se valoriza nuestra historia, hay solidaridad, se aprende, uno puede decir lo que siente, en la primaria no me dejaban expresarme, aquí me liberé, valoricé la palabras 'campesino' e 'indígena'”, que antes eran malas palabras.
Gastón, Laura, Wichi, Lorena, Jesús y Anyelén son alumnos que no quieren pasar de año, son alumnos de una escuela distinta, donde respetan su historia, sus saberes y donde por primera vez en sus vidas les hicieron sentir el orgullo de ser campesinos.
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